George Frederic Watts
Sobre las situaciones de violencia
Carmen Martín Gaite
Apartar. Reducir a casos particulares. Aislarlos. No
relacionar. Un sastre mata a sus cinco hijos y los va enseñando uno por uno degollados
al balcón y ante un espectáculo tan extraordinario y espantoso la gente sólo
sabe emitir juicios hacia la persona concreta de ese sastre, tachándolo de
anómalo y enfermo su proceder. Nadie piensa en su función social de mensajero
en que eso es presagio de que el mundo se conmueve en sus cimientos, nadie ve
en ello síntomas del mal latente y amordazado por doquiera. ¿Qué más da que ese
hombre tuviera o no motivos personales? ¿No es suficiente aterrador este
acontecimiento en sí como para hacernos suponer que algo de esta magnitud no
puede existir sin tener raíces en alguna parte, mucho más hondas y reveladoras
que la de una mera desgracia familiar? Razones de las corrientes, ¿cómo va a
tener un hecho así? Pero tiene otras… Es otro rango de episodio.
Nadie
quiere oír a los heraldos que de vez en cuando se escapan a anunciar catástrofes.
Inmediatamente se contrarresta con alguna interpretación tranquilizadora el estruendo evidente que a su llegada
produjo. No quiere uno asimilar las voces del suicida, mirar hacia donde nos
señalaba.
Es muy
curioso que cuando un tren descarrila y mueren trágicamente cientos de
personas, se dice “era la voluntad de Dios”. Porque Dios puede mover un tren y
empujarlo por el barranco. Pero no puede mover a un hombre a matar. Por eso se
dice: “Ese hombre estaría loco”. El caso es buscar explicación para todo. ¿Por
qué Dios permitió que ese hombre se volviera loco? Si Dios ha permitido un espectáculo
como el de la calle Mayor, ¿no tendrá algún motivo su permiso? Si de Dios se echa
mano para aclarar los enigmas no es justo que en el caso de caos y desconcierto
no pensemos así: “Dios pretende mostrar que existen el caos y el desconcierto.
Llamarnos la atención sobre ello. Quiere que ese hombre sacrifique a sus hijos.
Le manda matarlos”. O sea: “Ese hombre mata porque se lo manda Dios”. Oír decir
estas palabras, sin embargo, escandalizaría muchísimo. Estaba poseído de una
fuerza sobrenatural cuando mató a sus hijos, sí señora, eso era lo que le
movía. Una fuerza sobrenatural, un soplo divino. Ha querido dar un ejemplo,
sacrificar lo que más tenía. “Detente Abraham, no mates a tu hijo Isaac”. Pero
este pobre sastre no oyó esa voz. No señora. Usted que tampoco se escandaliza,
¿no cree en Dios? Pues Dios podía haberle dado una voz para detenerle. Y no se
la dio. Dios quiso que ese hombre matara a sus cinco hijos y a su mujer. ¿Y no
dice usted que los designios de Dios siempre son justos? No hay peor sordo que
el que no quiere oír. ¿Para qué paliar el espanto? Dios quiere el espanto, sí
señora. Quiere ejemplos, escarmientos de espanto, inesperadamente como granadas
que estallan donde menos se piensa. ¿Qué me dice ahora? ¿Le siguen importando
tanto como antes los motivos privados de ese sastre? Fue un istrumento de Dios,
señora, óigalo de una vez, de Dios, que quiere y fomenta el espanto y que por
eso manda asomar a un hombre al balcón con sus cinco hijos recién degollados
para ver si al fin se conmueven las piedras y los sordos oyen y los ciegos ven.
Para ver si los hombres se retiran de una vez a buscar en todo lo que hacen y
dicen la relación con tanto, tantísimo espanto. Eso, señora caso de que Dios
entre en semejantes danzas. Pero es que usted ha dicho que en otras interviene y
no va usted a eximirle de éstas porque
sean incomprensibles para su pobre mente de dos reales. “Si Dios existiera”,
dicen algunos, “no permitiría este espanto” Y yo pienso, al contrario: “Si hay
algo sobrenatural son estas llamadas al espanto”. Para mí -religioso- serían la
mayor prueba de la existencia de Dios.
Dios consolador, dulzarrón. Lo han afeminado.
Afeminan todo. ¿Y el Dios terrible, fulminante, el de las plagas y las pestes,
el del espanto? No se puede uno encoger de hombros y decir: “Él sabrá por qué
lo hace”. No. Nos lo está enseñando. Con el espanto sólo le pueden a uno mandar
espantarse, pensar sobre él.
La guerra
parece justificable porque no suele depender de la decisión de un solo hombre.
No hay a quién a echarle la culpa y entonces se piensa –a veces- en los
misteriosos designios de Dios que permite tales calamidades. ¿Por qué estos
misteriosos designios no han de presidir también la conducta del sastre de la
calle Mayor, mucho más escalofriante e incomprensible? ¿Por qué ha de aislarse
su proceder, condenado en sí mismo como el de un leproso, como si no estuviera
engranado en lo divino y lo humano, como si no tuviera relación con nada?
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