Había en el centro de aquel
reino un bosque vasto y espeso. Crecían en él, lozanísimos, toda clase de
árboles de verdura perenne. No amarilleaban por otoño, ni tenían que volver a
vestirse de tierno verdor por primavera. El sol no entraba a calentar el césped
de su suelo; tan espesa era la fronda. Y serpenteaban dentro de él varios
arroyos. No le molestaban fieras. Sencillas sendas, trazadas por los pies de
los caminantes, casi siempre a la vera de los arroyos y siguiendo el curso de éstos,
llevaban a un descampado que en el centro del bosque había.
Nadie recordaba que en el
descampado aquel hubiese llovido nunca, y era tradición antiquísima, general y
constante la de que, en efecto, nunca llovió en aquel claro del bosque. Aun en
los días de tormenta, que eran muy pocos, parecía como si se hiciera un hueco
en los nubarrones para que aquel misterioso descampado no se mojara con agua
del cielo. Y en el descampado aquel estaba la sima.
La sima era un agujero
rocoso, una boca de piedras, de donde partía un senderillo de bajada muy
rápida, pero cómoda. El senderillo se iba metiendo en la cueva, hasta que a eso
de unos doscientos pasos torcía en recodo, detrás de una roca saliente, y se
perdía en el fondo.
Nadie sabía ni podía saber lo que después del
recodo, en el fondo de la sima, hubiese. Ninguno de los que lo habían
franqueado había vuelto jamás, ni dado señal alguna por la que se barruntase
algo de su suerte. Por allí habían entrado niños, mozos, hombres fornidos;
mujeres, ancianos, locos y cuerdos, tristes y alegres, y nadie había dado nunca
muestra de lo que hubiese. En cuanto franqueaban el recodo no volvía, a saberse
de ellos; ni ruido de caída, ni un grito, ni un quejido, ni un suspiro
siquiera. Les tragaba un silencio entero y lleno.
Pero este silencio de la
sima no era sino cuando ella recibía a sus devotos. En ciertos días, más en
otoño que en otra estación del año, y a ciertas horas, a la caída de la tarde,
salía del fondo de la sima una música misteriosa envuelta en un vaho de un aroma
embriagador y extra-mundano. Oíase como el canto lejano, lejanísimo, de una
numerosa procesión, un canto arrastrado, melancólico y quejumbroso de una muchedumbre.
Pero la lejana y musical quejumbre era de una melancolía dulcísima y
aquietadora. Oyéndola es como se metían en el fondo de la sima muchos de los
tantos y tantos que de continuo vagaban por la boca de la cueva.
Se habían hecho toda clase de pruebas y de ensayos.
Había entrado algún sujeto por una fuerte cuerda para poder tirar de' ella a
una señal, y siempre que se intentó esto hubo que retirar la cuerda, suelta ya,
sin que precediera señal alguna. Una vez se le ciñó a uno la cintura con un
cincho forjado y sujeto por una cadena forjada también, y hubo qué retirar
cincho y cadena sin el hombre a quien sujetaban. ¿Cómo había podido
escabullirse de ellos ? Otra vez. entró otro llevando a cuestas el cadáver de
un amigo —se quería saber si la sima admitía muertos—. El cadáver apareció por
la mañana en el senderillo, delante del recodo, pero del viviente que lo
llevara no volvió a saberse, como era de regla, nada. Y no cupo duda ya de que
la sima no admitía sino vivos.
Otro ensayo se propuso y se llevó varias
veces a cabo, cual fué el de hacer entrar en la sima a los animales. Y éstos
salían al poco rato, pero salían como despavoridos o aturdidos y no volvían a
cobrar voz en su vida. Salían mudos. Animal que volviese de la sima no ladraba,
o maullaba, o balaba, o mugía, o rugía, o cacareaba en el resto de su vida. Y
no se observó que entrase ni rana, ni ratón, ni lagartija, ni mosca, ni
mosquito.
Se hizo también, más de una vez,
la prueba de acercarse varios cojidos de las manos. Y unas veces al acercarse
el primero y trasponer el recodo se desprendía de su compañero, por fuerte que
éste le tuviese prendido, perdiéndose silenciosamente en el fondo, o se perdía
en él la cadena toda de hombres.
Habíanse perdido en el fondo
misterioso y musical de la sima toda clase de personas. Ya un padre de familia atraído por el misterio
aquél. Y luego sus hijos se asomaban al recodo a llamarle: "¡Padre!,
¡padre!", y se perdían tras él. Mas lo que tenía alarmado al rey y al
reino lodo, era la frecuencia con que se dejaban tragar por la ,sima parejas de
jóvenes enamorados y de recién casados. Aquel era uno de los favoritos viajes
de novios; un viaje sin vuelta. Y a pesar de la prolificidad del reino aquél,
donde era raro el matrimonio que tuviese menos de diez hijos, esta continua
pérdida de jóvenes parejas inquietaba a los gobernantes.
Un sagrado respeto había
vedado a los reyes todos de aquel reino el prohibir el acceso a la sima. Y
hasta hubo un rey que se perdió en ella, después de lo cual ningún otro volvió
a acercársele. Pero el encanto fatídico llegó a ser tal, que al fin se resolvió
una vez poner a la boca de la sima centinelas que por la fuerza de armas impidiesen
su entrada. Pero acababan siempre por entrar los centinelas mismos, por
rendirse la guardia, y tras ella todos aquellos que habían estado contenidos.
Era no poco extraño lo que pasaba con los
suicidas. Parece lo natural que en aquel reino no los hubiese, pues los que
sintieran tedio o aborrecimiento de la vida habrían de meterse en el fondo de
la sima en vez de matarse. Y, sin embargo, no era así. Los suicidas abundaban
en aquel reino de la sima misteriosa, y los más de ellos se cometían a la boca
misma de la cueva. Y se observó que eran de aquellos que habiendo intentado
perderse en ella, se volvían a los pocos pasos, antes de llegar al fatídico
recodo. Una vez un pobre hombre que sufría una dolorosísima dolencia crónica y
a cuyos dolores no podía resistir, se suicidó dejando escrito que si no se
metió, senderillo adentro, en la sima, era por temor de que allí dentro le
continuasen los dolores sin poder ya quitarse la vida, por temor de una pena
inmortal.
El gobierno aprovechó la sima para sus condenados a muerte. En
vez de ejecutarlos, se les obligaba a entrar en la cueva, lo cual hacían ellos,
claro está, con el mayor gusto. No todos, sin embargo. Los hubo que, presa de
un sagrado temblor, se negaron a entrar, y eso que a la boca, un piquete de
arqueros les amenazaba con asaetarlos si no entraban. Y más de una vez hubo que
retirar del fondo de la boca, de junto al recodo, el cadáver de algún condenado
que prefirió la muerte al sufrimiento aquel.
Una vez llegó de un país distante y vago, de una
lejana tierra de la que sólo la existencia se conocía, un anciano ciego y
mendigo, acompañado de un jovencito lazarillo. El viejo no hablaba sino su
lengua, una lengua completa y absolutamente ininteligible para los del reino
éste. Cuando hablaba con su lazarillo, por breves que fuesen sus palabras, no
podían adivinar de qué le hablaba. El lazarillo chapurreaba algo la lengua del
país. El viejo ciego cantaba algunas veces y su canto tenía una remota
semejanza con el canto lejano y misterioso que sé oía salir, en los atardeceres
de otoño y envuelto en vaho de aromas
embriagadores, del fondo de
la sima. Era
un canto como el canto aquel con que acompañaba su trabajo Lázaro, el
hermano de Marta y María, en su segunda vida, después que el Cristo lo resucitó
de la tumba. Y todos se paraban a oír
al pobre ciego y todos oyéndole se sentían movidos a ir al bosque, penetrar al
descampado y perderse en la sima.
Y
sucedió que el viejo y ciego mendigo encaminó sus pasos, con el lazarillo, al
bosque y de allí al descampado y a la cueva y atravesando una apiñada
muchedumbre penetró, guiado por su lazarillo, senderillo adelante y entró en la
sima cantando. Y el mozo que le guiaba no volvió, pero él, el ciego, volvió a
salir: ¡el único desde hacía siglos! Todos se apelotonaron a verle. Volvía
ciego como entró. Y nadie entendió una palabra de cuanto decía, y ni por el
tono, ni por el gesto, ni por el aire se pudo traslucir cosa alguna. Se perdió
en la espesura del bosque y no se volvió a saber de él. Pero su vuelta de la
sima, vuelta única, selló al pueblo aquel con una impresión imperecedera.
Y en aquel reino toda la
vida, absolutamente toda, pendía del secreto de la sima. Todo su arte, su
ciencia, su literatura, su gobierno, giraba en torno de ella. Y no es que la
gente no se muriese como en otras partes, ¡no! La mayoría de los habitantes
moríase como en otros reinos se muere, de las mismas dolencias y del mismo
modo.
Había siempre en los alrededores de la boca de la sima una muchedumbre
de gentes fascinadas que se pasaban las horas, los días, los meses y los años,
algunos la vida entera, contemplando el recodo. Y cuando salía del fondo, aquel
canto melancólico y pastoso de coro lejano, aquella muchedumbre se apiñaba a
embriagarse con la música extraña y con el aroma, no menos extraño, que la
envolvía. Los más de aquellos desgraciados no se atrevían a entrar, y moríanse
miserablemente, en los alrededores de la boca de la cueva, anhelando su fondo.
Las próximas espesuras del bosque estaban llenas de chozas y tiendas donde se
albergaban aquellos infelices fascinados. Y cuando alguno de ellos se decidía
por fin a entrar, mirábanle los demás con terror y con envidia. Y siempre,
siempre, siempre, a pesar del continuo desengaño, le decían al
despedirle: "Manda decirnos qué hay dentro; contéstanos cuando te
llamemos." Y jamás contestó nadie de los que entraron.
Había en el reino
muchísimas personas, las más de ellas seguramente, que nunca se habían acercado
a la sima y ni aun al bosque que la protegía, pero éstos no estaban menos que
los otros bajo la fascinación del secreto de la cueva. Algunos, no pocos, hasta
se indignaban de que se hablase de tal cosa, pero eran tal vez los que más
pensaban en ella. Y no faltaban tampoco, aunque se les pudiese contar con los
dedos, los que negaban que tal sima existiese siquiera.
En aquel reino toda
filosofía, toda ciencia, todo arte, toda literatura, estaba, como dijimos,
penetrada del secreto de la sima y estaba más penetrada de él toda filosofía,
toda ciencia, todo arte, toda literatura, que se proponía expresamente ignorar
el secreto. Cuando menos se hablaba de él, estaba más presente a las
imaginaciones de los que así lo callaban.
Había —¿y cómo no?— entre
los pensadores de aquel reino multitud de hipótesis y teorías sobre lo que
pudiera contener la sima. Alguien había propuesto penetrar en ella por otro
camino, abriéndolo por ingeniería, pero nunca se pudo encontrar obrero que se
atreviera a dar el primer picazo. Recordábase que un rey quiso una vez cerrar
la boca de la cueva tapiándola, y cuando pusieron mano a la obra, o entraron en
la sima abandonando el trabajo o murieron muy pronto. Y por la mañana
encontrábase siempre deshecha la obra del día anterior. Y así es como hubo que
renunciar a ello.
Entre los pueblos
comarcanos a éste de la sima, el secreto de ésta era un motivo de burla
mezclada de terror. Cuantos extranjeros habían acudido a este reino a explorar
el secreto, o no lo habían explorado siquiera, o no habían vuelto a su patria a contar lo que
vieron, por haberse dejado ganar del extraño encanto perdiéndose en la sima, o
habían vuelto sin haber podido entrar siquiera en el bosque. Extranjero que
entraba en el bosque y llegaba al descampado aquel donde no llovía nunca, se
metía infaliblemente en el fondo de la sima. No hubo excepción a ello.
De los extranjeros que no
lograban entrar ni aun en el bosque —tal repulsión les causaba— y averiguaban
sus noticias todas por lo que oían contar a quienes tampoco entraron en él
nunca, los unos fingían tomarlo a burla, los otros se encogían de hombros, y
otros, en fin, daban una explicación simbólica de todo ello.
Pero estas explicaciones,
las simbólicas y alegóricas, eran las más desacreditadas entre los que sabían
algo del bosque siquiera. No se trataba de un símbolo, no, sino de una realidad
muy real.
No se trata de un
símbolo, no, ni de una alegoría; no se trata de un pensamiento abstracto, de
una reflexión sociológica, revestida de una forma concreta y alegórica. No.
*
Ayer, ocho de este mes de setiembre, de este
mes tan dulce entre mis montañas vascas, fui bordeando el castillo de Butrón
por las orillas del río de este mismo nombre, y vi luego al mar tenderse
agradable entre las peñas, con que se cierra la playa de Gorliz. Y volví luego a
este Bilbao, a este mí Bilbao, y me acosté en el cuarto mismo de mis mocedades.
Y tardé en dormirme, dando vueltas y más vueltas en la cama, y preparando en
ella lo que he de decir pasado mañana en el homenaje al malogrado escultor
bilbaíno Nemesio Mogrovejo, muerto en la flor de su edad.
Entre las obras de
Mogrovejo hay un relieve que representa el suplicio del conde Ugolino, tal como
en la Divina comedia nos lo cuenta escultóricamente Dante. Y anoche me
dormí, después de no pocas vueltas, pensando en la Divina comedia.
A eso de la medianoche me
despertó una gran tronada con fuerte aguacero. Y al despertar me encontré con
el relato este del secreto de la sima. Y me encontré con él sin precedente, sin
explicación, sin símbolo, con todas sus íntimas contradicciones. Y todo él, entero,
con sus detalles todos. Encendí la luz y me puse a escribirlo, a escribirlo al
dictado.
Al dictado, ¿de quién? No lo sé. ¿De
dónde me ha venido este relato? No lo sé tampoco. Lo único que sé es que no es
un símbolo, no es una alegoría, no es lo que es. A mí me lo contó alguien, no
sé quién, y yo os lo cuento como alguien a mí me lo ha contado.
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