jueves, 28 de agosto de 2014

SILENCIO Y SOSIEGO Por Carmen Martín Gaite



SILENCIO Y SOSIEGO 

Por Carmen Martín Gaite
30 de diciembre de 1963




Como rebelión al papel pasivo e inmanente que la historia ha venido asignado a la mujer, se asiste en nuestros días al espectáculo de una rebelión indiscriminada. Nadie, al menos que yo sepa, se ha parado a preguntarse por qué la mujer –dado que en otros tiempos no lo ha hecho por razones que se pretenden ver tan claras de sujeción al varón, etc...– no empieza a aprovechar ahora con cierto equilibrio esa    << l i b e r t a d >>    que se dice a todas horas estar conquistando.

La situación social de la mujer no es en sí misma inferior ni superior a la del varón. Muchas incomodidades y motivos de inquietud les son comunes como a todo ser nacido y dotado de conciencia. Más bien, hablando de un modo imparcial, puede decirse que para el libre ejercicio de las facultades de observación y experimentación de la realidad, tiene una mujer campo más propicio y podría alcanzar mayor sosiego.

Pero el decir esta palabra he nombrado un tabú naciente: precisamente contra ese sosiego, único camino cabal para el conocimiento, es contra el viejo ídolo que dispara su pólvora en ciega algarabía los insurrectos, y no se acercan una vez derribado sino para pisotearlo, sin verlo siquiera, igual que pasa en todas las revoluciones donde nada se salva ni se analiza, donde salvajemente se confunde y destruye todo lo que antes regía, sin separar lo idóneo de lo vicioso.

Y de esta forma como quiera que el sosiego, el silencio y el recogimiento –circunstancias como he dicho totalmente imprescindibles para cualquier atinado razonar– hayan venido siendo usadas por la mujer a lo largo de su desventurada historia como meros adornos refulgentes prendidos en su atavío, cofres sin abrir nunca bajo su tocador, se ha dado en confundir sosiego con inmanencia, la pasividad, la cerrilidad, la pereza mental y demás actitudes viciosas y descarriadas que han ido tarando su posible inteligencia, pero en las que el sosiego y el silencio han tenido una parte meramente accidental.

Ya en M a d a me B o b a r y asistimos a una reacción escalofriante de la protagonista. Nunca en mayor aberración y egoísmo ha venido a parar un deseo en su raíz noble de extender su vida, de hacerla menos mezquina. A un bovarismo desenfrenado están avocadas hoy la mayoría de las mujeres.

La falsa actividad engaña hoy a hombres y mujeres alentados por la propaganda, por la prisa de las ciudades, por los héroes del cine –triunfantes seres a imitar–, por el espejuelo del bienestar duradero, de estadios materiales a escalar, por la consecución del futuro.

Pero la diferencia entre hombre y mujeres actuales estriba en que ellos no estrenan nada. Siempre han ambicionado honor y gloria los varones, siempre han hecho ellos la guerra, han regido los estados, han inventado las constituciones, se han agitado por la consecución de lo que creían mejor. Cuando a la postre les parecía vanos o ilusorios sus afanes, de entre todos, unos pocos se apartaban a reflexionar sobre las contradicciones existentes, es decir elegían el silencio y el sosiego, que a las mujeres por no poderlo elegir, por sufrirlo como una condena desde la infancia, no les valía para nada. Ésta y no otra es la diferencia esencial.

Hoy la mujer que se dice <<e m a n c i p a d a>>, que estrena su libertad, está más lejos del sosiego que nunca. Tiene demasiado cerca la imagen de haberlo descastado como al peor enemigo y tardará mucho tiempo en pararse a pensar sobre este pretendido enemigo, embriagada como está por su primera victoria aún vacilante y poco afirmada de poder entrar y salir, de ser tenida en consideración, de agitarse , y hormiguear entre los varones, de hacer ruido como ellos. No sabe aún de lo que quiere hablar, se goza simplemente en poseer el derecho de hacerlo y todas sus energías las consume en seguirse rebelando cada día con mayor encono contra las trabas que aún encuentra para su total realización. Sin embargo pocas veces se pregunta dónde está ni en qué consiste esta realización.

En el centro queda (con peligro de ser ahogado para siempre) el problema de los hijos (¿por qué una mujer no contribuye de verdad a cambiar la petrificación de las costumbres?), de la convivencia (histerismo, reeducación), del no–egoísmo, del recuperado y elegido ensimismamiento.

La mujer emancipada rechaza y sufre la soledad más que nunca, perdida en la confusión de letreros que la circundan. Al aburrimiento de la mujer que hacía media ha sucedido la angustia de la soledad. No sabe combatir, sino en medio de algarabía y la alteración que todo lo confunden, esta angustia que le viene de un mundo que sabe puesto en crisis pero no tiene la lucidez de afrontar.

Porque la lucidez es fruto arrancado a la tiniebla a fuerza de silencio y sosiego. Y pocas mujeres todavía conocen el tesoro que se encerraba en aquellos cofres que les sirvieron antaño de adorno y que hoy han tirado sin abrirlos. Aún tendrá que pasar algún tiempo para que con la libertad recién estrenada lleguen a elegir y hagan suyo de verdad ese sosiego que les perteneció inertemente durante siglos y que por ignorar que no era la fuente de los males de ese mundo del cual han abjurado, rechazan sin discriminación
todavía.





(No tenía este hermoso texto níngun titulo. Yo me animé a éste, que parecía pedirlo. El cuadro es de Paul Gustave Fischer, que desagradecida de mí nunca añado el autor de estos hermosos cuadros,
 pero es porque en realidad les he mandado siempre para mi página de Pinteres adónde hago una recompilación de muchos autores. Salú!)  http://www.pinterest.com/carmenhbella/


¡COSAS DE FRANCESES! Miguel de Unamuno.

¡COSAS  DE   FRANCESES!
-Un cuento disparatado-




    Es cosa sabida que nuestros vecinos los franceses son incorregibles cuando en nosotros se ocupan, pues lo mismo es de ellos meterse a hablar de España que meter la pata.

    A las innumerables pruebas de este aserto añada el lector el siguiente cuento que da un francés por muy característico de las cosas de España, y que, traducido al pie de letra, dice así:

    Don Pérez era un hidalgo castellano dedicado en cuerpo y alma a la ciencia y a quién tenían por modestísimo sus compatriotas.

    Pasábase las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio, enfrascado en el estudio de un importante problema de química, que para provecho y gloria de su España con honra había que conducirle al descubrimiento de un nuevo explosivo que dejara inservibles cuantos hasta hoy se han inventado.
    El lector que se figure que nuestro Don Pérez no salía del laboratorio manipulando en él retortas, alambiques, reactivos, crisoles, y precipitados dará muestras de no conocer las cosas de España.
Un hidalgo Español no puede descender a manejos de droguería y entender de tan rastrero modo la excelsitud de la ciencia, que por algo ha sido España plantel de teólogos.
    Don Pérez se pasaba las horas muertas, como dicen los españoles, delante de un encerado devanándose los sesos y trazando fórmulas y más fórmulas para dar con al deseada. De ningún modo quería manchar sus investigaciones con las impurezas de la realidad; recordaba el paso aquel en que los villanos galeotes apedrearon a Don Quijote y no quería que hicieran lo mismo con él los hechos. Dejaba a los Sancho Panzas de la ciencia el mandil y el laboratorio, reservándose la exploración de la cima de Montesinos.

     Quede el proceder por tanteos para los que viven en tinieblas y no han nacido, como la inmensa mayoría de los españoles, en posesión de la verdad absoluta o la han dejado perder por su soberbia.

     Al cabo de tanta brega dio don Pérez con la deseada fórmula, y el día en que ésta se hizo pública fue el regocijo para toda España. Hubo colgaduras, cohetes, y gigantones y sobre todo combates de toros. Las charangas alegraban las calles de las ciudades tocando el himno de Riego.

     Las Cortes decretaron coronar de laurel en el Capitolio de Madrid a don Pérez, así que hiciera volar el Peñón de Gibraltar con todos sus ingleses, o cuando menos la gran montaña del Retiro, de Madrid.

     Adornando las paredes de zapaterías y barberías de los pueblos y en no pocos hogares aparecía entre números de La Lidia, el retrato de don Pérez, junto al de Ruiz Zorrilla unas veces y al de el pretendiente don Carlos otras. A un nuevo aguardiente anisado le bautizaron con el nombre de “Anisado explosivo Pérez”.

      No faltaron, sin embargo, Sanchos y socarrones bachilleres que trataban de echar jarros de agua fría al popular entusiasmo; pero desde que aparecieron en los periódicos escritos del eminente geómetra don López y del no menos eminente teólogo don Rodríguez, rompieron lanzas a favor del nuevo explosivo Pérez, los descontentos se redujeron al silencio público y a la lima sorda.

Llegó el día de la prueba. Todo estaba dispuesto para hacer volar una colinilla, situada en las llanuras de la Mancha,  y no faltaron animosos creyentes que se comprometieron a dar fuego a la mecha en compañía de don Pérez.

Cuando la mecha empezó a arder, estalló un formidable “-¡Olé!, ¡olé!...”, de la multitud, que desde lejos contemplaban la prueba y algunos palidecieron.

     Y cuando el fuego llegó al explosivo se oyó un ruido semejante a un trueno, se levantó una gran polvareda, y al disiparse ésta apareció la figura de don Pérez radiante de esplendor. La multitud le aclamó frenética, dio vivas a su madre y a su gracia, y le llevaron en brazos como sacan a don Frascuelo de la plaza cuando mata a un toro según las reglas de la metafísica tauromáquica. Y por todas partes no se oía más que: ¡Olé! ¡Viva España con honra!

Los periódicos hicieron su agosto.

     Unos aseguraban que el cerro se había hecho polvo, otros mostraban cicatrices que recibieron de los pedazos en que se deshizo; pero algunos días después se aseguraba que unos pastores habían visto el cerro en el mismo lugar que antes, y cuando se confirmó esta noticia se levantó esa gran polvareda de indignación popular.

    Era imposible el caso; el cerro tenía que haber volado, porque eran infalibles las fórmulas del encerado de don Pérez.

    Era una mano aleve que había mojado el explosivo, la mano del un maligno encantador de don Pérez y envidioso de su fama.

    Este encantador, sucediendo el caso en España, ya se sabe cuál tenía que ser: el Gobierno.

    La opinión pública se pronunció contra éste en los cafés y las tertulias, y los periódicos hicieron resaltar la desatentada conducta  del maligno encantador que se empeñaba en vivir divorciado de la opinión pública, tan perita en Química como es en España, sobre todo después de ilustrada por el eminente geómetra don López y no el no menos teólogo don Rodríguez.

    En aquella campaña se recordó a Colón, a Cisneros, a Miguel Servet, a los tercios de Flandes, el Salado, Lepanto, Otumba, y Wad-Ras, los teólogos de Trento y el valor de la infantería española, que con él hizo vana la ciencia del gran capitán del siglo. Con tal motivo se insistió una vez más en la falta de patriotismo de aquellos que no querían más que lo extranjero, habiendo mejor en casa, y se recordó al pobre don Fernández, cuyos libros en España  tenían que tomarlos las corporaciones mientras eran traducidos a todos los idiomas cultos incluidos el japonés y bajo bretón.

    El pobre don Pérez, perseguido por malandrines, trató de vindicar la honra de España, y como se proponía demostrar la eficacia del explosivo, con el que había de volar hasta Gibraltar y desenmascarar al Gobierno, le presentaron candidato a la Diputación a Cortes. Las Cortes son la academia en que se reúnen a discutir todos los sabios de España, asamblea que, siguiendo las gloriosas tradiciones de los Concilios de Toledo, hace a pluma y a pelo, ya de Congreso político, ya de Concilio, en que se dilucidan problemas teológicos, como sucedió allá por el 69.

    En cuanto los administradores de don Pérez presentaron su candidatura, el inminente toreador don Señorito, viviente ejemplo del consorcio de las armas con las letras, sintió arde su sangre, y al salir de un combate de toros en que arrebató al público estoqueando seis colombinos con la más castiza filosofía, se fue a un mitin y volvió a arrebatarle con un discurso en favor de la candidatura de don Pérez.
    Solo en la pintoresca España se ven cosas semejantes.  Después de brindar por la patria, desplegó don Señorito el trapo, dio un pase a España con honra, otro de pecho a Gibraltar y sus ingleses, uno de mérito a don Pérez, sostuvo una lucidísima brega, aunque algo bailada, acerca de la importancia y carácter de la química, y, por fin, remató la suerte dando al Gobierno una estocada hasta los gavilanes.
   El público gritó ¡olé tu salero!, y pedía que dieran al tribuno la oreja del bicho, uniendo en sus vítores los nombres de don Pérez y de don Señorito.
    Allí estaba también el gran organizador de las ovaciones, el Barnum español, el popularísimo empresario don Carrascal, que se proponía llevar en una   t o u r n é e    por España al sabio don Pérez, como se había llevado ya al gran poeta nacional.
    El buen don Pérez se dejaba hacer, traído y llevado por sus admiradores, sin saber en qué había de acabar todo aquello.
    Pero ni la elocuencia tribunicia del toreador don Señorito, ni la actividad del popularísimo don Carrascal, ni la protección del gran político don Encinas, movieron al gobierno español, que siguió comiendo el turrón a dos carillos, y sordo a las voces del pueblo, según es su costumbre.

    ¡Y todavía sigue en pie el Peñón de Gibraltar con sus ingleses!

     Convengamos en que solo un francés es capaz, después de ensartar tal cúmulo de disparates, sobre todo el de presentarnos a un torero de tribuno a favor de la candidatura a diputado de un sabio, solo un francés, decimos, es capaz de dar tal cuento por característico de las cosas de España. ¡Cosas de franceses!

      Pero, señor, ¿cuándo aprenderán a conocernos nuestros vecinos,  por lo menos tanto como nosotros nos conocemos?




(Un cuento muy verídico, si es que quedan pocas diferencias entre  la literatura y la vida real. Así pues, Don Pérez fue Isaac Peral, http://es.wikipedia.org/wiki/Isaac_Peral
y don López fue José de Echegaray, http://es.wikipedia.org/wiki/Jos%C3%A9_de_Echegaray y hasta  el torero era Luis Mazzantini. Y más real fue la foto de este Submarino Peral torpedero que hace las veces de la bomba explosiva en el cuento y su inventor Don Pérez en este cuento de don  Miguel de  Unamuno. Y más y más y más aún, los franceses...

Un cuento que nos trae recuerdos y sones de otra época, que no es tan otra época, y lo más importante, es que al contarse puede sentirse  "la cara de la eternidad” que nunca cambia: la problemática, ahora, de cualesquier Gobierno en cualquier época, no como cuento sublimado, como hace la Historia, sino como parodia o descreencia siempreviva y necesaria, aquí y ahora.  Con la diferencia solo de que la algarabía de la gente en la calle se ha sustituido hoy por la algarabía de la necesidad de saber y estar al tanto de las noticias que Dios, o lo que es lo mismo, la Información, reparte a través de los medios de Comunicación de Masas; y los caballeros y militares y sus larguísimos submarinos hoy  recuerdan a cualesquiera edificios altísimos y a sus más altísimos grandes movimientos empresariales o de Dinero. Poco ha cambiado y tiene su gracia entender el cuento, no como algo acontecido hace mil años o a modo de información de la Historia, sino como algo de ayer mismo, sobre todo para que no les aburra, acostumbrados como estarán a sentir la importancia de sus vidas y de sus grandes curiosidades sobre los nuevos Nombres Propios que puedan darse ahora tanto en política como en Ciencia y en cualquiera  de sus publicaciones formativas científicas o filosóficas. Sí. Sí. Con todo eso con lo que les tienen a ustedes tan entretenidos).


Del Libro "Cuadernos de Todo", de Carmen Martín Gaite






Del Libro "Cuadernos de Todo", de Carmen Martín Gaite, que me anda acompañando en las olas serenas de este verano. Espero y gusten del mismo placer de estas lecturas...Salú! 



La casa como tiranía. 



La casa como nido. La casa supongo que en un principio sería funcional, sitio dónde recogerse. Pero nadie ve la posibilidad de rehabilitarla como tal refugio del frío, de la intemperie y basta. ¿Porqué se debe fidelidad a la casa como un santuario? “Ahora tienes ganas de irte de casa” , le reprochaban las mujeres a sus maridos. Y es por el simple pecado de abjurar de la casa como religión. Les obliga a ser hipócritas, a esconder esta legítima apetencia de todo hombre a salir y relacionarse. No hay ningún hombre en quien se haya muerto del todo, pero abjuran de ella, la esconden, tratan de justificarla suciamente, con razones falsas. Pocas veces se pide al familiar que permanezca en casa por razones positivas –una conversación, un quehacer- sino para encanallecerle en la pura inmanencia, para abortar en él todo balbuceante deseo de relación (desmayado por la falta de uso, casi agonizante.)



Las relaciones públicas.


¡Claro que le gusta a un hombre irse al café! A toda persona le gusta estar con personas, fuera, al aire, en terreno neutral. La tertulia.

Y todo el remedio que se les ocurre a las mujeres que se dicen más inteligentes es convertir estas relaciones públicas en privadas, privatizar más, al servicio de lo único que le interesa: cortar juego, encerrar. Algunas se engañan y creen estar siendo generosas. Creen que todo consiste en la cantidad. A una casa dónde viene cincuenta amigos, ¿Cómo se la va a llamar mezquina, cerrada? Pero la cuestión está en para qué vienen esos cincuenta amigos. Si la razón primera es la de evitar que el otro se relacione directamente, sin una mediatización o fiscalización, ¡valiente generosidad! Es agrandar la jaula, hacerla de oro, adornarla y reafirmarla  cada vez más en su carácter de jaula: consagrarse, pues, definitivamente a la vida privada e íntima, a la vida en jaula. Esos amigos acaban siendo propios, se ejerce sobre ellos el mismo derecho de propiedad –en otro grado- que sobre las personas de la familia. Deja de existir una posible relación, porque se les acerca, se le hace cosa privada, se le familiariza. Y la falta de distancia –la justa para ver más que su letrero y otras cuantas particularidades personales: sus piernas, si nariz- convierte también en cosa a esa persona, en instrumento guardado en la vaina, podado de su peligrosidad, de su palabra.

Las mujeres, como los padres, casi nunca dan gratis. Llevan su mira, más o menos inconscientemente: la de cobrarse más tarde o más temprano. Al libre hay que traerlo a vereda, meterlo en cintura, encerrarlo, y para esto se emplean los métodos más maquiaveélicos y refinados que quepa imaginar. Se arma el tinglado más aparatado de pregonada generosidad. Pero el tema sigue siendo: Traer al hombre a casa, o salir con él, pero mientras no haya interés, ¿para qué? No se podrá fingir tal compañía.

Acabo de ver una obra de teatro repugnante: La bella malmaridada que llena a diario el teatro María Guerrero. Casi toda la gente sale compadeciendo a la pobre imbécil de Lisbella y enalteciendo su resignación ejemplar. Al caer el telón parece que se ha logrado algo (al menos momentáneamente) porque se a logrado cerrar de nuevo al marido en casa. En el caso de Lope –que no veía otro problema más allá de las relaciones sexuales- los motivos del marido para salir eran tan mezquinos que no voy a defenderlos; pero una mujer como ésa, que nos presenta Lope como ideal, hartaría a golpes de <<dueño mío>> al más recoleto varón. ¿Qué vanidad masculina no va surgir ante tan rendido vasallaje y permanente incienso?

No sé qué idea ha movido a la dirección del María Herrero a poner en escena una obra así. Supongo que pretende demostrar el avance que se ha producido con los años, pero todas las mujeres del teatro se solidarizaban más o menos con la repugnante Lisbella, que era ella misma la merecedora de trato tan indigno.

Para mi modo de ver no han cambiado tanto las cosas y la risa irónica no procede, más bien la melancolía. Porque ha sido solamente el aspecto de la cuestión lo que ha variado. Es decir han variado las técnicas usadas para encerrar al marido en casa; pero persiste idéntico deseo, en el que coinciden un noventa y cinco por ciento de las mujeres <<enamoradas>> de un marido. Colgadas, cachipegadas, inseguras de sí. Que no se vaya, que vuelva, Dios bendito. Lisbella salía a buscarle. Las de ahora salen con él. Lisbella rezaba. Las de ahora arman fiestas en casa, preparan –llegado un caso extremo- programas de celos. Pero mientras el interés siga centrado en la propia relación, no se ha dado ni un solo paso adelante.

Y son diez minutos. Dar noticia de los asuntos cotidianos –incluidas consultas, ayudas, etc.- puede llegar a una o dos horas. Luego hay que inventar cosas, escenas, gestos que justifiquen la salida en común, ya que no hay una relación activa, verdadera, que justifica esa compañía.

Las mujeres que salen al café y bostezan se llevan la casa a cuestas, la cama a cuestas, la están esgrimiendo como en esa nubecilla de los tebeos cada vez que le miran, que suspiran, que le dicen <<yo tengo sueño>>, no dejan al hombre libre, independiente. No le dejan su tiempo, el ciclo de tiempo propio que le pida su lectura, su quehacer o su conversación. Llaman continuamente la atención sobre su mísera, insegura persona.

Se me dirá: <<Es que el hombre que quiere estar libre, que se quede soltero>> . Así se contesta con la inercia, la cerrazón de quien no quiere contribuir a arreglar nada. ¿Por qué se va a quedar soltero si quiere mujer, y ella hombre? ¿Por qué no se le va a dar sin condiciones lo que se le da lleno de peros, que son para él un continuo criadero de remordimiento? <<Es que si a un hombre se le deja solo en un mundo cuajado de peligros...>> Y yo digo ¡mentira! Un hombre acaba yendo siempre a donde quiere. Y el incentivo de lo prohibido le hará ver con un espejismo de verdad esa mezquinas evasiones sexuales, que en la mayoría de los casos podrían no existir si se les permitiera un completo desarrollo intelectual. Las mujeres tienen celos de todo lo que no son ellas y su casa. Eso es lo grave. De todo lo que es relación pública, posibilidad de libertad.

¿Quién ha dicho que una mujer sólo tenga celos de otra mujer? Tienen tantos y aun más de los amigos, de los libros, de todo lo que al hombre le llama a una salida al ancho mundo de la comunicación con los otros.