Armand Rassenfosse,.La Lecture.
Cuento de Miguel de Unamuno.LA BECA
«Vuelva usted otro día...».
«¡Veremos!». «Lo tendré en cuenta». «Anda tan mal esto...». «Son ustedes tantos...».
«¡Ha llegado usted tarde, y es lástima!». Con frases así se veía siempre
despedido don Agustín, cesante perpetuo. Y no sabía imponerse ni importunar,
aunque hubiese oído mil veces aquello de «pobre porfiado saca mendrugo».
A solas
hacía mil proyectos, y se armaba de coraje, y se prometía cantarle al lucero
del alba las verdades del barquero; mas cuando veía unos ojos que le miraban
ya estaba engurruñéndosele el corazón. «Pero ¿por qué seré así, Dios mío?»,
se preguntaba, y seguía siendo así, como era, ya que solo de tal modo podía
ser él el que era.
Y por
debajo gustaba un extraño deleite en encontrarse sin colocación y sin saber
dónde encontraría el duro para el día siguiente. La libertad es mucho más
dulce cuando se tiene el estómago vacío, digan lo que quieran los que no se
han encontrado con la vida desnuda. Estos solo conocen las vestiduras de la
vida, sus arreos, no la vida misma, pelada y desnuda.
El hijo,
Agustinito, desmirriado y enteco, con unos ojillos que le bailaban en la cara
pálida, era la misma pólvora. Las cazaba al vuelo.
- Es
nuestra única esperanza -decía la madre, arrebujada en su mantón, una noche
de invierno- que haga oposición a una beca, y tendremos las dos pesetas
mientras estudie... ¡Porque esto de vivir así, de caridad...! ¡Y qué caridad,
Dios mío! ¡No, no creas que me quejo, no! Las señoras son muy buenas; pero...
- Sí; que,
como dice Martín, en vez de ejercer caridad se dedican al negocio de la
beneficencia.
- No, eso
no; no es eso.
- Te lo he
oído alguna vez; es que parece que al hacer caridad se proponen avergonzar al
que la recibe. Ya ves lo que nos decía la lavandera al contamos lo que les
dieron de comer en Navidad y les servían las señoritas..., «esas cosas que
hacen las señoritas para sacarnos los colores a la cara...».
- Pero
hombre...
- Sé
franca y no tengas secretos conmigo. Comprendes que nos dan limosna para
humillamos...
En las
noches de helada no tenían para calentarse ni aun el fuego de la cocina, pues
no le encendían. Era el suyo un hogar apagado.
El niño lo
comprendía todo y penetraba en el alcance todo de aquel continuo estribillo
de «¡Aplícate, Agustinito, aplícate!».
Ruda fue
la brega en las oposiciones de la beca, pero la obtuvo, y aquel día, entre
lágrimas y besos, se encendió el fuego del hogar.
A partir
de este día del triunfo acentuose en don Agustín su vergüenza de ir a
pretender puesto; aunque poco y mal, comían de lo que el hijo cobraba, y con
algo más, trabajando el padre acá y allá de temporero, iban saliendo mal que
bien, del afán de cada día. ¿No se ha dicho lo de «bástele a cada día su
cuidado», y no lo traducimos diciendo que «no por mucho madrugar amanece más
temprano»? Y si no amanece más temprano por mucho madrugar, lo mejor es
quedarse en la cama. La cama adormece las penas. Por algo los médicos dicen
que el reposo lo cura todo.
-
¡Agustín, los libros! ¡Los libros! ¡Mira que eres nuestro casi único sostén,
que de ti depende todo!... ¡Dios te premie! -decía la madre.
Agustinito,
ni comía, ni dormía, ni descansaba a su sabor. ¡Siempre sobre los libros! Y
así se iba envenenando el cuerpo y el espíritu: aquel, con malas digestiones
y peores sueños, y este, el espíritu, con cosas no menos indigeribles que sus
profesores le obligaban a engullir. Tenía que comer lo que hubiera y tenía que
estudiar lo que le diese en el examen la calificación obligada para no perder
la beca.
Solía
quedarse dormido sobre los libros, a guisa estos de almohada, y soñaba con
las vacaciones eternas. Tenía que sacar, además, premios, para ahorrarse las
matrículas del curso siguiente.
- Voy a
ver a don Leopoldo, Agustinito, a decirle que necesitas el sobresaliente para
poder seguir disfrutando la beca...
- No, no
hagas eso, madre, que está muy feo...
- ¿Feo?
¡Ante la necesidad nada hay que sea feo, hijo mío!
- Pero si
sacaré sobresaliente, madre; si lo sacaré.
- ¿Y el
premio?
- También
el premio, madre.
- Dios te
lo premie, hijo mío.
Hallábase
obligado a sacar el premio, obligado, que es una cosa verdaderamente terrible.
- Mira,
Agustinito, don Alfonso, el de Patología médica, está enfermo; debes ir a su
casa a preguntar cómo
sigue...
- No voy,
madre; no quiero ser pelotillero.
- ¿Ser
qué?
-
¡Pelotillero!
- Bueno,
no sé lo que es eso, pero te lo entiendo, y los pobres, hijo mío, tenemos que
ser pelotilleros. Nada de aquello de «pobre, pero orgulloso», que es lo que
más nos pierde a los españoles...
- Pues no
voy.
- Bien;
iré yo.
- No,
tampoco irá usted.
- Bueno,
no quieres que sea pelotillera..., pues no iré; pero, hijo mío…
- Sacaré
el sobresaliente, madre.
Y lo
sacaba el desdichado, pero ¡a qué costa! Una vez no sacó más que notable, y
hubo que ver la cara que pusieron sus padres.
- Me
tocaron tan malas
lecciones...
- No, no;
algo le has hecho...-dijo el
padre.
Y la madre
añadió:
- Ya te lo
decía yo... Has descuidado mucho esa asignatura...
El mes de mayo le era terrible.
Solía quedarse dormido sobre los libros, teniendo la cafetera al lado. Y la
madre, que se levantaba solícita de la cama, iba a despertarle y le decía:
- Basta por hoy, hijo mío; tampoco
conviene abusar... Además, te rinde el sueño y se malgasta el petróleo. Y no
estamos para eso.
Cayó
enfermo y tuvo que guardar cama; le consumía la fiebre. Y los padres se alarmaron,
se alarmaron del retraso que aquella enfermedad podía costarle en sus
estudios; tal vez le durara la dolencia y no podría examinarse con seguridad
de nota, y le quedaría el pago de la beca en suspenso.
El médico
auguró a los padres que duraría aquello, y los padres, angustiados, le
preguntaban:
- ¿Pero
podrá examinarse en junio?
- Déjense
de exámenes, que lo que este mozo necesita es comer mucho y estudiar poco, y
aire, mucho aire...
- ¡Comer
mucho y estudiar poco! -exclamó la madre-. Pero, señor, ¡si tiene que
estudiar mucho para poder comer poco!...
- Es un
caso de surmenage.
- ¿De sur
qué?
- De surmenage, señora; de exceso de
trabajo.
- ¡Pobre
hijo mío! —Rompió a llorar la madre—. ¡Es un santo..., un santo!
Y el santo
fue reponiéndose, al parecer, y cuando pudo tenerse en pie pidió los libros,
y la madre, al llevárselos, exclamó:
- ¡Eres un santo, hijo mío!
Y a los tres días:
- Mira,
hoy que está mejor tiempo puedes salir; vete a clase bien abrigado, ¿eh?, y
dile a don Alfonso cómo has estado enfermo, y que te lo dispense...
Al volver
de clase dijo:
- Me ha
dicho don Alfonso que no vuelva hasta que esté del todo bien.
- Pero, ¿y
el sobresaliente, hijo mío?
- Lo
sacaré.
Y los
sacó, y vio las vacaciones, su único respiro. «¡Al campo!», había dicho el
médico. ¿Al campo? ¿Y con qué dinero? Con dos pesetas no se hacen milagros.
¿Iba a privarse don Agustín, el padre, de su café diario, del único momento
en que olvidaba penas? Alguna vez intentó dejarlo; pero el hijo modelo le decía:
- No, no;
vete al café, padre; no lo dejes por mí, ya sabes que yo me paso con
cualquier cosa...
Y no hubo
campo, porque no pudo haberlo. No recostó el pobre mozo su cansado pecho
sobre el pecho vivificante de la madre Tierra; no restregó su vista en la
verdura, que siempre vuelve, ni restregó su corazón en el olvido
reconfortante.
Y volvió
el curso, y con él la dura brega, y volvió a encamar el becario, y una
mañana, según estudiaba, le dio un golpe de tos y se ensangrentaron las
páginas del libro por el sitio en que se trataba de la tisis precisamente.
Y el pobre
muchacho se quedó mirando al libro, a la mancha roja, y más allá de ella, al
vacío, con los ojos fijos en él y el frío de la desesperación acoplada en el
alma. Aquello le sacó a flor de alma la tristeza eterna, la tristeza
trascendental, el hastío prenatal que duerme en el fondo de todos nosotros, y
cuyo rumor de carcoma tratamos de ahogar con el trajineo de la vida.
- Hay que
dejar los libros enseguida -dijo el médico en cuanto le vio-; ¡pero
enseguida!
- ¡Dejar
los libros! -exclamó don Agustín-. ¿Y con qué comemos?
- Trabaje
usted.
- Pues si
busco y no encuentro; si...
- Pues si
se les muere, por su cuenta...
Y el rudo
de don José Antonio se salió mormojeando: «¡Vaya un crimen! Este es un caso
de antropofagia...: estos padres se comen a su hijo».
Y se lo
comieron, con ayuda de la tisis; se lo comieron poco a poco, gota a gota,
adarme a adarme.
Se lo
comieron vacilando entre la esperanza y el temor, amargándoles cada noche el
sacrificio y recomenzándolo cada mañana.
¿Y qué
iban a hacer? El pobre padre andaba apesadumbrado, lleno de desesperación
mansa. Y mientras revolvía el café con la cucharilla para derretir el terrón
de azúcar se decía: «¡Qué amarga es la vida! ¡Qué miserable la sociedad! ¡Qué
cochinos los hombres! Ahora solo nos faltaba que se nos muriera...». Y luego,
en voz alta: «Mozo, ¡el Vida Alegre!».
Aún llegó
el chico a licenciarse y tuvo el consuelo de firmar en el título, de firmar
su sentencia de muerte con mano trémula y febril. Pidió luego un libro, una
novela.
- ¡Oh, los
libros, siempre los libros! —exclamó la madre—. Déjalos ahora. ¿Para qué
quieres saber tanto? ¡Déjalos!
- A buena
hora, madre.
- Ahora a
descansar un poco y a buscar un partido...
- ¿Un
partido?
- Sí; he
hablado con don Félix, y me ha prometido recomendarte para Robleda.
A los
pocos días se iba Agustinito, para siempre, a las vacaciones inacabables, con
el título bajo la almohada —fue un capricho suyo— y con un libro en la mano;
se fue a las vacaciones eternas. Y sus padres le lloraron amargamente.
- Ahora,
ahora que iba a empezar a vivir; ahora que nos iba a sacar de miserias;
ahora... ¡Ay, Agustín, qué triste es la vida!
- Sí, muy
triste —murmuró el padre, pensando que en una temporada no podría ir al café.
Y don José
Antonio, el médico, me decía después de haberme contado el suceso: «Un crimen
más, un crimen más de los padres... ¡Estoy harto de presenciarlos! Y luego
nos vendrán con el derecho de los padres y el amor paternal... ¡Mentira!,
¡mentira!, ¡mentira! A las más de las muchachas que se pierden son sus madres
quienes primero las vendieron... Esto entre los pobres, y se explica, aunque
no se justifique. ¿Y los otros? No hace aún tres días que González García casó
a su hija con un tísico perdido, muy rico, eso sí, con más pesetas que
bacilos, ¡y cuidado que tiene una millonada de estos!, y la casó a conciencia
de que el novio está con un pie en la sepultura; entra en sus cálculos que se
le muera el yerno, y luego el nieto que pueda tener, de meningitis o algo
así, y luego... y para este padre que se permite hablar de moralidad, ¿no hay
grillete? Y ahora, este pobre chico, esta nueva víctima... y seguiremos
considerando al Estado como un hospicio, y vengan sobresalientes y
canibalismo...; ¡canibalismo, sí, canibalismo! Se lo han comido y se lo han
bebido; le han comido la carne, le han bebido la sangre...; y a esto de
comerse los padres a ion hijo, ¿cómo lo llamaremos, señor helenista?
Gonofagía, ¿no es así? Sí gonofagía, gonofagía, porque llamando a las cosas
en griego pierden no poco del horror que pudieran tener. Recuerdo cuando me
contó usted lo de los indios aquellos de que habla Heródoto, que sepultaban a
sus padres en sus estómagos, comiéndoselos. La cosa es terrible; pero más
terrible aún es lo de Saturno devorando a sus propios hijos; más terrible aún
es el festín de Atreo. Porque el que uno se coma al pasado, sobre todo si ese
pasado ha muerto, puede aún pasar; ¡pero esto de comerse al porvenir!...
»Y si
usted observa, verá de cuántas maneras nos lo estamos comiendo, ahogando en
germen los más hermosos brotes.
»Hubiera
usted visto la triste mirada del pobre estudiante, aquellos ojos, que
parecían mirar más allá de las cosas, a un incierto porvenir, siempre futuro
y siempre triste, y luego aquel padre, a quien no le faltaba su café diario.
Y hubiera visto su dolor al perder al hijo, dolor verdadero, sentido, sincero
-no supongo otra cosa-; pero dolor que tenía debajo de su carácter animal, de
instinto herido, algo de frío, de repulsivo, de triste. Y luego esos libros,
esos condenados libros, que en vez de servir de pasto sirven de veneno a la
inteligencia; esos malditos libros de texto, en que se suele enfurtir todo lo
más ramplón, todo lo más pedestre, todo lo más insufrible de la Ciencia, con
designios mercantiles de ordinario...».
Calló el
médico, y callé yo también. ¿Para qué hablar?
Pasado
algún tiempo me dijeron que Teresa Martín, la hija de don Rufo, se iba a
monja. Y al manifestar mi extrañeza por ello, me añadieron que había sido
novia de Agustín Pérez, el becario, y que desde la muerte de este se hallaba
inconsolable. Pensaba haberse casado en cuanto tuviera partido.
- ¿Y los
padres? —se me ocurrió argüir.
Y al
contar yo luego al que me trajo esa noticia la manera cómo sus padres se lo
habían comido, me replicó inhumanamente:
- ¡Bah! De
no haberle comido sus padres, habríale comido su novia.
- ¿Pero es
—exclamé entonces— que estamos condenados a ser comidos por uno o por otro?
- Sin duda
—me replicó mi interlocutor, que es hombre aficionado a ingeniosidades y
paradojas—, sin duda; ya sabe usted aquello de que en este mundo no hay sino
comerse a los demás o ser comido por ellos, aunque yo creo que todos comemos
a los otros y ellos nos comen. Es un mejoramiento mutuo.
- Entonces
vivir solo —dije.
Y me
replicó:
- No
lograra usted nada, sino que se comiera a sí mismo, y esto es lo más
terrible, porque al placer de devorarse se junta el dolor de ser devorado, y
esta fusión en uno del placer y el dolor es la cosa más lúgubre que puede
darse.
- Basta
—le repliqué.
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lunes, 19 de octubre de 2015
Cuento de Miguel de Unamuno. LA BECA
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