«No sepas nunca tú quién eres» ¿AGC?
miércoles
26 de diciembre de 2001
Yo era también Edipo (y ¿quién no, al menos
de este sexo), y lo era lo primero en cuanto acertador de adivinanzas, aunque
no sea capaz ahora de dar cuenta del método por el que acerté la que la Esfinge
me proponía, con amenaza de morir al punto si fallaba o de ascender al poder
sumo si daba con la respuesta justa.
Recuerdo, sí,
que los viejos griegos jugaban con el nombre que entre ellos tuve, Oidípous, y
contaban a veces que me venía de lo hinchados que tenía los tobillos, presos
con grilletes, cuando de recién nacido me encontraron en el monte abandonado,
como seña de que a mí más que a otros iba a costarme andar suelto por la
tierra; pero, otras veces, que significaba el que sabe de pies , que sabe
número de pies (4 primero, 2 luego y 3 al fin), como que gracias a ese saber dí
con la solución del acertijo de la Esfinge. Y claro está que todo eso son
chistes de pueblo y pedanterías de etimologistas, si bien también acaso el
reírse de ellas ayude a descubrir algo.
Más bien sospecho de mí mismo que es que, al ver que la Esfinge se me enfrentaba
como La Otra, y que entonces, al preguntarme a mí, apenas podía preguntar más
que de mí, como la Policía, estaba ya dispuesto a responder, a cualquier enigma
o pregunta que me propusiera, «el Hombre», sintiendo que con eso iba a decir la
gran mentira, y a acertar por tanto.
Así gané el Poder, de mí mismo y del Estado y su Tesoro, y así tuve
que pagarlo. Pues eso de «el Hombre»,
sirve para cubrirme de la verdad y protegerme de la perdición, pero de mí, de
quién soy yo de veras, no puede ser sino una falsificación (YO no es eso), como
bien han entendido a lo largo de este registro aquellos lectores que, al leer,
oyen.
Debía pués seguir, sin
distraerme con tales trampantojos como Hombre o Rey o Protagonista, averiguando quién era de veras yo, por debajo
de esas máscaras y de mi Nombre Propio, cifra de falsedades. La averiguación
era ciertamente dura y complicada, y, de no haber contado, dentro y fuera de mí, con un genio contrario a mí mismo, nunca
habría podido llegar siquiera a un vislumbre de la verdad. Lo que pasa con
esto, como con las otras razones del MU del pueblo que siguen en la Historia
resonando, es que a los lectores generalmente les llegan a través de la
Literatura, que, a la vez que les guarda algo de aquel recuerdo, no puede por
menos de reducirlo y falsificarlo: así, en este caso de mí mismo nombrado
Edipo, la tragedia de Sofoclés, tal vez el mayor éxito de la Historia del
Teatro, y con la habilidad dramática que la crítica desde Aristóteles hasta hoy
le reconoce, pero que para ello ha tenido que reducir el mito a la trivialidad
del género policíaco, y mi averiguación a los tristes límites de la
Ley, como si mi meta
fuese el descubrimiento de mi paternidad y el horror desnudo del incesto, y que
la verdad no fuese más que el reconocimiento de la realidad, y con eso de
saber mi padre y mi pecado ya hubiese averiguado quién soy yo, y pudiese, en
ceguedad o en muerte, descansar de la averiguación, que en verdad no puede
cesar en respuesta alguna.
Dicho sea, sin embargo, en honor de la tragedia,
que tampoco, entremedias de su domesticidad, deja de revelar acerca de mí destellos más verdaderos y salvajes: así,
cuando Yocasta, habiendo ya para sí descubierto el caso, me grita «No sepas tú quién eres», está diciendo toda la ambigüedad del amor
de las mujeres, presas en el reino de los hombres.
Y, cuando al final, tras haberme arrancado
los ojos, aparezco Edipo apoyándome en mis dos niñas (momento en que a tal
punto lo melodramático roza lo ridículo que yo creo que aun hoy día ponedores
en escena lo rehuyen o disimulan) ahí se está dejando sentir esto: que eran las niñas de mis ojos, ya no míos
realmente, las que pueden, por compasión, acercarse a mí, a averiguar algo
de quién soy.
Cuando ciegue el alma, el ciego verá!
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