jueves, 18 de diciembre de 2014

EL QUE MIRA NO VE . Relaciones entre visión y fe . Isabel Escudero






EL QUE MIRA NO VE[1] 
Relaciones entre visión y fe 
 Isabel Escudero  




¡Ojos que a la luz se abrieron 
un día, para después, 
ciegos tornar a la tierra, 
hartos de mirar sin ver! 
A. Machado  


INTRODUCCIÓN:  


Como el tema central de estas jornadas trata de indagar en los usos y aplicaciones de las diversas artes y técnicas audio visuales en lo que se ha dado en llamar La comunicación mediática, (modelo que afecta a todas las poblaciones por igual del Régimen del Bienestar) y puesto que en el conocimiento de esas técnicas y su constante progreso, doctores tiene la iglesia más cualificados que yo, he decidido aprovechar este rato con vosotros para plantear la cuestión desde una operación previa y elemental: el hecho mismo del “mirar”, la visión misma, algo común que atañe tanto a los artistas o expertos (cineastas, publicistas, fotógrafos, pintores...) como a la gente corriente, a vosotros, a mí. Así que me gustaría enlazar y contrastar de alguna manera la operación de “mirar” con las posibilidades de “ver”, ya que no sólo no es lo mismo sino que de entrada sospechamos que en cierto modo puede ser lo contrario. 
No podemos entrar honradamente en la contemplación de las imágenes y menos aún en su creación o fabricación, si no planteamos primero y desde abajo, los condicionamientos impuestos por nuestro mirar humano. Esa es la cuestión política previa, descubrir los obstáculos que inutilizan, estropean o condicionan el ver, para de verdad ver algo nuevo, no previsto de antemano.  
En principio debemos reconocer que no hay, desde luego, en nosotros, los humanos, una mirada desnuda, un ver natural; tampoco el lenguaje humano es nada natural, es un artificio complicado, un artilugio milagroso sí, pero ni natural ni animal. 
Ya en el propio lenguaje se da una construcción ideal (ideal/ visual) del mundo a través de los significados del vocabulario semántico que es ya la realidad particular de cada tribu. La idea es visión. (Eidos en griego es la visón de algo) El nombre implica una idea y la idea una imagen de la cosa. Visión e idea, pues, es lo mismo. Tener idea de algo es como haberlo visto, aunque sea en el pensamiento, haberlo visto es concebirlo. Esa relación, que trataremos más adelante, no deja de ser un juego vivo y complejo entre el ver y lo visto, entre el descubrimiento y el conocimiento. 

Repasemos pues algunos de los impedimentos e imposiciones crecientes dimanados de la realidad actual y su progresivo desarrollo audiovisual. Impedimentos al menos de dos ordenes: uno tiene que ver con el uso cada vez más abusivo de aparatos intermediarios, de mediaciones tecnológicas (cámaras, pantallas, ordenadores...) interpuestas entre nuestros ojos y el mundo, y, otro, tiene que ver con la abundancia y velocidad de los estímulos audiovisuales que nos acosan por doquier. Como si todos -en nuestras vidas cotidianas- fuéramos obligados espectadores de una realidad/ pantalla, un remedo audiovisual, como si nos hubiéramos convertido en mirones profesionales, en turistas condenados a registrar vistas y almacenar postales. 

Se podría pensar sin embargo que esta multiplicidad de elementos intervinientes sería buena para producir combinaciones nuevas, azares constantes, que a medida que aumentan la multiplicidad de las cosas y situaciones, a medida que crecen los estímulos deberían multiplicarse proporcionalmente las probabilidades de acertar la combinación exacta que vendría a dar en un vislumbre de arte, pero parece que no es así. Esta consideración toca centralmente el concepto mismo de azar tanto en la creación de las artes de las imágenes como en su disfrute por parte de la gente. Parece ser que el aumento de las probabilidades tanto de fabricación como de recepción no supone un aumento de posibilidades de arte. Es más de lo mismo, acumulación, saturación que no conduce al acierto, al descubrimiento. Es más, parece que esa sobreabundancia actúa como impedimento para que algo de veras nuevo se diera y se viera. El descubrimiento, la posibilidad del descubrimiento, parece pertenecer a otro rango que no es el de las probabilidades, que pertenecen a la contabilidad de la realidad, a la estadística. El conjunto cerrado de cualquier estadística, pero que no abre las posibilidades sin fin. 

Lo primero, pues, es plantear la dificultad: la dificultad hoy de “ver”, paradójicamente en una situación, la actual, empujada fundamentalmente por la obligación de “mirar”. La cuestión es: ¿se ve más y mejor desde que se mira tanto?. O bien formulado así: ¿la constante invitación a mirar provocada por todo tipo de estímulos audiovisuales y la mediación permanente de cámaras y pantallas, de vidrios y proyectores entre nuestros ojos y el mundo, faculta el ver, en el sentido de descubrir algo nuevo, o esta avalancha de azares, estímulos y prótesis, nos condena a no ver nada imprevisto?, ¿se nos impone convertirnos en unos impenitentes mirones atiborrados de imágenes y sonidos mil que no nos penetran, que no nos hieren y que en cambio nos amodorran en vez de despertarnos? 

Las preguntas están en el aire y les dejo a vuestra inteligencia y sensibilidad el sentirlas vivas y paradójicas, tal y como yo os las formulo. 

La pregunta básica que nos hacemos ¿se ve algo con tanto mirar? no se limita sólo a las artes visuales, afecta también a la Ciencia misma. 

(Por ejemplo, a la Medicina: 

Ya no hay médico que te mire a la cara y te vea, y menos que tenga aquello que se decía “ojo clínico”, ahora sin mirarte te manda que te miren los aparatos y luego él mira los aparatos que le muestran lo que han visto, y él lo va interpretar, nombrar y diagnosticar en concordancia obligada con la teoría científica establecida, o sea con arreglo a la creencia dominante. Pero todo eso sin ver a ese ser que tiene delante. El pobre saldrá de allí mirado y remirado por las máquinas y los análisis pero sin ser visto.) No hay alteridad, el otro, lo otro desaparece, le ciega nuestra mirada mediada. ¡Dónde sentir hoy día bajo el dominio del audiovisual algo de lo que latía en aquellos versos del poeta!:  

El ojo que ves no es
ojo porque tú lo veas:
es ojo porque te ve.


Y esa contaminación audiovisual que rige el mundo actual no toca sólo a los ojos, toca también a los oídos, afecta a la posibilidad de oír dentro de este creciente barullo.¿Con el ruido dominante, con tanta opinión propia y tanta expresión personal, cómo se va a poder distinguir si alguna vez surgieran, en medio de tanta bulla, algunas palabras verdaderas?. No hay peligro, si alguna vez alguna voz acertara a decir verdad, no se la oirá. Ese es el beneficio primario del ruido para el Poder, impedir que se oiga y se vea. Los múltiples y variados elementos, están encaminados a la mera producción de ruido y confusión. Estímulos visuales en vertido constante de imágenes y sucesos: en eso consiste esencialmente la Información, y la Comunicación, que es la industria más potente del Régimen, la básica que mueve y sostiene el Régimen. Entreteniendo a sus súbditos, quedándolos de niños instalados en una expectante oralidad que nunca se satisface. Quedando así preparados para tragarse todo lo que le echen y comprar todo lo que le manden. 

Se produce y consume un barullo creciente, no un caos que se beneficiaría de azares abiertos, sino una avalancha, una desorganización formateada por una organización impuesta desde arriba tanto por la superproducción de chismes y obras como por su vano intento mismo de ordenación. El ejemplo del atasco automovilístico es muy elocuente a ese respecto. 

Bueno, pues tras esta somera introducción en la que queda planteado el conflicto y su contradicción, demos un paso más para indagar acerca de los propios términos “mirar” y “ver” y las relaciones con el propio lenguaje, las ideas y la fe. 

(Para ello hemos recurrido a tomar en préstamo algunas notas sacadas de una intervención de Agustín García Calvo acerca del tema y que nos han valido como detonante y reflexión y que me pareció oportuno traerlas aquí para mejor entendimiento del tema que nos ocupa esta mañana, máxime cuando ayer él mismo ya os habló de cuestiones directamente relacionadas con la incompatibilidad entre probabilidades siempre marcadas y las posibilidades sin fin.)  


*** Notas de A.G.C:  


1. -“Ver”, es algo que nos interesa, sobre todo, en cuanto se contrapone a “mirar”; dicho en otras palabras, en cuanto que es algo que nos pasa, algo que pasivamente recibimos. Eso sería el ver, el dejar ver a los ojos, que aquí vamos a llamarlo “el dejarse ver”. Se contrapone a algo que hacemos, algo donde activamente ponemos voluntad; es lo que representaría el mirar. Esta contraposición entre pasividad y actividad es lo que me interesa principalmente. (Esta distinción también se da como sabéis entre “oír” y “escuchar”).

Hay también entre ambos términos, “ver” y “mirar”, otras distinciones que apuntarían a una contraposición entre espacio abierto (resquicio, abertura, posibilidades, libertad...) y cierre (falta de distancia, ocupación, intencionalidad, apropiación...).  


2.- En cuanto a la contraposición entre pasividad y actividad, veamos qué nos dice la lengua. Hay lenguas del mundo extrañas a las de nuestra familia sobre todo, y también tal vez algo de esto había en la prehistoria de las nuestras, en las cuales se distinguen formas de predicado, que necesitan una especie de complemento, de persona o de algo asimilado a personas. Son palabras activas, verbos, por decirlo con el nombre que se da a esta parte de la oración en nuestras lenguas. A ellas se contraponen otras formas de predicado que no tienen eso. De forma que si algo que equivale a “mirar” entra en el primer grupo, algo que equivalga a “ver” o también por ejemplo a “estar”, entra en el segundo. 

Estos verbos, pues, no se presentan como verbos de la clase de los activos, de los que necesitan un sujeto, de persona. Que indican quién hace la cosa; son cosas que le pasan a uno, que le pasan a alguien.  Bueno, pues está claro que lo de ver entra en este grupo. En cualquiera de estas lenguas, lo equivalente a ver no sería un verbo que pudiera tener sujetos, sino un verbo que indicara la experiencia, la pasión de algo que a uno le pasa y, en todo caso, con un dativo, como “me duele” que indicará sobre quién, el hablante o tú a quien hablo o a cualquiera, recae esta pasión que el verbo o la palabra predica o anuncia. 

Parece, pues, que ‘ver’ está mucho más cerca que ‘mirar’ del sencillo aparecer.  


3.- Evidentemente, ver de verdad, en este sentido, será siempre algo que a uno le pasa, que le pasa no sólo por delante de los ojos, sino que al pasarle por los ojos, puede pasarle penetrando por el resto de su organismo o cualquier otra imaginería más o menos fisiológica que se os ocurra; pero, en cualquier caso, algo que le pasa. (A este sentido del ver como penetración aludía seguramente Robert Bresson cuando decía que una película, cuando acierta a ser verdadera, no está hecha para “pasear los ojos” sino para penetrar en ella y ser absorbido todo tú, enterró por cierto que Robert Bresson nos dió una buena lección sobre las cuestiones de azar y determinación que ilustrarían bien estas jornadas: Recordemos aquel burro, protagonista oscuro de su filme “Al azar, Balthasar”, al que le van ocurriendo cosas de rebote del permanente trajín de los hombres, siempre tentados de decisiones, presos entre dos ilusiones: el destino y el libre albedrío.) 

Pero volvamos a la pasión de ver. Esta pasión de ver se puede convertir en una acción. Esto está más o menos representado por la contraposición con el verbo mirar; porque, efectivamente, mirar es dirigir la mirada, dirigir los ojos, y eso sí que es algo que claramente yo hago, que “uno” hace. Dirigir la mirada es la facultad que los psicólogos suelen distinguir como atención. Ésta juega ahí un papel primario. Atención que indica, con la raíz de "téndere", la intención de dirigir en una dirección y en un sentido determinado el ojo, la mirada. Nada más contrapuesto, pues, a lo dejar ver a los ojos, dejarnos ver.  


4.-A este propósito, conviene recordar un poco a los otros seres, los seres sensitivos o seres vivos no pensantes. Es verdad que saber, saber en verdad sólo sabemos de nosotros mismos, sólo sabemos de los que saben; y, los animales sólo saben de los otros animales. Sólo sabemos de una manera ficticia, a través justamente de nuestras convicciones, de nuestras ideas, de nuestra ciencia. De forma que cuando uno trata de asomarse a los ojos de uno de los pobres animales domésticos que tenemos medio sometidos a nuestro lado, colonizados, por ejemplo de un perro[2], o más aún a los ojos de un gato que algo quizá más salvaje... tiene un temblor, tiene una extrañeza, siente una especie de tentación de reconocer que no sabe lo que allí hay detrás, por lo mismo que hemos dicho que saber saber, sólo se sabe de los que saben y sólo de los que saben se sabe: Estos versos apuntan a esa extrañeza: 

Nada está claro,
cuando el gato me mira
y yo miro al gato.

5.-Pero aún con esta dificultad primaria, conviene recordar un poco lo que zoólogos y psicólogos de animales dicen de esos otros seres vivos, cuando hacen experimentos respecto a su visión. Parece que en ellos la visión está condicionada de una manera muy estricta (me refiero sobre todo a animales superiores, a mamíferos, lobos, zorros, caballos y demás) por las necesidades prácticas, de tal forma que en el campo teórico de la visión sólo parece que se registre aquello que puede ser una amenaza, o un cebo para el alimento, o algo por el estilo. 

De manera que tenemos ahí, no vamos a decir un mirar, pero sí un condicionamiento de la atención por obra de la necesidad que limita extraordinariamente, no la amplitud del campo de visión si no la generalidad o vaguedad de ese campo y la restringe a puntos muy precisos que la necesidad práctica parece imponer. Bueno, pues os estoy sugiriendo que la situación a que se nos ha condenado a nosotros los humanos que vivimos bajo el dominio del audiovisual, puede, en este sentido, verse también como un regreso a esta situación que los psicólogos animales suponen para la servidumbre de los ojos a la atención, a la atención funcional que actúa como un mandato, una orden más que al juego. 


6.- En cambio, parece ser –sigo con anotaciones procedentes de la Psicología animal-, que nuestros primos los monos, entre los que nos encontramos, se caracterizan, sobre todo, por ser mucho menos condicionados en ese sentido, mucho más abiertos a una percepción visual que no está tan determinada por impulsos que el alimento o el miedo del ataque imponga y, con ello pues, tiene mucho que ver con esa otra forma de la percepción visual más complicada. Algún modo que ya tendría en cuenta lo que nosotros llamamos los colores. Los experimentos con los monos demuestran que la capacidad para la percepción cromática es bastante cercana a aquella de la que nosotros presumimos también. Parece que nuestra gracia humana sería disfrutar de una visión mínimamente condicionada, lo cual quiere decir, más parecida a la de una pasión de ver, a lo de un dejarse ver, a un juego, más que a lo de una atención forzada, voluntaria, venida desde la persona hacia el objeto de la visión. 


7.-Bueno, pues ahora saltemos a la Historia; es decir, al saber de aquello que sí se sabe, sin necesidad de intermedios de la Ciencia, ni de la Psicología, ni de ninguna otra interpretación del mundo. Nuestra historia hasta el momento que culmina -que es este en el que estamos ahora mismo- en el más perfecto y avasallador de los regímenes, que es el Régimen de la Sociedad del Bienestar o de la Demotecnocracia desarrollada, toda nuestra historia se nos aparece como una especie de progresiva sumisión, encerramiento, encarcelamiento, en el sentido de la utilización práctica, pero que en nuestra realidad actual, práctica quiere decir servil a lo que está mandado desde Arriba, al servicio de los intereses de los que mandan, sea desde el puro Mercado o desde las esferas de la Cultura y las Artes. Obediencia y asimilación de los modelos impuestos tanto por los intereses de Mercado como por los intereses de los Ministerio de los Estados. Y este servicio a los intereses de los que mandan, coincide hoy más que nunca con el servicio de los intereses de los que obedecen, en cuanto ya sabéis la dialéctica del amo y el esclavo Esto viene a suceder inevitablemente en cualquier desarrollo de estas sociedades. Pero de la manera más fastuosa en "la democracia progresada”, un régimen que está fundado en lo que se supone que es el interés de cada uno, pero claro con la condición de que sea cada uno, y se resigne a ser cada uno, que se resigne a ser su persona o sea un elemento consumidor y acatador de lo que esté mandado; sus intereses van a coincidir totalmente con los intereses del poder, con los intereses del dinero. Ésta es la gran astucia que hace que este Régimen sea el más perfecto y el más mortífero de todos los que la Historia nos presenta por ser el más penetrante y disimulado: el intento del Régimen demotecnocrático pretende la perfecta coincidencia más ajustada entre el interés de cada uno, del individuo, de la persona individual, (que es el núcleo básico y sustentador de las masas) y el interés de la Banca, de la Empresa, del Estado y del resto de las instituciones del Poder. 


8.-Y respecto a esto que hoy nos ocupa del ver y el mirar ¿qué es lo primero que nos manda el Capital?, ¿el movimiento del Dinero, qué nos manda?: En primer lugar: que hay que comprar chismes para ver y registrar lo visto, cuantos más y más novedosos mejor, que eso de ver a simple vista, desnudamente, es gratis y no puede ser. Y si se compran hay que usar los aparatos para enseguida cambiarlos por otros más perfeccionados, que no cese la compra, hay que usar los chismes informáticos, hay que usar la televisión y todo cuanto más rato mejor para cambiarlos frecuentemente por otros más modernos...Y, entonces, la pregunta estará viva, os la encontraréis viva y palpable, ¿)es que pueden servir de verdad para algo bueno si por debajo de todo están sirviendo para algo malo, o sea sólo para mover dinero? Quizá (a pesar de eso) en algunos casos pueden servir ( a mí a veces me sirven), pero, ante todo hay que estar conscientes de esa primera condena, estar alerta para que no sea fatalmente sólo para lo que el Poder los utiliza desde arriba. Es decir, para la compra y la venta y, por lo tanto, para la sumisión de lo que quede de pueblo y de gente, de lo que quede también de niño, de curiosidad viva, de mirada desnuda y desmandada. 

(Esta es la cuestión, digamos práctica o política. Cuestión primordial que hay que afrontar antes de iniciar cualquier disquisición más sublime o artística.) 


9.-Esto quiere decir, pues, que los sentimientos en general y entre ellos, en primer plano, éste que hoy nos ocupa: el sentido y sentimiento de la visión, están mediatizados quizá más que ningunos otros por los intereses que nos vienen impuestos y que al menos es importante que podamos reconocer cómo se someten al servicio, en ese sentido y, cada vez más, de tal forma que cada vez sea más imposible ver sin mirar; que tal como lo he presentado, resumiría nuestro deseo cada vez más imposible de ver sin mirar (como hacía la niña Ana de “El espíritu de la colmena” que cerraba los ojos para ver de verdad, para invocar al espíritu). Se pretende que sea cada vez más imposible dejar ver a los ojos, dejarse ver, más imposible correr el riesgo y la aventura de que a alguno le pase algo por los ojos, y por tanto también por dentro. Y que el obstáculo no es como el de antaño, la escasez de medios, la desnudez de los campos , sino bien al contrario la imposición de prótesis mediadoras y filtros tecnológicos, cada vez más y más variados la imposibilidad cada día de una mirada desnuda. (A.G.C) 

     Un ejemplo sacado de mi práctica docente: Os voy a poner un elocuente ejemplo que evidencia ese condicionamiento de nuestra mirada desde muy temprano: 

Yo trabajo en la Facultad de Educación de la UNED. Aparte de las asignaturas oficiales que imparto, uno de los trabajos que hago con más gusto es la dirección de un Curso de Formación del Profesorado sobre Cine y Educación, curso que también se imparte como Doctorado. 

Concretamente se titula: “Abre los ojos: el cine como arte, forma de conocimiento y recurso didáctico” en Educación Primaria y Secundaria y Superior.  

Los maestros ven conjuntamente con los niños (o con los muchachos) unas cuantas películas a lo largo del Curso y después las comentan, las dibujan, las cuentan, las analizan, las discuten etc... Las películas son elegidas de unos listados previos que les ofrezco según los niveles de edad. 

Pues veréis, este es el resultado de la experiencia después de varios años de funcionamiento: los niños cuanto más pequeños, o sea desde finales de la etapa Infantil y en toda la Enseñanza Primaria, siguen con gran pasión y entusiasmo las grandes películas del cine clásico aunque sean en blanco y negro, e incluso las mudas. Disfrutan con Charlot, con Tati, con Keaton. Y lo mismo les pasa con películas más recientes como algunas de Kiarostami: “¿Dónde está la casa de mi amigo?” o de Panahi: “El globo blanco”... E incluso se quedan boquiabiertos con películas complejas y misteriosas como “El espíritu de la colmena” o “La noche del cazador”. Parece que sus ojos estuvieran todavía relativamente libres del contagio de la estética televisiva dominante. Pero ¡ay! en cuanto crecen, y ya entran en Enseñanza Secundaria, parece que pierden toda esa soltura inicial de la mirada. Llegan ya a las aulas como formateados, dispuestos sólo a recibir el mismo pienso audiovisual con el que se les alimenta desde el televisor y las películas de éxito mayoritario. A partir de ciertas edades hay ya poco que hacer. Por ejemplo no soportan el blanco y negro ni tampoco un ritmo lento en el acaecer de las cosas. Padecen una necesidad compulsiva de ruido y acción atropellada. Claro, no todos, estoy hablando de la mayoría. Siempre hay unos cuantos que mantienen sus ojos abiertos más tiempo. La operación del Poder no es fatal ni total, siempre alguien, algunos se escapan. Y eso nos da fuerza y razón para seguir intentando esta labor a contratiempo. 



10.- El progreso de la Historia que culmina en este Régimen demotecnocrático se vuelca sobre el individuo personal, la fabricación de un individuo satisfecho y consustancial al Orden sin necesidad de dictadura ni represión. La operación consiste en un adiestramiento disimulado, pero constante, de la voluntad personal, del saber personal, la fabricación de la persona con sus necesidades y gustos personales que van a coincidir con lo que le manden y le vendan. Que vaya desapareciendo en nosotros todo lo que nos quedaba de niño o lo que nos quedaba de ser por lo menos como monos; es decir, capaces de dejarnos ver y de dejar que la visión jugara, jugara con nosotros. Los azares, los misterios, los caprichos que nos podrían remover quedan reducidos o estropeados no por la escasez de elementos sino por su extrema proliferación. No por falta sino por abundancia y confusión. 

Se podría decir que nacemos ya presos de la Realidad y que ella misma condiciona nuestra mirada que en cierto modo pasa de la limpidez de la infancia a ser una "mirada encarcelada". Me diréis que esto ha sido siempre así en cualquier civilización; sí, claro, pero el grado de condicionamiento se ha ido refinando hasta llegar a la situación actual en que poco tiempo se le deja a un niño ver sencillamente sin darle ordenes, instrucciones y aparatos mediáticos para que mire lo que está mandado mirar. 



11.- Los colores.



Vamos a recordar primero lo referente a los colores porque eso era lo más notable que, a propósito de los monos, por ejemplo decían los zoólogos y psicólogos animales: tienen la capacidad de sentir una gama que casi se diría infinita de sensaciones de colores distintos, que no sirven ya para la distinción entre sí o no, blanco o negro, o de rojo o verde. Bueno, pues en el mundo en el que os encontráis, mirad delante de cualquier semáforo de nuestras avenidas y ver para qué sirven los colores. Entre muchas otras cosas, los colores rojo y verde sirven para señales automovilísticas. Nos vale como ejemplo bien evidente de las limitaciones a las que se condena a los colores. O si no las múltiples muestras que nos da la publicidad en la pantalla y carteles de la asignación de un color a un producto con lo cual se opera también automáticamente a la viceversa: se asigna ese producto al color en cualquier otro lugar que tal color aparezca. Por ejemplo: el rojo a Vobafone, el azul a Moñistar. En fin que los colores en la Realidad son los que son, claramente definidos y están al servicio de las funciones que desde arriba se le dan. Nada que ver con las infinitas gamas de matiz del océano, de un bosque de pinos mecido por el viento o de un atardecer. 

A eso han quedado reducidos los colores. Tal vez alguien piense que el empleo de los colores para señales pudiera permitir que después se siga siendo perceptivo acerca de los colores en general. Pero esto no es así, nunca estas utilizaciones desde arriba son inocentes respecto a las capacidades que nos vienen desde abajo. Hay una lucha mortal entre unas y otras. 



12.- Tomo esta nota de Agustín García Clavo: «Pero esa dificultad de la que hablábamos para una mirada menos condicionada viene incluso de mucho antes. Viene del lenguaje mismo. Desde antes de la Historia, ya en el nivel mismo del lenguaje (que está por debajo de todas las culturas) los colores están en cierto modo condicionados por el lenguaje. Propiamente esa gama infinita de que os hablo se reduce a colores que se distinguen por el hecho de que el lenguaje, la lengua de la "tribu" correspondiente, ha llegado a desarrollar palabras que los distinguen; y sino, no se distinguen. También podéis acudir a los psicólogos que experimentan sobre colores y vocabulario, para daros cuenta hasta qué punto llega esa dependencia. Hay pues una sumisión necesaria, prehistórica, que se refiere al hecho mismo de la lengua. Existir, ser reales, sólo existen los colores que tienen un nombre en el espectro y sino, no existen. La gracia de que os estoy hablando es de aquello que no existe, que no esta sometido a realidad, que no se deja nombra, lo que está incluso por debajo del lenguaje mismo, donde la infinitud que se contrapone a esa distinción y contraposición de las gamas de colores». (A. García Calvo) 



13.- A propósito del color en el cinematógrafo



La realidad es en color. Así pues un arte de la realidad que, como el Cine, trata de mostrar 'lo real' (es precisamente su efecto de realidad su nota más característica) encontró en la alquimia de los colores la verosimilitud que necesitaba. 

Los colores establecen la delimitación de la realidad. Se supone que el color es más fiel para dar cuenta de "lo que pasa", y, de lo que se trata en el Progreso es de ir acercándonos lo más posible a esa fe perfecta en la realidad: creer en eso que vemos. 

¿Pero por qué cuando pensamos en el Cine de verdad, y nos llegan a la memoria algunos de sus fugaces destellos, los vemos en blanco y negro incluso de películas que han sido vistas en color? ¿Será que el color hace el día en la pantalla y lo que uno desearía, más bien, es perderse en la cámara oscura como si se entrara en la noche? ¿Será que nuestra infancia -a los que vivimos de aquél abundante milagro cinematográfico- se nos pintó indeleblemente en blanco y negro? ¿Por qué esa alquimia de la memoria -o la de la ensoñación- tiende a restituir ese estado primordial fantasmal, esa carencia primigenia? ¿Por qué se destiñe la vida para sentirla mejor? ¿Por qué las simas del miedo -lo más hondo de los humanos- también se abren en blanco y negro? 

Pasa algo parecido con los sueños. Hay una curiosa química del sueño en la que los materiales coloreados saltan sin sentido ni sucesividad, aparecen sueltos, luminosos, encendidos al aire y sin tiempo, arrítmicos como la caprichosa lava de un volcán. Esa fuerza inconsciente -o más bien subconsciente-, es recogida todavía bullente en el ensueño previo al despertar en el que ya aparece la mecánica de la sucesividad, la ordenación en el tiempo: aparece ya esa forma sucesiva y rítmica a la que llamamos "vida". Esa operación en duermevela -en mínima realidad- se da frecuentemente en blanco y negro y parece despertar mecanismos similares a los del cinematógrafo. 

¿Y no será que siendo el Cine un arte de la Realidad su primera acción como arte sería el desnudamiento de esa Realidad: volverse contra su propia sustancia en una operación cuasi metafísica, mirar hacia adentro para ver lo de afuera? Desde luego ¿cómo se puede pretender ver libremente la Realidad si el instrumento de visión del que nos valemos - el cinematógrafo- pretende ya en su procedimiento técnico y cada vez más lograr una copia perfecta lo más fiel posible de la Realidad, una reproducción exacta de lo que mira, o sea ser él mismo sumiso a la Realidad? pero ¿cómo ver lo invisible, lo que se escapa a la Realidad? porque la Realidad no es todo lo que hay aunque ella así lo pretenda. 


Es, quizá, precisamente el distanciamiento y la abstracción -que facultaba el blanco y negro junto a la mudez del cine de los orígenes (y antes todavía la artificiosidad mecánica de la imagen saltarina) lo que propiciaba la posibilidad de actuar: el cine no era sólo ver sino que era acción: operación; demolición de la Realidad empezando por la disolución del propio espectador que "vivía" aquello no como vivía la vida sino de otra manera más viva. Porque que la Realidad -tal como la vivimos en el mundo cotidiano- es 'ideal' no se ve bien a las claras; hay como un disimulo de que aquello se puede palpar: la vida, los rostros, los cuerpos son 'materia' (como dicen los físicos) carne, sangre, etc...; y es precisamente ese aura fantasmal del cine antiguo (envolviendo a esa "materia") la que de golpe y porrazo deja ver la 'idealidad' de la Realidad. Es, pues, el efecto des-realizador del cinematógrafo blanquinegro y mudo (por azares de una tecnología todavía imperfecta) el que le daba su indómito mirar todavía no sometido a los obligados progresos tecnológicos. Es ese efecto de idealidad, sobre la propia Realidad de la que trata, lo que le hacía inteligente y descubridor. No queremos decir con ello que no se pueda conseguir ese efecto a través del color. Tenemos ejemplos magníficos de acierto para encontrar esa diríamos subrealidad: por ejemplo en “Vértigo” de Hitchcock y por otros tratamientos del color en “El Río” de Renoir y muchas otras. 


Pero a nuestro propósito nos vale el caso del cine de los orígenes y su enorme eficacia y penetración popular (a pesar de su ausencia de color, su mudez y sus insuficiencias técnicas o quizá por ello). Con motivo del progreso de los grises a los colores, se muestra como una deficiencia, una imperfección y aún torpeza de la técnica puede actuar como inspiración, por ejemplo para el descubrimiento de la falsedad de la Realidad. En el cinematógrafo mismo, la aventura del color vino precedida por el paso a la continua de la fotografía saltuaria o saltarina del movimiento, que, inspirada por la deficiencia técnica, servía, por su propia condición rítmica, para revelar la maquinalidad del movimiento de los personajes de la Realidad. El progreso hacia el color, cada vez más realista, desde los grises es un paso en el mismo sentido: la sumisión a la Realidad, que elimina los peligros de la denuncia de su falsedad por medio de su imagen. 


¡El cinematógrafo, qué maravilla! Ya no se trata sólo de fotografiar y reducir a imagen un momento, que ha quedado reducido justamente 16 a momento, es decir un momento determinado gracias a la foto. Porque sin la foto ni habría sido momento ni nada. Habría sido la continuidad. Pero ya no basta, para cazar la vida, para convertirla en muerte de una manera más eficaz hay que cazar el movimiento mismo también. Así que ¿decía usted que la imagen fija no valía porque estaba inmóvil, estática y, por tanto, no reflejaba el transcurso del río heraclitano de la vida y todo eso? pues ahí tiene usted, le voy a fotografiar el río heraclitano, le fotografío el fluir, el transcurso y entonces, tiene ya el cinematógrafo. Como podéis ver, es un progreso la fijación de aquello inasible, inconcebible, que estaba por debajo de nuestras ideas y de nuestros saberes, la vida. Ya en ese sentido creo que fue Bazin quien dijo que el Cine era un arte funerario. 


14.- Sí, me diréis, pero ¿cuándo han florecido más las Bellas Artes en general? ¿Es que no va usted a un museo y no percibe hasta qué punto se juega con los colores, y todo eso? Pero ¿cuando ha habido más producción de películas y festivales que en estos últimos tiempos?... Bueno pues no me convencen, no me convencen las miles de exposiciones, ni los cientos de museos, ni la cascada de películas y videos... y si que me parece que su proliferación y abundancia es más bien el complemento redentor de la creciente incapacidad para alzar los ojos y ver. Un dejar ver a los ojos, de repente, de dejarse ver, en “una mirada sin dueño” que descubren estos versos de Claudio Rodríguez: 


ALTO JORNAL

Dichoso el que un buen día sale humilde
y se va por la calle, como tantos
días más de su vida, y no lo espera
y, de pronto, ¿qué es esto?, mira a lo alto
y ve, pone el oído al mundo y oye, […]

15.- Relaciones de la visión con la fe. 

Qué es con lo que todo esto está consiguiendo el Régimen en el momento de su culminación, que es éste el que hoy padecemos. Está tratando de conseguir lo que se puede decir así: "que creamos lo que vemos”. Esa es la moderna fe: la fe audiovisual. Que consiste en “creer en lo que se ve” en contraposición con la vieja fe de las religiones más arcaicas que mandaba “creer en lo que no se ve”. “Creer en lo que se ve” esa es nuestra fe, la que nos corresponde hoy día. 

Pero alguno de vosotros habrá que pensáis que no hace falta creer en la realidad, en lo que se ve. ¿Qué falta hace creer? ¿Qué falta hace tener fe en lo que se ve? En la realidad no hace falta creer. Bueno, espero que después de lo dicho, seáis un poco menos ingenuos en ese sentido, y no penséis que a la realidad no le hace falta que se crea en ella. Es preciso creer en lo que se ve, y sin fe no hay realidad alguna. Esto podríais deducirlo inmediatamente. Todos los días por el "órgano de educación supremo" que es la pantalla de la televisión os están mostrando qué y cómo es la realidad. Os están haciendo historia del momento mismo en que se está produciendo el hecho: la realidad sólo se sostiene por la fe. Por eso la pregonan todos los días desde la pequeña pantalla y desde cualquier autoridad. Si la realidad fuera tuviera fundamento de por sí y fuera algo incuestionable no sería necesario que nos la publicitaran tanto. 

Y así se nos repite una y otra vez desde niños que la realidad es todo lo que hay. Esa es su falsedad constitucional: que la realidad pretenda ser todo lo que hay. Eso que vemos es lo que creemos y lo que creemos es lo que vemos. Se podía decir continuando aquel slogan popular de la propaganda de antaño: “Si no lo veo no lo creo” que “sólo si lo veo lo creo” en el sentido tanto de creer como el de crear, y de tal suerte que también se podría decir al revés que “si lo creo lo veo”, y así en esa retroalimentación entre ver y creer vamos viviendo. 
      Como veis, no distinguimos entre fe y saber. Ésta es una distinción que se hace para equivocar; fe en este sentido que se aquí usamos no es ningún movimiento del corazón, no es nada como pretendía ya la vieja religión, nada de sentimiento, es una sumisión ideal, casi hasta científica se podría decir, pues nuestra religión es ahora la ciencia positiva. 

16.- En definitiva, como ya apuntamos en nuestra introducción, creer en lo que se ve es casi una tautología después de lo que hemos dicho. Porque idea es una palabra griega relacionada con ver; idea y eídos son en griego “aspecto” o “figura”, son lo que se ve, pero también y sobre todo lo que permite ver o haber visto algo. Por tanto “idea” y “visión” vienen a ser la misma cosa. Pero también “eidénai”, perfecto del verbo que en griego significa “ver”, significa también por ello mismo “saber”, o sea que la lengua griega nos dice que “saber” es “tener visto”[3].

Aunque a los ojos pertenece propiamente la visión, usamos también los términos “ve” y “mira” como sinónimos de conocer y saber. Por ejemplo, se dice “mira como huele” o “mira qué duro”. Y más todavía se dice “ve ahí” para mostrar la mera presencia de lo que hay. 
 «Y respecto a la última sublimación y conversión del ver en fe y viceversa hay que hacer notar lo siguiente: resulta que la realidad, no es realidad sino por su propia idea y las ideas de las cosas correspondientes. Sin idea no hay realidad, sin ideal no hay poder. De manera que resulta que este viejo verbo, ver, ha venido a instalarse entre nosotros. No en la lengua vulgar, pero sí en el lenguaje culto, en forma de idea, de ideación; que es justamente el nombre que acabo de identificar con el acto mismo, con el hecho mismo de la creencia, de la fe. Puesto que, saber, tener una idea, hacerse una idea del mundo y de sí mismo, es semejante a creer en ella, creer en el mundo y en la realidad, creer en sí mismo. Y esto es lo que mata, pero nunca del todo puede aniquilar las posibilidades de sentir, de vivir y de razonar. Todavía se puede hablar y razonar desmandadamente sin servir a ninguna idea ni ideal.» (A. García Calvo) 

17.- Algunos apuntes acerca de la pintura.

    Aunque también es verdad que tenemos que reconocer que hay quizá algo anterior al lenguaje, del orden de la pintura o más bien diríamos una suerte de pre-pintura, que se nos parece vislumbrar en esa facilidad asombrosa que tienen los bebés para garabatear y pintarrajear colores en un papel blanco. Habilidades que en muchos casos muestran incluso antes de la maduración del lenguaje. E incluso a partir de los tres meses, más o menos, vemos cómo los bebes se miran como asombrados la mano y la giran de un lado para otro tal como si en el aire dibujaran unos trazos imaginarios, como si sus deditos estuvieran movidos ya por alguna habilidad ciega del orden de un misterioso atrapar y soltar... 

        Estos versos dan cuenta de esa fijación temprana: 

Embobado el crío
con su manita:
no sabe hablar
y ya pinta.

   Todos recordáis que antes de la Historia tenemos testimonios pictóricos. También de las cuevas de Altamira. Son cosas claramente anteriores a la escritura, anteriores a la Historia. No hay nadie que sepa para qué servían, para que había que pintar aquello. Todos conocéis las hipótesis que se han desarrollado por parte de pre-historiadores y demás. Pero la gracia está en que no se sabe para qué servían. 

Pero después, en la Historia la pintura se desarrolla; por un lado, como decoración, complemento de la Cerámica, o complemento de la Arquitectura, ya sabéis cómo. Por otro lado, como representación. Y en este segundo sentido, no en el primero, se parecería a la fotografía, que es su progreso en cuanto fijación de una unidad de tiempo. Pero todo el mundo sabe que, ocasionalmente, este arte muchas veces entrecruzándose el intento decorativo fabricador de bellezas ornamentales y el intento reproductivo de la realidad, ha acertado a ser alguna vez una denuncia de la realidad. Evidentemente es raro porque no todo el arte que tienen los museos responde a esto, pero la pintura ha acertado alguna vez a ser una denuncia; como a veces la poesía era una denuncia de la mentira de la realidad. 

Los trucos que se han seguido con la pintura serían largos de desarrollar. ¿Cuál ha sido el procedimiento del Régimen para evitar que la pintura pueda descubrirnos alguna vez la mentira de la realidad? Pues el mismo procedimiento de siempre. Ya sabéis, los museos, las exposiciones y la floreciente industria del comercio del Arte y la promoción de las sucesivas oleadas de pintores. El barullo institucionalizado y organizado. Desde el momento que esto queda sometido a la cultura, que la cultura lo abarca todo en forma de museos, pero, sobre todo, en forma promoción constante de galerías, de exposiciones de nuevos talentos, de firmas. Entonces ya el peligro queda reducido al mínimo. Todo lo que se haga, cualquier intención de protesta incluso a través de la pintura, ya va a estar integrado, sometido, a esto que he llamado la Cultura, que es un aparato importante del Poder en este Régimen. Esa Cultura de los Cultos y ese Arte de los Artistas no es otra cosa que Dinero. Hoy día no podemos engañarnos la Pintura (y no digamos el Cine o la Publicidad que de por sí mueven tanto dinero) están en su mayoría integrados y asimilado al Poder, sea el del Capital, el del Estado o el del Autor mismo. La Firma es el dinero que más crece, una inversión segura. Hoy la firma se traga al cuadro. Si después queda algo de verdad o de hermosura, de descubrimiento de lo desconocido, por debajo de tanto dinero, será a pesar de ello. 

Pero había que plantear el conflicto, descubrir el obstáculo, caiga quien caiga, esa es la cuestión política previa antes de entrar en el Arte mismo y en las Técnicas que nunca son tan neutros e inocentes como se nos quieren hacer ver. 
18.- Pero es preciso también decir para ser justos, y retomando nuestra contraposición inicial entre ver y mirar, que: 

si ante el Cine o la Pintura y por amor a la verdad, o por milagro, alguna vez la cosa al contemplarla nos arrastra a esa pasión de dejarse ver, de dejar ver a los ojos, es porque antes ha habido un mirar atento, muy atento, una mirada paciente, la del pintor, la del cineasta, la del creador de imágenes. Se podría decir sin demasiado engaño que el pintor o el cineasta que logra acertar a movernos a esa pasión del “dejarse ver” es aquel que gracias a su habilidad y paciencia ha sabido cargar él personalmente con el peso de la cruz, con el esfuerzo del mirar y el volver a mirar atento, alerta, para liberarnos a nosotros de ello. Él estuvo velando para despertarnos en el instante preciso. Pero también para despertarse a sí mismo, porque el primero que recibe el fruto en flor de su velar es el propio pintor, el propio cineasta. 

Ese velar alerta, atento, a veces –no siempre- propicia el milagro del un desvelar, un desvelamiento de la realidad y de uno mismo. Una lucha de la mirada personal para acceder a lo impersonal. Sería, pues, responsabilidad del artista el volverse contra su propio mirar, contra sí mismo, contra su saber para desvelar algo no sometido a la idealidad de la realidad ni a la idea de arte. (A continuación veremos un ejemplo vivo de descubrimiento de lo desconocido, cómo funciona el milagro con una sola condición previa: no saber de antemano: veremos la película de Erice el Sol del membrillo que nos va a mostrar en imágenes algunas de las razones que yo he intentado aquí razonar). 

Ese descubrimiento es su pago inmediato, nada que ver con el dinero de después. Esa luz le viene de afuera como un don de lo alto que le borra el esfuerzo del trabajo y la firma personal y le hiere gozosamente a él -al artista- no como autor sino como a un desconocido, como a un cualquiera. 

Y terminamos con este pequeño poema que juega con los confusos límites que para los humanos hay entre lo vivo y lo pintado: 

¿No veis cómo avanza
el aldeano
guiando con su vara
los bueyes del carro?
De espaldas anda 
por el trazo blanco; 
nubes quietecitas 
en pastel morado, 
hilera de chopos 
de amarillo cromo 
de fino rasgo. 
Y él hacia la izquierda 
sigue, sigue andando, 
hasta que ¡zás! 
chocó con el marco. 
No había visto 
que ahí terminaba el cuadro.



(Isabel Escudero. Poema de Cifra y aroma. Hiperión, 2004) 


[1] De las JORNADAS SOBRE COMUNICACIÓN AUDIOVISUAL: ESTRATEGIAS DE LA TRANSPARENCIA Facultad de Ciencias de la Comunicación Santiago de Compostela 18 de Julio de 2007 

[2] Recordemos aquí el poema de don Miguel de Unamuno “A Remo, mi perro” 


 [3] Respecto a la relación entre “ver” y saber recomendamos el capitulo I sobre todo del libro “Modos de ver” de John Berger. (Editorial GG . Barcelona 2000) 


miércoles, 17 de diciembre de 2014

Rosa Montero OCULTO TRAS LAS PALABRAS

 


P. Se conoce muy poco entorno a su vida. Se sabe de su expulsión de la Universidad, junto con Aranguren y Tierno. Ha dedicado media vida a destruir lo que le han hecho ser en la otra media. Ronda los cincuenta años y en su alambicado discurso termina definiéndose como «un ejemplo bastante aceptable de persona corriente».

R. Antes de que le dé usted a ese chisme quisiera puntualizar dos cosas, una respecto al método y otra al objeto. 

(Encendidos los cigarrillos primerizos para cubrir el vacío inicial, intercambiados esos saludos mecánicos de siempre, tan a la espera de, e instalados más o menos apropiadamente en unas sillas, yo había intentado cándidamente poner en marcha el magnetófono y comenzar así la entrevista;)

R. En cuanto a lo primero, guardo unas experiencias bastante desagradables de las entrevis­tas que me han hecho con magnetófono. Porque...


Palabras, palabras, palabras. El aire en torno a su cabeza se espesa en silabas dichas o por decir y se hace hasta tal punto tangible que una llega a esperar, entre maravillada y sobrecogida, que Agustín García Calvo se manifieste en toda su gloria y aparezca fulminantemente nimbado por un halo fonético. Antes de comenzar la entrevista, pues, habrá que hablar, discutir y precisar durante largo rato. Da una chupada a su cigarrillo inglés y dice que, claro, puesto que una entrevista es en definitiva un texto escrito más, es tal vez preferible escribirla desde el principio, y así. «en las últimas entrevistas he llegado prácticamente a dictar», sin intentar resolver el conflicto entre palabra hablada y escrita, «porque se tiene la ilusión de poder reproducir la palabra hablada y eso es imposible», aunque, añadiera inmediatamente, siempre en guardia consigo mismo, «habría que discutir también la ilusión de la escritura». 


P. ¿Y respecto al contenido?


R. En cuanto a eso, es que no quiero hablar de mi persona. No quiero fomentar la curiosidad morbosa que la gente siente por lo privado. Si algo de lo que digo vale, ahí está ello.

Es la suya, sin embargo, una insistencia amable y pálida, puede que tímida. Sus objeciones no resultan irritantes, obcecadas ni gratuitas: forman parte seguramente de su manera de ser él mismo. Al final accederá a usar magnetófono y terminaremos hablando de cosas personales. Y esta claudicación, en la difícil y rigurosa trayectoria en la que García Calvo vive, debe ser una más de sus muchas e inevitables derrotas cotidianas.


P. En los archivos, en los servicios de documentación que he consultado para hacerle la entrevista, no hay un solo dato suyo de tipo personal, precisamente. De usted se saben las ocho detenciones, el exilio, su trayectoria pública. De usted se conocen los miles de folios que componen su obra. En definitiva es usted sólo como un montón de palabras, nada más. ¿No puede ser esto un peligro? ¿No se pierde vida?



R. Plantea una serie de problemas casi metafísicos en torno a la persona con todo esto que me ha dicho. Voy a desenredar dos o tres de ellos. En primer lugar hace referencia a unos cuantos datos anecdóticos o históricos que yo nunca he tenido especial interés en ocultar ni en publicar. Y da la impresión que esos datos anecdóticos le parecen algo relativamente superficial, que por debajo hay otra cosa. Yo soy descaradamente escéptico respecto a eso. Pien­so que esto que se llama persona es efectiva­mente un personaje teatral, que no es más que teatro, que las diferencias consisten en la cali­dad: a veces se hace un teatro mejor y a veces peor. Y lo que se llama sinceridad normalmente no es más que mal teatro, un teatro naturalista al estilo del siglo pasado, para seguir con la com­paración. Y pienso que si uno tuviera la capaci­dad de ser continuamente ingenioso, nunca tendría que recurrir al fácil expediente de ser sincero. De manera que ya ve que la visión de la personalidad, de la persona, es en mi eti­mológica. A alguien le puede parecer esto desconsolador, pero solamente será a aquel que tenga una especie de fe, casi de religión, en la persona. Quien no la tenga, al contrario, puede encontrar esta concepción teatral de la vida de las personas consoladora y alentadora. Otra cuestión que plantea es la relación entre todo esto más o menos biográfico y la producción de las palabras, y me pregunta si no me da miedo la posibilidad de quedar reducido a ser ese montón, o más bien serie, de palabras escritas u orales... Desde luego hay una parte en mí, que a lo mejor no es mía, que desearía perderse por ese camino. ¡Qué más quisiera uno que poder decir «no soy más que una voz» !Por desgracia esto no se cumple nunca, uno, aparte de una voz, es siempre una historia, y además, por doble desgracia, lo uno tiende a mezclarse con lo otro, es decir, que las posibilidades de verdad o de hermosura que pudiera haber en la voz están continuamente amenazadas por la intromisión de los intereses históricos y personales que usted dice que están por debajo, y que pueden estar por debajo o por encima, dependiendo de la concepción de los niveles del alma, según Freud u otros. Por debajo o por encima el caso es que están comprometiéndose y estorbando todo. Uno está siempre demasiado condenado a ser una persona. Y el intento de liberar un poco la voz, de dejar que a través de uno pasen palabras que no se sabe de dónde vienen ni a dónde van, es un intento constante, dificultoso. El conseguir esto es una aspiración de algo que hay en uno, a lo mejor de las palabras mismas, que quieren verse libres. Luego hay otra parte, que eviden­temente tiene que tener miedo. Tiene que tener miedo de perder su persona como tiene miedo de morirse. Una parte que puede ser muy considerable, puede ser una fuente de preocu­pación y angustia, pero que no por eso tenemos que hacerle demasiado caso, creo que hay más bien buena razón para despreciarla, sin que se sepa ya a estas alturas quién es el que desprecia y qué es lo que se desprecia.

Es Agustín García Calvo la más perfecta máquina de hablar que he conocido. Una máquina de alta precisión, exacta, prodigiosa. Pero lo más portentoso de todo, a no dudar, es que lo que dice tiene sentido. Su discurso es impecable: avanza como una espiral demole­dora, dando vueltas sobre sí mismo para sos­layar las trampas conceptuales. Le viene chico el lenguaje, desvirgado como está por el peso de significados establecidos, y por ello lo destruye. Buscando una nueva expresión imagina un nuevo mundo, y ahí, en esa tierra de nadie, haciéndose y deshaciéndose en un continuo, flotando en un magma de cosas a las que él se niega a denominar para no institucionalizarlas («lanzarse a defender cosas como el amor y el placer es una equivocación porque en el mismo acto de defenderlas las denominan y éste es un peligro de que lleguen a ser». Por favor, 1978), destrozando meticulosamente todo lo que es e intentando no ser con una aplicación enterne­cedora, este Agustín García Calvo de elástica mente se balancea, acróbata magnífico, sobre un alambre mágico y circense: un alambre que, a estas alturas, una ya no sabe si encuadrar en el ser o en el no siendo. Y en su vandálica alegría es algo así como un Atila incruento y zamorano que agosta a su paso los campos de rutinarias y malas hierbas.


P. No sé nada de su vida biográfica, como ya he dicho, pero si le parece podríamos intentar un juego. Adivino en usted, por ejemplo, un matrimonio temprano y quizá una adscripción a las congregaciones marianas o algo así en la adolescencia.


R. Únicamente me queda, si quiero acceder a entrar en el juego biográfico que me propone, me queda hacer teatro, claro. No decirle menti­ras, pero haré teatro con los datos que me pa­rezcan más útiles para ello. Me limito a centrar­me en sus adivinaciones. Ese personaje más bien odioso que citan, pensador ácrata, ca­tedrático, etcétera, está hecho no por mí, sino por mí y los demás, como todos los personajes de cada uno, supongo. Efectivamente este perso­naje está hecho a base de materiales más o me­nos lejanos, más o menos verdaderos. Estos materiales están simplificados, se ha practicado sobre ellos una continua abstracción, por parte de la opinión ajena, por parte de la opinión de uno, que hace que al final quede reducido a mero pretexto, a pura significación. Respecto a lo que puede haber en esos restos históricos, respecto a sus conjeturas, acierta en una y se equivoca en otra, lo cual es bastante significati­vo, me parece, y por eso me detengo en ello. Es verdad como dato histórico lo del matrimonio muy temprano, porque mi hijo mayor tiene diecinueve años menos que yo, pero en cambio no tiene ninguna razón lo de mi adscripción en la adolescencia y ni siquiera en la niñez a nin­guna congregación mariana o sociedad de otro tipo. Mi educación fue más bien laica, sobre todo gracias a mi padre, cuya memoria aprove­cho para honrar en este momento; no estudié nunca más que en escuelas e institutos naciona­les ni estuve nunca inscrito en ningún tipo de congregación ni sociedad. Lo que había de reli­gión en mi vida eran discusiones muy interesantes, discusiones teológicas que alguna rara vez tuve con mi madre, que era muy pro­fundamente religiosa, pero que tampoco me forzó nunca a la práctica de los ritos católicos más allá de una cierta edad, más allá de mi primera comunión. Y la verdad es que, en el nivel de la vida cotidiana, eso es todo lo que tuve que ver con religiones.


Claro que Agustín García Calvo también es o no es ese personaje de delimitados perfiles ex­ternos que todos conocen, aquel catedrático de Filología Latina que fue expulsado de la Uni­versidad en el 65, junto a Aranguren, Tierno Galván y otros, que entre el 65 y el 69 fue dete­nido ocho veces, que fue confinado en Níjar en el estado de excepción, que en el 69 se exiló a París, en donde mantuvo una célebre tertulia en el café La Boule d'Or, que dio clases en Nanterre y Lille, que, por fin, a principios del 77 volvió a España y a su cátedra. Y también es o no es piedra fundamental de la Comuna Antinacio­nalista Zamorana, nacida en Paris, que dio a la luz diversos y sustanciosos comunicados. Y así, de forma individual o comunal, García Calvo es autor de varios panfletos (sobre el marxismo, sobre los modos de integración del movimiento estudiantil, el Manifiesto de la Comuna Antinacionalista Zamorana, el Comunicado urgente contra el despilfarro), libros en prosa y verso (Sermón del ser y el no ser, Cartas de negocios a José Requejo) y obras de teatro: Feniz o la man­ceba de su padre y la tragicomedia musical Iliu Persis. Se le define como pensador ácrata y es a no dudar un personaje fundamental de la Es­paña de hoy, un hombre al que algunos juzgan pintoresco y que otros mitifican. Porque, como prueba palpable de la vitalidad maléfica que pueden tener las cosas cuando se ponen a ser, García Calvo ha sido tomado por muchos jóve­nes de anhelos contraculturales difusos por un dios de recambio, por un profeta de bolsillo.


P. He dicho lo de la congregación mariana porque quizá advierta en usted una especie de misticismo a la hora de concebir su no mundo, una concepción casi religiosa pero en negativo.


R.  Creo que le entiendo. En este momento habla como muchas veces he oído hablar a la gente y con un motivo que es bastante fácil de comprender y de discutir. Es que se piensa que cualquier negación se hace en nombre de una afirmación, de alguna creencia más o menos oculta. Es comprensible que se piense de esta manera, porque uno está acostumbrado a un proceso que todos los días se produce, que es que el lenguaje activo, o sea, el habla, empieza por negar. Y entonces, en el momento siguiente, apenas la negación viva ha funcionado, se reca­pacita y se concibe aquello mismo en que se ha estado negando, y aquello, naturalmente, se vuelve algo positivo en el momento en que se recapacita sobre ello. Yo digo, por ejemplo, «no al trabajo», y en el momento siguiente ese no al trabajo se convertirá en algo perfectamente positivo como ocio, zanganería o cualquier cosa por el estilo. Este proceso es constante, de modo que no es raro que usted y la gente en general piense que cuando se está negando ya se está partiendo de una fe. Bueno, a mí lo único que me mueve a seguir hablando es que no creo que esto sea necesario, que sea fatal. Sé que uno en cuanto a persona, en el sentido que antes decía­mos, está siempre condenado a tener demasiada fe y a seguir creyendo en demasiadas cosas, porque la persona está hecha, como Dios, a base de fe. Pero el proceso para destruir esas creen­cias o ideas que lo sustentan a uno no tiene por qué ser un proceso vano. A lo mejor, aunque no esté demostrado, es verdad que se puede destruir sin que esto signifique que esté uno fatalmente condenado a reconstruir, es decir, a  reconvertir en ideas positivas aquello que em­pezaba siendo negación de ideas. De manera que cabe, aunque digo que no está demostrado, que uno pueda irse limpiando relativamente de creencias y de fe. Desde luego en mi deseo y en mi intención yo lo que estoy es cada vez más pobre de todo esto.


P. Habla usted de esa larga marcha que su­pone el ir limpiándose de creencias. ¿De cuántas se ha librado usted? Aunque ésta es una pre­gunta que no se puede responder numérica­mente, me gustaría saber un poco cómo ha sido el proceso interior de cambio, de ese cambio que también se ha reflejado externamente desde aquel García Calvo que,  según me ha contado un discípulo suyo, iba a dar clases vestido con una gabardina de exhibicionista hasta el de hoy, que usa ropas digamos mucho más imaginati­vas.


R. Efectivamente, a esa pregunta de cuantas creencias he perdido no se puede responder con números, como dice, aunque tal vez se pudiera responder si yo no tuviera tan mala memoria. Más tarde le podré citar algunas de aquéllas que me parecen importantes, es decir, de aquéllas cuyo peso debía ser considerable en el manteni­miento de la estructura de mi persona, puesto que al perderlas he sentido un gran alivio. Pero antes quiero aludir a lo de la vestimenta. Ya le he dicho que no tenga nada contra el teatro, y que poco a poco he ido sintiendo que lo más honesto que se puede hacer en la vida de uno es aprender a hacer mejor su teatro. La vestimenta tiene su importancia en el teatro, como sabe, y efectivamente, me resulta curioso repasar la historia indumentaria de estos últimos años. Cuando yo era un muchacho y empecé a dar clases en el Instituto y en la Universidad, muy pronto, recién acabada la carrera, era muy difícil permitirse extravagancias vestimentarias. No me fallaba entonces deseo también y además lo intentaba, aun contra la corriente. Pero, la verdad es que tengo que reconocer que hasta los veintitantos años o más accedí a ves­tirme con trajes de estos espantables que han dominado ya cerca de un siglo la indumentaria masculina, con su pantalón y su chaqueta y hasta su corbata. Era difícil encontrar entonces, y lo intentaba, una tela verde oscura o una tela violeta para un traje de hombre. Las épocas de la gabardina morada a la que aludes y un posterior abrigo con un cuello de piel verde oscuro con el que me sorprendió todavía el pro­nunciamiento estudiantil en Madrid eran un poco distintas, pero seguía siendo realmente muy difícil sin hacer un esfuerzo y una violencia desmesurada intentar hacer nada en cuanto a vestimenta. Justamente fueron los años sesenta, con el pronunciamiento estudiantil y los movi­mientos concomitantes, los que me permitieron dejar de sentirme tan extravagante en la vestimentaria como hasta entonces me había senti­do, porque entonces entre los estudiantes y la gente joven por lo menos empezó a desarrollar­se muy rápidamente la tendencia a romper con el uniforme de la moda masculina tradicional, y con la asimilación más o menos intensa de las sugerencias de los que entonces llamaban hip-pies, la verdad es que se volvió muy fácil no sólo vestirse un poco teatralmente sino pasar relati­vamente desapercibido, sin que aquello fuera demasiado violento ni escandaloso. Es para mí un motivo de tristeza que estos últimos años de los setenta hayan representado una marcha atrás a este respecto. Resulta que he vuelto a ser más bien extravagante en vestimenta, más que en los sesenta, y no por culpa mía, porque du­rante estos últimos lustros no creo que haya aumentado ni disminuido mucho en el grado de extravagancia, sino precisamente por la vuelta a la normalidad, a la ortodoxia y a la seriedad, unas veces tradicional, otras veces militarizante, en los uniformes no sólo de los chicos sino de las chicas también, que con pretexto de lo práctico se han adscrito al pantalón y se han dedicado a vestirse con colores y formas si no militares por lo menos serias. De manera que lo siento, y una de las cosas que pienso hacer cuando me venga a la cabeza y tenga tiempo es incitar a la gente que tengo alrededor para que vuelvan a mejorar este aspecto del juego teatral que es la indumentaria. Creo que con motivo de esta salida por la histo­ria vestimentaria he dicho ya gran parte de lo que quería saber, respecto a la pérdida de creencias, pero no quiero incumplir mi promesa de citar las más pesadas. La verdad es que yo, mientras estaba, por ejemplo, en el matrimonio o estaba en la enseñanza, creía firmemente en lo uno y en lo otro, y que mi ruptura con lo uno y con lo otro coincidió con la pérdida de la fe. De manera que la práctica y la denuncia teórica han venido en mí bastante ligadas, con fases, natu­ralmente, de conflicto más bien desgarrador. No te hablo de las formas de creencia más ar­caicas, como las típicamente religiosas, que para mí acabaron de perderse casi del lodo ya entre los doce o trece años y desde luego desde los dieciséis o diecisiete. Pero estas otras sustitutas, y principalmente la fe en la familia nuclear o matrimonial y la fe en las instituciones pe­dagógicas fueron más difíciles de erradicar. La fe en las instituciones pedagógicas, en mis pri­meros años de docencia, que fueron quizá de­masiado tempranos, sin que me diera tiempo a pensar en qué me metía, llegaron hasta el extre­mo, y es una confesión que hago con mucha vergüenza, de creer en la justicia respecto a calificaciones y todo eso. Hubo dos o tres años en el Instituto en que suspendía incluso, y trata­ba de hacerlo, naturalmente, de la manera más justa y más sería. Esto pasó pronto, pero de todas maneras conservaba una fe en la posible eficacia de una labor de enseñanza. El experi­mento que me llevó a desconfiar de esto, a ver cada vez más claro que había un conflicto irre­parable entre la intención de descubrir en común con otros y conversar o discutir con otros, y el hecho de hacer esto dentro de una institución pedagógica, fue un proceso largo y bastante doloroso para mí, que termino con muy dichosa coincidencia cuando los estudian­tes comenzaron a removerse en España en el 65. Yo había tal vez un año antes entrado en crisis definitiva con mi profesión como profesor de Universidad, y esta coincidencia me permitió sentirme sin más entre los estudiantes como si todos hubiéramos estado toda la vida pensando lo mismo, aunque no nos lo hubiéramos dicho. 

 P. Y la familia...

R. Con respecto a matrimonio y familia suce­dió algo parecido. La verdad es que no he intentado nunca de una manera muy constante reemplazamientos por otras instituciones de convivencia cotidiana. Las hordas o clanes en los que vagamente he estado metido han sido más bien cosas pasajeras, muy poco coactivas. En fin, mi tendencia, desde luego, es más bien hacia eso, hacia una vida un poco de horda, relativamente desorganizada, donde los com­ponentes no sean ni en número fijo, ni, desde luego, ligados por estructuras muy precisas, y, por tanto, esto que puede ser revolucionario por un lado es, al mismo tiempo, de lo más tradicio­nal, porque significa la vuelta a la antigua fami­lia de nuestros pueblos, la familia de tíos, abue­los, cuñados, yernos y demás parientes, que viven en varias casas más o menos interrelacionadas, con osmosis entre sí. Pero todo esto es a nivel vago y experimental, porque como le he dicho, lo que rehúyo es que la rotura con una cosa se convierta en la creencia positiva de otra.



P. Usted ha dicho varias veces que la nega­ción de la familia tradicional ha dado como resultado una pareja institucional que es aún más horrible. Lo cierto es que la familia está en crisis, la pareja también. Y, sin embargo, nece­sitamos relacionarnos los unos con los otros...


R. En primer lugar, habría que precisar que el ataque contra la familia nuclear, a la cual puede usted llamar estatal, se hace porque esta es la forma actual y dominante, es decir, que las instituciones tienen una cara eterna y luego tienen manifestaciones del momento, y aunque uno no olvide nunca la cara eterna de las insti­tuciones, uno tiende a atacar aquellas institu­ciones que le tocan más de cerca, que le parecen más peligrosas y dominantes, de modo que no es cosa que uno se ponga a atacar las formas de convivencia de clases de la Polinesia, sino las formas de familia que uno padece de forma más directa. Por eso, no hay que confundir esta institución de la familia nuclear con la de la pareja, porque la de la pareja es algo que toca, más bien, a eso otro de lo eterno, yo no voy a decir que sus raíces se pierdan en la Naturaleza y que los hombres sean monógamos como las aves, porque no creo en eso, pero, desde luego, se pierden muchos milenios de profundidad antes de la historia. La institución del Amor con mayúscula o de la pareja es algo de otro orden mucho más serio que, desde luego, no se puede combatir con los mismos medios que se comba­te la familia nuclear, aunque entre lo uno y lo otro haya una relación íntima. Por tanto, si las propuestas contra lo uno, contra la familia nu­clear, no de alternativa, sino propuestas de for­mas provisionales de combate, pueden reducir­se a cosas como las que antes le sugería (tratar, si no de manera sistemática, de encontrarse vi­viendo en hordas, en clanes indefinidos, y no porque uno crea que vaya a fundar otra institu­ción, sino porque uno sabe que mientras está combatiendo con una a la que ha renunciado, por ejemplo, la familia nuclear, tampoco es capaz de quedarse sólo, de quedarse en el aire, y. entonces, atendiendo a estas necesidades de convivencia tiene que buscarse otras cosas que sean lo menos caras posibles, en mis años de París, por ejemplo, estas necesidades mías se veían casi satisfechas con ver a unos cuantos amigos por la noche en una tertulia en La Boule d'Or, en cosas tan tontas como esa), bien, pues si, algún sentido tiene hablar de estos remedios provisionales para mientras se acaba de destruir fuera y dentro de uno mismo lo otro, en cambio, no son las mismas tácticas lasque se pueden usar respecto al Amor con mayúscula y la pareja. Ahí, en realidad, uno honestamente descubre hasta qué punto llega su impotencia frente a poderes tan terribles como éste. El poder de estas instituciones prehistóricas como el Amor y la pareja lo aprende uno a su costa durante muchos años, ve hasta qué punto, otros o uno mismo, pueden llegar a pagar con la vida, o por lo menos con desgracias enormemente caras, el intento de romper con estas instituciones, y. por tanto, uno se vuelve, no voy a decir tímido o cobarde frente a ellas, pero si precavido, porque esta es una lucha muy larga y muy profunda. Y como uno no desconfía del todo en las posibili­dades de la palabra, por supuesto que una parte de esta lucha ha de ser denunciar la cosa. Porque la cosa, desde hace milenios, se ha venido esta­bleciendo de tal forma que, aunque el Amor y la pareja sean cosas culturales están tan profundas que pertenecen al nivel subconsciente y casi automático. La situación tradicional ha sido que las mujeres no se plantearan el problema, pa­ra las mujeres era como si fuera naturaleza el creer en el Amor y en el destino a la pareja. Los hom­bres que, sin embargo, habían impuesto a las mu­jeres esta creencia como salvaguarda de sus intereses, eran incapaces de entender lo que eso quería decir, pero una vez, que las otras tenían fundada su vida en saberlo y en creerlo, ellos tenían que hacer como si lo supieran, fingir que lo sabían. Y esta especie de convivencia a nive­les automáticos o subconscientes, es la que se ha establecido y ha seguido vigente. La mujer tenía su destino en que alguien le dijera «te quiero». Estaba convencida de que entendía lo que eso quería decir. Ahora podemos ver que no lo en­tendía, no hay nadie que entienda eso, pero ella estaba convencida de que si. El otro, el encar­gado de decir «te quiero», no lo entendía, pero sabía que aquella fórmula era la manera, el pago por el que había que pasar para conseguir algunos fines, una pretendida satisfacción erótica o simplemente tranquilidad y acomodo en este mundo. Y este acuerdo aparente en la falsedad profunda es lo que ha constituido la trama de nuestras vidas durante milenios y mi­lenios.


P. ¿Usted ha dicho «te quiero» alguna vez?

R. Bueno... tal vez pueda tener algún interés responder a esta pregunta sin dar demasiadas precisiones. La verdad es que he pasado por varias relaciones de estas de pareja, es decir, típicas y catastróficas, aunque cada uno tuviera su originalidad. En ellas, la fórmula sacramen­tal por la que preguntas, «te quiero», como tal forma sacramental, la verdad es que no la he pronunciado nunca, en realidad ni siquiera la primera vez, que fue la del matrimonio, en par­te, gracias a que apiadadas de mi timidez o resistencia las otras me ahorraron el trabajo. Excepto una vez, que ahora me parece curioso recordar, porque el acontecimiento se produjo justamente en el momento de la tragedia, en la rotura, es decir, después de años de relación amorosa en la que ni por una parte ni por la otra se había producido la fórmula sacramen­tal. Entonces al final cuando empezaron ya los grandes horrores hubo un momento en que se produjo uno tan grande que yo, efectivamente, me encontré muy mal durante muchos días. Y entonces fue en medio de los avatares, que pue­de imaginar, y en un momento de reencuentro con la otra parte, cuando me sentí obligado de la manera más... casi me atrevería a decir es­pontánea, u obligada, a pronunciar la fórmula sacramental aunque acompañada de la correc­ción que no podía por menos de hacer aun en aquel grado de miseria suma, de modo que la fórmula quedaba reducida a un «te quiero, pero estoy en contra», una cosa así. Por aquel enton­ces, había leído un texto, creo que era en De Profundis, de Oscar Wilde, que dice que: «Nunca se dice impunemente te quiero.» Y en aquella ocasión, la única, me acordé muchas veces de la frase porque, efectivamente, experi­menté hasta qué punto todavía me costó en la prolongación de aquella rotura el haber dicho «te quiero». Y no es que la otra persona se aprovechara, sino que lo pagué en el sentido de que eso, efectivamente, tiene un valor sacramental que cambia la configuración de uno mismo.
 
P. Ha hablado usted de cuando entró en Con­flicto con su profesión de profesor, en el 64. ¿Cómo se plantea la vuelta actual a la Universi­dad?


R. Mi vuelta ahora a España a la cátedra, fue muy problemática para mí, me costó meses darle vueltas al asunto. Al fin he venido y lo que menos querría es justificar mi decisión y justifi­car el hecho de que esté ahí, ocupando un puesto catedrático, ganando un sueldo de catedrático y dependiendo del Ministerio de Educación, o como se llame eso, cosas todas vergonzosas y de las que no quiero defenderme en ningún mo­mento, prefiero quedar así, como lo que soy, una persona incongruente y manchada por estas lacras y todo lo demás. ¿Cómo lo puedo soportar, simplemente? Pues no lo sé muy bien, pero yo creo que un poco gracias a aprovecharme de que la Universidad está en un proceso de derrumbamiento muy acelerado, en medio del cual es más fácil que le dejen a uno pasar casi desapercibido y es más fácil, tal vez, intentar aprovechar las clases y la relación con los estu­diantes para cosas que no tengan nada que ver con la disciplina académica. Esto y la sensación de provisionalidad, pues no hasta cuándo podre resistirlo, es lo que hace que pueda ir resistiéndolo. Pero vuelvo a decir que esta ex­plicación no tiene un carácter de justificación. La Universidad, a pesar de su derrumbamiento, sigue siendo la Universidad, y a pesar de todo, yo sigo estando en una nómina, y por muy desvirtuada que esté la institución, todo esto sigue siendo verdad y, por tanto, intolerable y, por tanto, inadmisible y algo que uno más ho­nesto que yo, probablemente, no aceptaría.


P. Ha hablado usted de desgarros. Y. sin em­bargo, a través de su elaborado discurso mental, usted parece distanciado de las cosas, como si no sintiera ni padeciera, según el dicho popular. ¿Qué hace usted frente a los pequeños miedos cotidianos, al dolor de muelas, al primer signo de vejez, al presentimiento de la muerte?


R. Pues nada, lo que todo el mundo. Pienso que a lo largo de la entrevista ha ido quedando de relieve hasta qué punto soy un ejemplo bas­tante aceptable de persona corriente. Como originalidad podría añadir que tal vez esté más avanzado en mí que en otros la costumbre de seguir pensando en medio de las pasiones y de los desgarramientos, lo cual ocasionalmente puede hacer estos desgarramientos más desga­rradores, pero pienso que esto tampoco es muy excepcional y que le pasa a mucha gente tam­bién. Y es que esa pretensión, esa necesidad de ser uno mismo, de mantener su propia máscara, encuentra un correctivo, para mi bastante dulce, que consiste en reconocer que esa originalidad se reduce a la repetición de lo de todo el mundo. Lo que le pasa a uno es lo que le pasa a cualquiera, especialmente en materia de encontrar­se en los deleites y tormentos amorosos, en ma­teria de habérselas con la angustia de la muerte.


P. ¿Y cómo combate esa angustia?


R. ¿Qué puede haber de original en mis tácti­cas? Muy poca cosa, la verdad. Tal vez lo único original es la falta de pretensiones. No sé, no puedo explicárselo, porque éste sería un tema que me arrastraría tanto que no acabaríamos nunca de hablar, y en vez de decirle lo que hago me pondría a hacerlo directamente, y esto sería aquí inoportuno. De modo que me limito a decirle que uno de los procedimientos para luchar contra la muerte es tratar de engañarla, es decir, que reconociendo su carácter ideal, puesto que la muertes es sólo el miedo a la muerte futura, cabe de alguna manera hacerle trampa, honestamente trampa.

Estamos en Zamora, en ese caserón destarta­lado que fue de su padre y en el que hoy viven gen­tes más o menos de su familia. En él ha cogido García Calvo unas habitaciones espartanas casi vacías, a excepción de los libros. Unas habita­ciones tristes, ajenas, como de paso: en su falta de mimo por el entorno se advierte su deseo de provisionalidad, de carecer de objetos que le aten. Ronda los cincuenta años, pero está joven y, sobre lodo, quiere estarlo. El pelo le trepa por las mejillas en unas complicadas patillas, cuya forma ha debido estudiar detenidamente. Viste unos vaqueros ajustados y una camisa amplia que disimulan esos pocos kilos de más que le bailan en la cintura, y del cuello cuelgan tres gruesas bolas de ámbar. Naturalmente se le adivina coqueto («soy muy narciso», dirá después), y hay algo en su aspecto como de revancha a una juventud personal carente de posibilidades vitales que murió asfixiada por las grises y lamentables franelas de posguerra. Co­mo si se estuviera vengando del tiempo robado, Agustín García Calvo ha dedicado media vida a destruir lo que le han hecho de ser en la otra media. Y en esta destrucción, en su discurso intimo, en la palabra, quizá encuentre García Calvo su consuelo, su rejuvenecimiento coti­diano, su paraguas contra la futilidad y el mie­do. Su defensa. ■



Agustín García Calvo