jueves, 6 de marzo de 2014

Con Sabela García Ballesteros en la obra "Pasión", de Agustín García Calvo, representada en Zamora.


Con Sabela Garcia Ballesteros en la obra "Pasión" de Agustín García Calvo, representada en Zamora.


MA. ¿Qué es esto que me han dejado caer
sobre las rodillas? ¿Acaso
quieren que lo acune y lo arrulle otra vez
y lo vuelva a meter en mi vientre?
¿Quién eres tú? Hijo te quiero llamar,
y no puedo: muñeco tan grande,
roto, descosido, unos ojos sin luz,
una lengua sin voz que farfulla
babeando y no sé qué me quiere decir,
¿cómo quieren que llame yo a esto
hijo mío? Mi hijo era un grano de anís
que se hinchó hasta volverme redonda,
que como un retoño de fresno creció,
que de mes en mes le tenía
que alargar las camisas, que ya con oír
crujir sus zapatos de hombre
por la escalera o la sala, sin más
se llenaba la casa vacía;
y que fuera grande quería yo, sí:
nadie diga que yo entre las faldas
quisiera guardarlo: que fuera el mayor
de la clase y la ronda; y te juro,
títere infeliz, que a mí, cada vez
que te daban un premio en la cancha
o el centro, orgullo me entraba por tí,
y hasta, cuando veía las chicas
como moscas al palo pegándose a tí
y enviándote esquelas en rosa,
mi orgullo era más que los celos y más
que cualquier temor de perderte;
hasta que se alzó la cucaña de Dios
en mitad de la plaza del pueblo
y en el seso la idea se te hubo de hincar
de llegar el primero a la punta:
¡maldito el que te hizo creer que tu fin
era el oro del triunfo y ascenso,
y te trajo a caer a este mísero fin,
este monigote de gloria!
¡Maldito, quien fuera, el que inventó
deporte ni competiciones,
el que vació tu vida y tu amor,
para que lo llenaras con esta
estúpida hazaña! ¡Maldito tú, Dios,
en mitad de la plaza del pueblo
y en el seso la idea se te hubo de hincar
de llegar el primero a la punta:
¡maldito el que te hizo creer que tu fin
era el oro del triunfo y ascenso,
y te trajo a caer a este mísero fin,
este monigote de gloria!
¡Maldito, quien fuera, el que inventó
deporte ni competiciones,
el que vació tu vida y tu amor,
para que lo llenaras con esta
estúpida hazaña! ¡Maldito tú, Dios,
y mil veces te escupo a lo alto,
que mandaste que fuese una madre yo,
para hacerme ser madre de esto!





ABRAZANDO A LAS DRÍADES





Registro de recuerdos. 2 (19/7/00)


¿Qué querrá decirme este fleco de vida, que me lleva en volandas, como una onda de aire o de agua mansa, y también con ese punto dulcinegro en el centro? Era por la orilla de acá del Duero, y veníamos la cuadrilla de los muchachos (yo también entre ellos, claro, aunque ahora no me veo), veníamos de las islas de río arriba, entre marchando y danzando, por el senderillo medio ahogado de juncos y malezas del estío, y traemos, medio desnudos, sudorosos (no puedo contar si 9 o 10 o alguno más), traemos tremolando por lo alto, al cielo que vira de tarde a noche entre las ramas, algunos de nosotros los huesos del cordero que nos hemos merendado, asado, escurriendo de sebo, a muerdos de grandes dientes, en la isla, otros las garrafas vacías del vino que hemos trasegado, y que, al golpeteo de palos o herramientas, venimos o gritando o cantando a descompás, y veo a uno por el medio, paticorto, fornido (¿Eduardo es?) ¿Va a ser el mismo que 20 años más tarde nos acogía en su alto despacho de Correos, cuando andábamos por la Cibeles huyendo de policías? ¿El mismo que no está ahora en ningún sitio? Pero no importa), que va voceando ''¡vamos a fecundar la tierra! ¡vamos a...!'', y algunos por allá nos abrazamos a los árboles que nos salen al paso (chicas o mujeres parece que están ausentes todas, ¡y tanto!), y nos restregamos con la corteza áspera de un olmo, y mordisqueamos la más lisa de un álamo o chopo, en una rabia de amor desesperado y dulce. ¿Qué me quiere decir este sueño de la vida que me revive ahora? ¿Me quiere hacer sentir, ahora, al cabo de tantos años a cuestas, la fuerza y juventud aquella de los brazos y bocas, para darme envidia y que las eche de menos y me lamente de la pérdida? No, seguro que eso no: ¿cómo va a querer que lamente la pérdida de lo que no es mío ni lo fué nunca? ¿Voy a tener envidia de esa rosa con su gota de rocío entre los labios?, ¿de las amapolas por los campos de Mayo derrochándose a millones? ¿O si será un sueño amañado por acólitos de Dionisio, para que reconozca, descreído de mí, las glorias juveniles del vino? Pero ¡bah, qué tontería!: embriaguez gloriosa de veras no es aquella que recuerdo: es ésta, esta embriaguez que me arrebata ahora al recordarla. Quizá deba fijarme más en ese voceo fanfarrón de ''¡vamos a fecundar la tierra!'': ¿sería acaso como en aquel rito antiguo del hierós gámos que leíamos, cuando en el campo recién arado el oficiante se arrojaba a la tierra, y se la hincaba entre las negras glebas? Otro sueño, éste de los antiguos olvidados, que viene a llevarme entre sus ondas ahora, que, rebullendo de la Historia muerta, se me vuelve recuerdo vivo. Ellos tenían en sus encinares y bosques y sotos a las dríades, las hadas o genios hembras de los árboles, que vivían de su leño, de su savia, de sus hojas; o más aún, las que llamaban hamadríades, diosecillas tan amables como salvajes, de sentido común maravilloso, que, dejándose de inmortalidad y los líos lógicos que ella trae consigo, vivían sencillamente la vida del árbol que les tocara: duraban los años o siglos o milenios que él durara en vida, y de la muerte de su árbol moría ella. ¿Era para revolverme del polvo de los papeles esas gracias para lo que vino ese recuerdo a rozarme las sienes con su onda fluvial y su negro cabozo? ¡Como si los recuerdos vinieran para algo y tuvieran un propósito: Tal vez sólo ha sido porque estuve estos días hablando mucho del agua, de lo buena que es ella, y su corriente la contraria a la corriente del dinero, y que por eso es ella la mejor del mundo; y, de tanto hablar del agua, la lengua se me había quedado algo seca; y la sed es un buen manantial de sueños de agua, de recuerdos vivos de la vida muerta.


¿Agustín García Calvo?

¿Mi ignorancia era sabiduría? Isabel Escudero Ríos









Número especial sobre la obra poética de Claudio Rodríguez. Revista "Archipiélago". 

En poesía, la poca poesía que acierta a decir verdad, el reconocimiento no es más que descubrimiento de lo desconocido en lo conocido. Y eso desconocido -y no otra cosa- es lo sagrado. La realidad pretende ser todo lo que hay, y esa pretensión de totalidad es su falsedad constitucional: que no haya nada más allá ni afuera de ella. El descubrimiento de esa falsedad actúa en poesía como vislumbre de verdad. Y ese descubrimiento singular y único, lo es al mismo tiempo tanto del poeta como de cualquiera.

Pero el único camino para la sabiduría del hallazgo es el de no saber, no saber de antemano, estar dispuesto a ver por primera vez lo nunca visto, ofrecerse ignorante. Dice nuestro poeta: “¿Mi ignorancia era sabiduría?”

Y dice verdad porque esa sospecha no le pasa sólo a él. Esta pregunta la está haciendo el poeta desde el propio lenguaje, a ese misterio del hablar. Porque nosotros sabemos hablar así de bien como hablamos a condición de que no sepamos que lo sabemos. Si tuviéramos conciencia de los mecanismos del habla no sabríamos hablar. Sucede a la manera de un “olvido técnico” que relega lo aprendido (¿de conciencia?) a una especie de subconsciente que funciona automáticamente.

Ese es el milagro que trae al mundo cada niño: la encarnación del Verbo. Un niño al venir al mundo trae de alguna manera su gramática o dispositivo, una gramática común, que le permite aprender a hablar cualquier idioma, el de la tribu en la que haya nacido. Ese don del lenguaje (el primero de los dones no naturales,
ese complicado artificio del lenguaje) es gratuito. Es lo único que no
cuesta dinero, y aunque sólo fuera por eso, ya nos hace sentirlo como cosa de otro mundo, algo tan paradójico y contradictorio, porque aunque el lenguaje nombra y así fabrica la Realidad, a su vez se escapa de ella, se rebela contra ella y la desmiente. Y esa es la acción primera de la poesía cuando acierta a decir verdad, como aciertan tantos versos de Claudio. Ese juego del lenguaje, ese don de todos y de nadie, esa acción constante de hacer y deshacer el mundo, ese don humano ya lleva en sí el don de la ebriedad.

Pero para que ese juego pueda darse limpiamente, para que se de el milagro hay que despojarse de lo sabido. El motor de esa acción negativa no es otra cosa que desnudamiento y olvido, despojamiento de lo sabido. El lenguaje es el que sabe, él poeta solo tiene que dejarse hablar, dejarse cantar. Pero esa inocencia de la entrega no es pasiva, paradójicamente es atención. Es un estar atento, despierto. Es velar.

Esa ignorancia es, al mismo tiempo, inocencia, niñez: “Haceos como niños y entraréis en el reino de los cielos” y es también astucia y habilidad técnica. No basta con el mero desprendimiento; bien por el contrario, las artes, y en este caso las artes del lenguaje, el hacer de los versos, se aprenden por vía consciente y voluntaria, y a través de destrezas muy particulares. De la repetición de estos intentos conscientes y voluntarios, - y después, también, de mucho leer y olvidar- se puede acceder a automatismos que parecen funcionar sin intervención de la conciencia ni la voluntad. Sólo a través de un paciente aprendizaje de conciencia y una vez culminado el aprendizaje puede la bailarina soltarse a bailar olvidando los pasos del baile. Y no menos exactos y medidos que los pasos de una danza complicada, más aún que la notas musicales, son los signos y mañas de una lengua, desde la perennidad del aparato gramatical a las mudanzas y azares de la sintaxis y los nombres.

De esa doble actitud, a la par ingenua y vigilante, de trance y atención, parece haber dado buenas muestras la obra de Claudio Rodríguez: Porque, si bien sus versos parecen sonar como recién brotados de un cauce oculto, como dictados por una voz más alta, o más honda, -esa es la primera impresión a nuestros oídos y ojos-, pronto nos damos cuenta, -y más si nos aproximamos a la compleja tejeduría de sus manuscritos-, que son versos minuciosos, laboriosos no trabajosos, tejidos con la repetida laboriosidad del encaje. El apasionamiento y la ebriedad de Claudio es a la par atención y desvelamiento: es una ebriedad atenta.

Porque nombrar eso de afuera adentro, contar lo que de verdad pasa, no como noticias sino como un acontecer puro y sin sucesos, temblorosamente, con exaltado recogimiento, aún con palabras de una lengua ya idiomática, o sea cargada de realidad y resabios de la tribu particular, es tarea limpia y compleja, y ese es el logrado empeño de los versos de Claudio Rodríguez. Esa tarea de aventar el lenguaje, de separar el grano de la paja, es tarea de manos antiguas, de saberes intemporales, dones de sabia tradición campesina y artesana, que a Claudio debían de venirle de antaño, pero avivados por una observación admirada y constante de eso desconocido que hemos dado en llamar Naturaleza, o movido como por una atenta piedad hacia las penas y trabajos de los prójimos: “Dichoso el que un buen día sale humilde/ y se va por la calle, como tantos/ días más de su vida, y no lo espera/ y de pronto, ¿qué es esto?, mira a lo alto/ y ve, pone el oído al mundo y oye,/....”.



CAZÁNDOSE Y CASÁNDOSE









Del Libro ‘De mujeres y de hombres’.
¿Agustín García Calvo? 12 Mayo '99



Suelo rehuir eso de hacer jueguecitos de palabras (como si la coincidencia combinatoria de fonemas tuviese algo que ver con la relación entre significados), así que me fastidia que ése del título (que a mis amigos andaluces, encima, se les va a quedar reducido a un juego de ojos y de letras) se me haya impuesto tan tozudamente que no he sabido ya cómo desenredarme de él. Paciencia.



Pero a lo que íbamos: esa famosa Guerra de los Sexos, que parece regir la Historia toda del Hombre y sus mujeres, o por lo menos enhebrarla de cabo a rabo, y que, según lo que decíamos el otro día, sólo funciona tan divertida- y funestamente como funciona gracias a la confusión, a las ideas que los unos y las otras se hacen (se les dan hechas) acerca del amor y la relación entre uno y otro Sexo, tal vez a alguno se le ocurra que esa guerra es natural (ésa es justamente una idea, de las más falsas y dañinas, la idea de 'naturaleza' en estos micos rabones, monas pelonas, criaturas contranaturales), tan natural como la oposición entre 'cóncavo' y 'convexo': los unos tienen una protuberancia, las otras un agujero, y en consecuencia, todo se reduce a esa asimetría y complementariedad: los unos a metérsela, las otras a que se la metan. Y eso es, por supuesto, tan falso como simple; pero, en cuanto idea, ilusión, pretesto, funciona lo suyo y sirve para el engaño, cada vez que alguno, y hasta quizás alguna, trata de hallar la esplicación última de la guerra, de los avatares del Sexo y el Amor o de sus tragedias.

Es, ciertamente, un trampantojo, como todas las ideas de 'naturaleza humana'; pero por eso mismo importa dejar al descubierto su falsedad. La diferencia y contraposición de las ansias sexuales o amorosas de uno y otro sexo es bien real, pero es real al servicio del Creador de la Realidad, llámesele Dios o Sociedad Humana o Economía o Ley: ¿qué es eso de metérsela a una o a unas cuantas?: está claro que es poseerlas, hacerlas mujer de uno; puede compararse, desde luego, con la caza, que, al hincar en la bestia la flecha o la bala que el cazador emite, la convierte en una pieza cobrada y suya, pero más de cerca aún, con la práctica de señalar, plantando los mojoncitos correspondientes, el territorio y la posesión de uno, o con la de marcar con el hierro candente las reses que son ganado, hacienda, propiedad de uno: el cachirulo señalador de la conquista es al mismo tiempo el representante de uno (no va uno a meterse entero) como posesor (donde lo hinco, eso es mío), y testimonio de la potencia de uno, que es su propio ser y realidad, como hijo y siervo del Poder que es uno.

Y, del otro lado, ¿qué quiere decir (pues no hay cosa entre los hombres que esté libre de significado) el ansia complementaria de que a una se la metan? Es, desde luego, lo primero, un signo de rendición: reconocimiento de la condición de sometida y poseída (no ya cosa, sino dinero) que una tiene desde antes de nacer, desde el comienzo de la Historia; pero es, al mismo tiempo, por debajo y por medio de esa ficción de sumisión y entrega, la táctica propia de las orquídeas atrapamoscas y de los agujeros en general: no tanto que la llenen a una (bien se sabe lo poco que puede llenar o satisfacer esa protuberancia: no más que a la gran araña que después del coito atrapa y devora al minúsculo macho puede éste servirle de alimento), pero sí que, al recibir en sí al representante del Poder, también ella gana, a cambio de su sometimiento, su parte de poder como Señora y Madre. Cuando él la hace suya, ella lo hace suyo, y así lo mete en casa, y así se casan, en esa ceremonia de la confusión, insufrible fingimiento de simetría y correspondencia, que la Historia y el Poder, con sus órganos de embuste y propaganda, han consagrado.

De Horacio CARMINA I 11

Aquella famosa del viejo Horacio, traducida por Agustín G. C.

De Horacio
CARMINA I 11

Tú no indagues (es ley
nunca saber)
qué fecha el cielo a mí,
cuál a ti te marcó,
Cándida, y no
andes a consultar
carta y número astral.
¡Cuánto mejor
lo que se dé pasar!
Que otro invierno a tu haber
ponga el Señor,
que último sea ya
éste que áspera hoy
contra el cantil
hace romper la mar
Tusca, trata de ser
cuerda, colar
vino, y a breve fin
la esperanza abreviar.
Sólo en hablar
ídose el tiempo habrá
falso. Pilla del hoy;
mínima pon
en su mañana fe.




B I E N E S T A R




Mentiras principales 24.


Echemos cuentas: bienestar es el estado en que nos hallamos la mayoría del Primer Mundo desde hace casi 50 años que el Régimen del B. se estableció en firme, tras la última Gran Guerra y la derrota de otras maneras de estar posibles: es el Régimen al que aspiran todos los que están aún escluídos de nuestra mayoría y que por tanto se encuentran mal; que se lo pasen así de mal debido a que el Rég. del B. por sus propias leyes económicas no puede consentir que se las arreglen con otras viejas maneras de ir tirando es una sospecha que se oculta bajo el esplendor.


¿Qué es lo que nos da a nosotros el R. del B. y qué es lo que por ello le pagamos? No nos va a dar el ser felices, porque eso ni Dios sabe qué es y pasa cuando ello quiere o no pasa bajo cualquier Régimen indiferentemente: nos da una cierta despreocupación de las desgracias futuras, no por el procedimiento del sermón de la montaña, “el día de mañana cuidará de sí mismo”, sino por el contrario, asegurándonos el porvenir de nuestra economía y programas de vida; y, como esa seguridad nunca acaba de alcanzarse, toda la maquinaria se mueve a esa procura interminable, y a nosotros nos suministra diversiones para entretenernos en la espera.

Lo que a cambio le pagamos es la sumisión al Régimen, el desentendernos de lo que de veras esté pasando, la conformidad con la Realidad que el R. del B. y su Ciencia nos imponen: en una palabra la idiocia, la identidad de la persona con el Capital y con su Estado: cuando esa idiocia de las mayorías alcance a ser la de todos y en todo el mundo, el Régimen reposará tranquilo para siempre. Menos mal que no.

Tales son, así a bulto, las cuentas que nos tocan. Te encontrarás todavía con muchos de la mayoría democrática que, no habiendo reconocido que esta realidad es una ilusión impuesta desde Arriba, te dirán que el hacer algo o que pase algo en contra de este Régimen de Dios Todopoderoso es una ilusión, una locura: en fin, que es imposible. Cuando alguno, lector, te diga eso, vuelve el hombro y responde sencillamente: “ Eso es lo que usted se cree”.

Sr. G.

SE LO VA UNO COMIENDO TODO


¿Agustín García Calvo?
4 Junio 12 - 

Pero ya, al salir de la doble boca del túnel al bosque de Valorio, ahí está mi otra vecina zumbándome al oído: –Óyela, don Armando, si quieres, cómo se lamenta y se compadece también de las ruinas de capitales y de empresas y del fallo de estados y de tiempos: es muy humano en ella, pero no dejes de oír a la vez lo que por bajo sopla de allá, de lo poco de bosque que nos queda. –¿Cómo es eso? –Lo que has oído: se lo va uno comiendo todo. –¿Cómo «todo», Queti? –Que sea por vía natural o por la otra, lo que es esa ley de la existencia no consiste más que en eso: que se comen unas a otras, que nos vamos igual comiendo unos a otros, sin que nuestras numeraciones de siglos o jornadas quiten nada de esa simple y cruda verdad. Tú ¿no te quedas algunas veces, Armando, viendo en el televisor los grandes documentales de vidas, principalmente de animales? –Tal vez, prima, en mi caso cuentas con mecanismos de obediencia a los relojes del Orbe que no reconozco en mí. Pero, bueno, algo de esos documentales me he visto a veces. Lo que pasa es que me aburrían o me desinteresaban demasiado. Y, por ejemplo, cuando algunos leones viejos, al deshacerse la manada, se iban por ahí perdiendo, no nos decían lo que más le importaba a uno, dónde y cómo iban a encontrar su muerte. Pero, ¿adónde querías ir tú por ahí? –Ahí se te enseña bien lo que es eso de comerse unos a otros, grandes masas de flores, caras pálidas o morenas: ¿cómo puede no interesarte sentir qué es eso de la vida? –Es que, la verdad, me daba cuenta en seguida de que, jugando con las maravillosas tomas de imágenes, sin embargo la sintaxis, la narración, la intención con que las enlazaban, eran, como siempre, las nuestras, demasiado humanas. –O sea… –Más del reino del dinero que del de la sangre. –Pero, bueno, ¿qué andáis tramando ahí vosotros dos?: ¿es que vais a negarme, que lo primero, naturalmente, es el pasto, la sangre, la vida, los istintos, y que luego, a partir de ahí, se desarrollan nuestras industrias, leyes y pasiones, que siguen siendo tan naturales como las de los otros? –O sea… –Lo de comernos los unos a los otros como ley universal. –Bueno, queridas vecinas, si queréis oírme, sentémonos a la sombra de ese parral, y vamos a ver en qué se deshace la disputa.

La virtud del perro. Isabel Escudero Ríos.



La virtud del perro.
 Isabel Escudero Ríos. 

EL término ‘Fidelidad’ nos remonta, por un lado, a su origen latino (fides/fidelis: fe) y, por otro, a su uso habitual en la Edad Media como Juramento de Fidelidad. O sea, juramento que prestaba el vasallo a su Señor en señal de acatamiento. Obsérvese que tal juramento apelaba a la divinidad como testigo para prestar Fe y obediencia ante una cosa, persona o idea sagrada (Doctrina, Realeza. Poder, etcétera), de tal manera que con tan sólo no cumplir esta fidelidad pactada se era reo de perjurio —al margen de lo justo o pertinente de la desobediencia-. Pero lo más curioso es que este juramento fuera deseado con anhelo por los vasallos, como si quizá suplieran con la obligación del compromiso la inconsistencia de su Fe en la Idea o la indiferencia hacia su Señor. La Fidelidad, casi siempre, ha sido la acompañante ideal de las grandes astracciones (Amor, Amistad, Deber, Religión, Patria, etcétera). Tiene, sin duda, otros usos lingüísticos, que se refieren, por ejemplo, a la validez o precisión de ciertos objetos como una balanza fiel, una memoria fiel, pero lo más corriente es que se acerque a cuestiones más ideales, como fiel a sus convicciones, fiel a la Patria, una novia fiel o una fiel sirviente. Y las Religiones, del modo más descarado, hablan de los fieles y la feligresía para distinguir a los suyos de los otros. Otra de las Instituciones que ha manejado con profusión la Fidelidad es el Matrimonio, hasta el punto de que uno de los emblemas más socorridos para su representación es la de un grupo escultórico en el que aparece un perro echado a los pies de los esposos. 

Redundancia de fidelidad la que se le supone a los esposos, pero, a su vez, vigilada y guardada por el fiel cancerbero. El perro parece haber asumido, en el Reino animal, ser el representante de la suma fidelidad hacia el hombre, a lo que no son ajenas la cercanía y dependencia del amo, que tras una milenaria domesticación ha conseguido lo imposible: sustituir los restos de fiera libertad de su naturaleza animal por una incondicional fidelidad. Pues bien, este fiel perrito conyugal nos va a dar pie para entrar en el tema que nos ocupa: la fidelidad amorosa. 

Veamos lo que pasa. Por el Amor, el amado se convierte en Mi Otro por esencia (Mi Tú), y no hay otro que valga; y, sin embargo, esto está reñido con la razón —no con mi juicio, que sólo en ti piensa, ni con mis ojos, que sólo a ti ven—, sino con la razón común, esa que no es de nadie y que nos muestra despiadadamente la multiplicidad del Mundo. 

Mundo ensombrecido y ajeno por contraste con esa luz fogosa, cinematográfica y excluyente, que el Amor vierte sobre mi amado; ahí enfrente, en medio de los ladrones en sombra, está mi tesoro, y me lo pueden robar al menor descuido, o, lo que es peor, él puede ofrecerse
graciosamente a Otro, o despilfarrarse en orgiástica comunión con Todos. 

¿Qué puede hacer el Alma enamorada (y, por tanto, riquísima) sino desconfiar de su felicidad tan codiciada por la abundante miseria del mundo? ¿Qué puede hacer el Alma enamorada sino estar
insegura ante la fragilidad de su posesión y la fugacidad de su dicha? El enamorado, que lejos de imbécil se vuelve visionario y, por ende, algo paranoico y profeta, no pierde la vaga sensación de que el milagro de Amor le ha elegido por un misterioso azar, ajeno a su persona, más que por sus valores reales.

El amante flota en el desasosiego porque siempre le cabe la sospecha de que aquel manantial que a él le da la vida puede ser, al mismo tiempo, una fuente pública. Todo le puede ser arrebatado de un zarpazo. 

Sobre esta ilusoria riqueza, recordemos los hermosos versos de Shakespeare en el soneto número 91, en versión rítmica de Agustín García Calvo: «... tu amor es para mí mejor que ilustre cuna, / más rico que oro, más galán que un atavío, / de más placer que halcones o yeguada alguna, / y, con tenerte, en toda gloria me glorío, /... pobre sólo en que puedes todo en un segundo / quitármelo y dejarme el más pobre del mundo.» 

Esta vívida, pero fugaz, riqueza de Amor debe, pues, ser asegurada contra el Tiempo y el Mundo por una istancia superior, una Fe ciega, casi religiosa, en la Creencia en el Amor, no ya como huidizo sentimiento, sometido como todo lo vivo a la mudanza y al tiempo, sino como Idea inmutable y sublime, necesariamente eterna, a la que hay que guardar fidelidad y vasallaje, como decíamos al comienzo sobre el Juramente de Fidelidad medieval, de tal manera que la Idea subsiste, si es preciso —si el sentimiento desapareciera—, tan sólo por la Fe en ella.

Es lógico, pues, que una Idea tan poderosa y teológica como el Amor, sobre un sentimiento tan indefinido y vulnerable como la atracción amorosa, tome su fortaleza y decisión de la Fe sacramental de los contrayentes en el Amor mismo, Fe y fidelidad que no necesitan de un contrato escrito, sino que basta con la pareja misma. Podemos comprobar cómo todavía, en las primeras fases del enamoramiento, el tema de la infidelidad/fidelidad ni se plantea, puesto que el deseo vivo de ambos parece buscar lo mismo; es, después, en el largo camino de Amor, cuando los senderos pueden diverger y entonces la Fidelidad llama al Orden, o los Celos vienen a poner la sal que le faltaba al aburrimiento conyugal.

¿Quiete decir todo esto que sugerimos una abolición de la Fidelidad amorosa? No exactamente (Dios nos libre de enmendarle la plana al Amor). Pero sí proponemos, aprovechando el símil de la Alta Fidelidad, una baja fidelidad, no por baja menos fiel, pero no fiel a lo Alto —es decir, a la Idea—, a lo que nos imponen desde Arriba esas instancias superyoicas que vienen del Poder, del Deber, del Orden establecido, de Dios o de Uno mismo, sino mejor una escucha fiel a lo que nos venga de abajo, al bullicio de la sangre, a la confusión de los ensueños, a eso desconocido que viene del amor mismo más que de nosotros. Una fidelidad sin Fe, que sea tan sólo confianza y costancia en la costumbre amorosa que prueba y saborea lo bueno cada día (que es lo mismo y no es lo mismo, como el río heraclitano), una fe pequeña, que no da, como la gran Fe, lo Bueno por sabido. Una fidelidad de mas o menos, mejor que la de si o no, pero fidelidad al fin y al cabo. En fin, como diría el bueno de Teodoro de Francoforte, una fidelidad al otro que, al menos, nos ponga tope a una excesiva fidelidad a nosotros mismos.