Carmen Martín Gaite
LETREROS, RELACIONES SIN DISTANCIA
La
mayoría de las cosas que se dicen no son palabras. Cada uno de nosotros ha
llegado, lamentablemente, a ser el abogado defensor de una situación personal.
Nótese hasta qué punto es esto cierto, parando mientes en el hecho de que son
muy pocas las frases que no comienzan diciendo: «pues yo eso no lo hago» o
cosas análogas. Hay un deseo de justificarse en una selva donde cada uno
esgrime su letrero; no se oyen las palabras, se mira el letrero de quién las
está diciendo y si ese letrero no existe entonces se escuchan algo más, pero
siempre con vistas a colgarlo y quitarse de encima el peligro de una agresión
inesperada: «Ah, ya. Habla en moralista» o bien: «Es un teórico» , «es un reaccionario». Y todas las palabras que
dice se oyen teñidas de ese color. La sociedad que es bien sabia rechaza como
primer revulsivo las palabras desconcertantes. Nótese que no me refiero a las
inauténticas. No rechaza, por supuesto, a las inauténticas o ambiguas, sino a
las pocas que van por libre, vayan por donde sea. Y aún para éstas han creado
carteles como el de «extravagante» y «poseur», también el de «individualista».
Con lo de los letreros se pretende –yo
creo– orientar a los demás más que orientarse uno mismo, que suele estar –como
es de ley en el mundo– desorientadísimo; y esta situación sólo se remediaría
precisamente dejando de pensar un poco en el letrero que nos cuelgan o en el
que deseamos colgar al recién conocido, y hacer esta renuncia, no porque sí,
sino en atención a un mayor respeto por las palabras que dice. Es bien claro
que si otro dice tonterías, debemos rechazarlas como tales tonterías, pero no
atacarle a él ni al letrero que lleva.
Esto –en pequeño– es lo que pasa en las
relaciones familiares (matrimoniales sobre todo). Mucho se habla de la
inveterada incomprensión entre marido y mujer, pero pocas veces se paran los
que padecen a analizar sus raíces. Y sus raíces están en este mismo hecho que he
señalado del apasionamiento, de la falta de distancia. Pocas veces en una
conversación entre cónyuges se esta hablando de algo ajeno a la conversación,
por eso las riñas de novios uno suele recordar dónde se produjeron, pero nunca
lo que se trató de nada.
¡Y lo importante es que al hablar se
trate de algo: por eso hay que establecer la distancia suficiente. No estar
mirando al que habla y pensando en él como una presa a cazar. Sino tener la
buena voluntad de tener la atención abierta a lo que dice.¿Qué dice tonterías?
¡Duro contra ellas y sin piedad! Pero la persona tendría que estar a parte de
estas cuestiones, que se llaman intelectuales. No debería sentirse uno tan
movido instantáneamente a disculparla en nombre de que lleva un letrero afín al
nuestro, o lapidar a veces por simple sospecha, porque nos parece que lleva
otro que consideramos
–tal
vez erradamente– como enemigo.
En razón
inversa a lo que parece que sería deseable, ocurre lo que tanto me pasma y que
ha sido el motivo principal de estas meditaciones. He constatado que la gente
para las tonterías en sí mismas, para los más gruesos errores, tiene una manga
ancha fabulosa. Hay, en el fondo un
total desprecio para lo que se dice; se admiten opiniones gratuitas u hay una
gran tendencia en cambio a anestesiar el defecto desagradable (con tal de que
no inquieten) de las palabras cuando llevan preguntas que ponen en relieve la
complejidad de una situación y la necesidad urgente de pasar a estudiarla a
fondo.
La gente
quiere estar de acuerdo en lo que sea, con los pocos o con los muchos, hay una
prisa fulminante por estar de acuerdo en algo, por quemar las etapas espinosas.
Incluso por negarlas. (Impaciencia de los jóvenes).
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