lunes, 19 de octubre de 2015

Cuento de Miguel de Unamuno. LA BECA


 
Armand Rassenfosse,.La Lecture.

 Cuento de Miguel de Unamuno.

 LA BECA



«Vuelva usted otro día...». «¡Veremos!». «Lo tendré en cuenta». «Anda tan mal esto...». «Son ustedes tantos...». «¡Ha llegado usted tarde, y es lástima!». Con frases así se veía siempre despedido don Agustín, cesante perpetuo. Y no sabía imponerse ni importunar, aunque hubiese oído mil veces aquello de «pobre porfiado saca mendrugo».
A solas hacía mil proyectos, y se armaba de coraje, y se prometía cantarle al lucero del alba las verdades del barquero; mas cuando veía unos ojos que le miraban ya estaba engurruñéndosele el corazón. «Pero ¿por qué seré así, Dios mío?», se preguntaba, y seguía siendo así, como era, ya que solo de tal modo podía ser él el que era.
Y por debajo gustaba un extraño deleite en encontrarse sin colocación y sin saber dónde encontraría el duro para el día siguiente. La libertad es mucho más dulce cuando se tiene el estómago vacío, digan lo que quieran los que no se han encontrado con la vida desnuda. Estos solo conocen las vestiduras de la vida, sus arreos, no la vida misma, pelada y desnuda.
El hijo, Agustinito, desmirriado y enteco, con unos ojillos que le bailaban en la cara pálida, era la misma pólvora. Las cazaba al vuelo.
- Es nuestra única esperanza -decía la madre, arrebujada en su mantón, una noche de invierno- que haga oposición a una beca, y tendremos las dos pesetas mientras estudie... ¡Porque esto de vivir así, de caridad...! ¡Y qué caridad, Dios mío! ¡No, no creas que me quejo, no! Las señoras son muy buenas; pero...
- Sí; que, como dice Martín, en vez de ejercer caridad se dedican al negocio de la beneficencia.
- No, eso no; no es eso.
- Te lo he oído alguna vez; es que parece que al hacer caridad se proponen avergonzar al que la recibe. Ya ves lo que nos decía la lavandera al contamos lo que les dieron de comer en Navidad y les servían las señoritas..., «esas cosas que hacen las señoritas para sacarnos los colores a la cara...».
- Pero hombre...
- Sé franca y no tengas secretos conmigo. Comprendes que nos dan limosna para humillamos...
En las noches de helada no tenían para calentarse ni aun el fuego de la cocina, pues no le encendían. Era el suyo un hogar apagado.
El niño lo comprendía todo y penetraba en el alcance todo de aquel continuo estribillo de «¡Aplícate, Agustinito, aplícate!».
Ruda fue la brega en las oposiciones de la beca, pero la obtuvo, y aquel día, entre lágrimas y besos, se encendió el fuego del hogar.
A partir de este día del triunfo acentuose en don Agustín su vergüenza de ir a pretender puesto; aunque poco y mal, comían de lo que el hijo cobraba, y con algo más, trabajando el padre acá y allá de temporero, iban saliendo mal que bien, del afán de cada día. ¿No se ha dicho lo de «bástele a cada día su cuidado», y no lo traducimos diciendo que «no por mucho madrugar amanece más temprano»? Y si no amanece más temprano por mucho madrugar, lo mejor es quedarse en la cama. La cama adormece las penas. Por algo los médicos dicen que el reposo lo cura todo.
- ¡Agustín, los libros! ¡Los libros! ¡Mira que eres nuestro casi único sostén, que de ti depende todo!... ¡Dios te premie! -decía la madre.
Agustinito, ni comía, ni dormía, ni descansaba a su sabor. ¡Siempre sobre los libros! Y así se iba envenenando el cuerpo y el espíritu: aquel, con malas digestiones y peores sueños, y este, el espíritu, con cosas no menos indigeribles que sus profesores le obligaban a engullir. Tenía que comer lo que hubiera y tenía que estudiar lo que le diese en el examen la calificación obligada para no perder la beca.
Solía quedarse dormido sobre los libros, a guisa estos de almohada, y soñaba con las vacaciones eternas. Tenía que sacar, además, premios, para ahorrarse las matrículas del curso siguiente.
- Voy a ver a don Leopoldo, Agustinito, a decirle que necesitas el sobresaliente para poder seguir disfrutando la beca...
- No, no hagas eso, madre, que está muy feo...
- ¿Feo? ¡Ante la necesidad nada hay que sea feo, hijo mío!
- Pero si sacaré sobresaliente, madre; si lo sacaré.
- ¿Y el premio?
- También el premio, madre.
- Dios te lo premie, hijo mío.
Hallábase obligado a sacar el premio, obligado, que es una cosa verdaderamente terrible.
- Mira, Agustinito, don Alfonso, el de Patología médica, está enfermo; debes ir a su casa a preguntar cómo sigue...                  
- No voy, madre; no quiero ser pelotillero.                       
- ¿Ser qué? 
- ¡Pelotillero!         
- Bueno, no sé lo que es eso, pero te lo entiendo, y los pobres, hijo mío, tenemos que ser pelotilleros. Nada de aquello de «pobre, pero orgulloso», que es lo que más nos pierde a los españoles...
- Pues no voy.
- Bien; iré yo.
- No, tampoco irá usted.
- Bueno, no quieres que sea pelotillera..., pues no iré; pero, hijo mío…
- Sacaré el sobresaliente, madre.
Y lo sacaba el desdichado, pero ¡a qué costa! Una vez no sacó más que notable, y hubo que ver la cara que pusieron sus padres.
- Me tocaron tan malas lecciones...                       
- No, no; algo le has hecho...-dijo el padre.           
Y la madre añadió: 
- Ya te lo decía yo... Has descuidado mucho esa asignatura...
El mes de mayo le era terrible. Solía quedarse dormido sobre los libros, teniendo la cafetera al lado. Y la madre, que se levantaba solícita de la cama, iba a despertarle y le decía:
- Basta por hoy, hijo mío; tampoco conviene abusar... Además, te rinde el sueño y se malgasta el petróleo. Y no estamos para eso.
Cayó enfermo y tuvo que guardar cama; le consumía la fiebre. Y los padres se alarmaron, se alarmaron del retraso que aquella enfermedad podía costarle en sus estudios; tal vez le durara la dolencia y no podría examinarse con seguridad de nota, y le quedaría el pago de la beca en suspenso.
El médico auguró a los padres que duraría aquello, y los padres, angustiados, le preguntaban:
- ¿Pero podrá examinarse en junio?
- Déjense de exámenes, que lo que este mozo necesita es comer mucho y estudiar poco, y aire, mucho aire...               
- ¡Comer mucho y estudiar poco! -exclamó la madre-. Pero, señor, ¡si tiene que estudiar mucho para poder comer poco!...
- Es un caso de surmenage.
- ¿De sur qué?       
- De surmenage, señora; de exceso de trabajo.
- ¡Pobre hijo mío! —Rompió a llorar la madre—. ¡Es un santo..., un santo!
Y el santo fue reponiéndose, al parecer, y cuando pudo tenerse en pie pidió los libros, y la madre, al llevárselos, exclamó:
-       ¡Eres un santo, hijo mío!
Y a los tres días:
- Mira, hoy que está mejor tiempo puedes salir; vete a clase bien abrigado, ¿eh?, y dile a don Alfonso cómo has estado enfermo, y que te lo dispense...
Al volver de clase dijo:
- Me ha dicho don Alfonso que no vuelva hasta que esté del todo bien.
- Pero, ¿y el sobresaliente, hijo mío?
- Lo sacaré.
Y los sacó, y vio las vacaciones, su único respiro. «¡Al campo!», había dicho el médico. ¿Al campo? ¿Y con qué dinero? Con dos pesetas no se hacen milagros. ¿Iba a privarse don Agustín, el padre, de su café diario, del único momento en que olvidaba penas? Alguna vez intentó dejarlo; pero el hijo modelo le decía:
- No, no; vete al café, padre; no lo dejes por mí, ya sabes que yo me paso con cualquier cosa...
Y no hubo campo, porque no pudo haberlo. No recostó el pobre mozo su cansado pecho sobre el pecho vivificante de la madre Tierra; no restregó su vista en la verdura, que siempre vuelve, ni restregó su corazón en el olvido reconfortante.
Y volvió el curso, y con él la dura brega, y volvió a encamar el becario, y una mañana, según estudiaba, le dio un golpe de tos y se ensangrentaron las páginas del libro por el sitio en que se trataba de la tisis precisamente.
Y el pobre muchacho se quedó mirando al libro, a la mancha roja, y más allá de ella, al vacío, con los ojos fijos en él y el frío de la desesperación acoplada en el alma. Aquello le sacó a flor de alma la tristeza eterna, la tristeza trascendental, el hastío prenatal que duerme en el fondo de todos nosotros, y cuyo rumor de carcoma tratamos de ahogar con el trajineo de la vida.
- Hay que dejar los libros enseguida -dijo el médico en cuanto le vio-; ¡pero enseguida!
- ¡Dejar los libros! -exclamó don Agustín-. ¿Y con qué comemos?
- Trabaje usted.
- Pues si busco y no encuentro; si...
- Pues si se les muere, por su cuenta...
Y el rudo de don José Antonio se salió mormojeando: «¡Vaya un crimen! Este es un caso de antropofagia...: estos padres se comen a su hijo».
Y se lo comieron, con ayuda de la tisis; se lo comieron poco a poco, gota a gota, adarme a adarme.
Se lo comieron vacilando entre la esperanza y el temor, amargándoles cada noche el sacrificio y recomenzándolo cada mañana.
¿Y qué iban a hacer? El pobre padre andaba apesadumbrado, lleno de desesperación mansa. Y mientras revolvía el café con la cucharilla para derretir el terrón de azúcar se decía: «¡Qué amarga es la vida! ¡Qué miserable la sociedad! ¡Qué cochinos los hombres! Ahora solo nos faltaba que se nos muriera...». Y luego, en voz alta: «Mozo, ¡el Vida Alegre!».
Aún llegó el chico a licenciarse y tuvo el consuelo de firmar en el título, de firmar su sentencia de muerte con mano trémula y febril. Pidió luego un libro, una novela.
- ¡Oh, los libros, siempre los libros! —exclamó la madre—. Déjalos ahora. ¿Para qué quieres saber tanto? ¡Déjalos!
- A buena hora, madre.      
- Ahora a descansar un poco y a buscar un partido...
- ¿Un partido?
- Sí; he hablado con don Félix, y me ha prometido recomendarte para Robleda.
A los pocos días se iba Agustinito, para siempre, a las vacaciones inacabables, con el título bajo la almohada —fue un capricho suyo— y con un libro en la mano; se fue a las vacaciones eternas. Y sus padres le lloraron amargamente.
- Ahora, ahora que iba a empezar a vivir; ahora que nos iba a sacar de miserias; ahora... ¡Ay, Agustín, qué triste es la vida!     
- Sí, muy triste —murmuró el padre, pensando que en una temporada no podría ir al café.
Y don José Antonio, el médico, me decía después de haberme contado el suceso: «Un crimen más, un crimen más de los padres... ¡Estoy harto de presenciarlos! Y luego nos vendrán con el derecho de los padres y el amor paternal... ¡Mentira!, ¡mentira!, ¡mentira! A las más de las muchachas que se pierden son sus madres quienes primero las vendieron... Esto entre los pobres, y se explica, aunque no se justifique. ¿Y los otros? No hace aún tres días que González García casó a su hija con un tísico perdido, muy rico, eso sí, con más pesetas que bacilos, ¡y cuidado que tiene una millonada de estos!, y la casó a conciencia de que el novio está con un pie en la sepultura; entra en sus cálculos que se le muera el yerno, y luego el nieto que pueda tener, de meningitis o algo así, y luego... y para este padre que se permite hablar de moralidad, ¿no hay grillete? Y ahora, este pobre chico, esta nueva víctima... y seguiremos considerando al Estado como un hospicio, y vengan sobresalientes y canibalismo...; ¡canibalismo, sí, canibalismo! Se lo han comido y se lo han bebido; le han comido la carne, le han bebido la sangre...; y a esto de comerse los padres a ion hijo, ¿cómo lo llamaremos, señor helenista? Gonofagía, ¿no es así? Sí gonofagía, gonofagía, porque llamando a las cosas en griego pierden no poco del horror que pudieran tener. Recuerdo cuando me contó usted lo de los indios aquellos de que habla Heródoto, que sepultaban a sus padres en sus estómagos, comiéndoselos. La cosa es terrible; pero más terrible aún es lo de Saturno devorando a sus propios hijos; más terrible aún es el festín de Atreo. Porque el que uno se coma al pasado, sobre todo si ese pasado ha muerto, puede aún pasar; ¡pero esto de comerse al porvenir!...
»Y si usted observa, verá de cuántas maneras nos lo estamos comiendo, ahogando en germen los más hermosos brotes.
»Hubiera usted visto la triste mirada del pobre estudiante, aquellos ojos, que parecían mirar más allá de las cosas, a un incierto porvenir, siempre futuro y siempre triste, y luego aquel padre, a quien no le faltaba su café diario. Y hubiera visto su dolor al perder al hijo, dolor verdadero, sentido, sincero -no supongo otra cosa-; pero dolor que tenía debajo de su carácter animal, de instinto herido, algo de frío, de repulsivo, de triste. Y luego esos libros, esos condenados libros, que en vez de servir de pasto sirven de veneno a la inteligencia; esos malditos libros de texto, en que se suele enfurtir todo lo más ramplón, todo lo más pedestre, todo lo más insufrible de la Ciencia, con designios mercantiles de ordinario...».
Calló el médico, y callé yo también. ¿Para qué hablar?
Pasado algún tiempo me dijeron que Teresa Martín, la hija de don Rufo, se iba a monja. Y al manifestar mi extrañeza por ello, me añadieron que había sido novia de Agustín Pérez, el becario, y que desde la muerte de este se hallaba inconsolable. Pensaba haberse casado en cuanto tuviera partido.
- ¿Y los padres? —se me ocurrió argüir.
Y al contar yo luego al que me trajo esa noticia la manera cómo sus padres se lo habían comido, me replicó inhumanamente:
- ¡Bah! De no haberle comido sus padres, habríale comido su novia.
- ¿Pero es —exclamé entonces— que estamos condenados a ser comidos por uno o por otro?
- Sin duda —me replicó mi interlocutor, que es hombre aficionado a ingeniosidades y paradojas—, sin duda; ya sabe usted aquello de que en este mundo no hay sino comerse a los demás o ser comido por ellos, aunque yo creo que todos comemos a los otros y ellos nos comen. Es un mejoramiento mutuo.
- Entonces vivir solo —dije.
Y me replicó:
- No lograra usted nada, sino que se comiera a sí mismo, y esto es lo más terrible, porque al placer de devorarse se junta el dolor de ser devorado, y esta fusión en uno del placer y el dolor es la cosa más lúgubre que puede darse.
- Basta —le repliqué.

miércoles, 9 de septiembre de 2015

«No sepas nunca tú quién eres» ¿AGC?


Edipo en Colona

 «No sepas nunca tú quién eres» ¿AGC?
miércoles 26 de diciembre de 2001

   

   Yo era también Edipo (y ¿quién no, al menos de este sexo), y lo era lo primero en cuanto acertador de adivinanzas, aunque no sea capaz ahora de dar cuenta del método por el que acerté la que la Esfinge me proponía, con amenaza de morir al punto si fallaba o de ascender al poder sumo si daba con la respuesta justa.

   Recuerdo, sí, que los viejos griegos jugaban con el nombre que entre ellos tuve, Oidípous, y contaban a veces que me venía de lo hinchados que tenía los tobillos, presos con grilletes, cuando de recién nacido me encontraron en el monte abandonado, como seña de que a mí más que a otros iba a costarme andar suelto por la tierra; pero, otras veces, que significaba el que sabe de pies , que sabe número de pies (4 primero, 2 luego y 3 al fin), como que gracias a ese saber dí con la solución del acertijo de la Esfinge. Y claro está que todo eso son chistes de pueblo y pedanterías de etimologistas, si bien también acaso el reírse de ellas ayude a descubrir algo.
   Más bien sospecho de mí mismo que es que, al ver que la Esfinge se me enfrentaba como La Otra, y que entonces, al preguntarme a mí, apenas podía preguntar más que de mí, como la Policía, estaba ya dispuesto a responder, a cualquier enigma o pregunta que me propusiera, «el Hombre», sintiendo que con eso iba a decir la gran mentira, y a acertar por tanto.
   Así gané el Poder, de mí mismo y del Estado y su Tesoro, y así tuve que pagarlo. Pues eso de «el Hombre», sirve para cubrirme de la verdad y protegerme de la perdición, pero de mí, de quién soy yo de veras, no puede ser sino una falsificación (YO no es eso), como bien han entendido a lo largo de este registro aquellos lectores que, al leer, oyen.
   Debía pués seguir, sin distraerme con tales trampantojos como Hombre o Rey o Protagonista, averiguando quién era de veras yo, por debajo de esas máscaras y de mi Nombre Propio, cifra de falsedades. La averiguación era ciertamente dura y complicada, y, de no haber contado, dentro y fuera de mí, con un genio contrario a mí mismo, nunca habría podido llegar siquiera a un vislumbre de la verdad. Lo que pasa con esto, como con las otras razones del MU del pueblo que siguen en la Historia resonando, es que a los lectores generalmente les llegan a través de la Literatura, que, a la vez que les guarda algo de aquel recuerdo, no puede por menos de reducirlo y falsificarlo: así, en este caso de mí mismo nombrado Edipo, la tragedia de Sofoclés, tal vez el mayor éxito de la Historia del Teatro, y con la habilidad dramática que la crítica desde Aristóteles hasta hoy le reconoce, pero que para ello ha tenido que reducir el mito a la trivialidad del género policíaco, y mi averiguación a los tristes límites de la Ley,   como si mi meta fuese el descubrimiento de mi paternidad y el horror desnudo del incesto, y que la verdad no fuese más que el reconocimiento de la realidad, y con eso de saber mi padre y mi pecado ya hubiese averiguado quién soy yo, y pudiese, en ceguedad o en muerte, descansar de la averiguación, que en verdad no puede cesar en respuesta alguna.
   Dicho sea, sin embargo, en honor de la tragedia, que tampoco, entremedias de su domesticidad, deja de revelar acerca de mí destellos más verdaderos y salvajes: así, cuando Yocasta, habiendo ya para sí descubierto el caso, me grita «No sepas tú quién eres», está diciendo toda la ambigüedad del amor de las mujeres, presas en el reino de los hombres.
   Y, cuando al final, tras haberme arrancado los ojos, aparezco Edipo apoyándome en mis dos niñas (momento en que a tal punto lo melodramático roza lo ridículo que yo creo que aun hoy día ponedores en escena lo rehuyen o disimulan) ahí se está dejando sentir esto: que eran las niñas de mis ojos, ya no míos realmente, las que pueden, por compasión, acercarse a mí, a averiguar algo de quién soy.
  Cuando ciegue el alma, el ciego verá!

 

domingo, 30 de agosto de 2015

¿ALGO SE MUEVE? Isabel Escudero Ríos


     
     

¿ALGO SE MUEVE?
 
DEL MOVIMIENTO (Canción sin causa ni fin)
¿Quién mece la cuna,
la cuna en el aire?:
   la cuna vacía
   no la mece nadie.
¿Quién mueve la luna
por el firmamento?:
   a la luna nadie
   le da mandamientos.
¿Quién mueve las nubes
por el cielo azul?:
   no las mueve nadie
   ni las mueves tú.
¿Quién mueve las olas
del bravío mar?:
   ni nadie las mueve
   no se pararán.

             Con motivo de un encuentro científico de astrofísicos sobre «El Hombre y el Universo», me tocó pasar algunos de los últimos días de septiembre en Sevilla (¡que Dios la bendiga y la olvide!), florida de jazmines y turistas tardíos que iban y venían y  giraban y tornaban, y volvían a ir y venir de acá para allá entre pacientes caballos uncidos a sus calesas que, a su vez, también iban y venían con cierta mecánica resignación. Y así todo el día...
 
            De regreso en el hotel, al cerrar los ojos, se me aparecía en medio de la vana noche ese trajín interminable y repetido de turistas cruzándose con las imágenes parpadeantes y multicolores de las estrellas y los corpúsculos cósmicos que aquellos hombres de Ciencia nos hacían ver a través de sus potentes telescopios y en inéditas fotografías del firmamento sorprendido desperezándose por el impúdico cíclope tecnológico. Un nuevo cielo de ángeles proteicos, deshilachados y geométricos al tiempo, exactos y deshechos, luminosos y sombríos a la vez, se abría a nuestros ojos en una nueva visión "científica" de aquellas estampas celestiales de nuestra vieja religión, la verdadera. Así que meteoritos, núcleos, supernovas, núbolas y fogocitos -todos ellos domesticados con nombres más o menos de andar por casa-, agitándose en arquitectónico desorden o en organizado caos por los cielos vigilados, se mezclaban y confundían en mi sueño con las azogadas hordas de turistas de las calles sevillanas. O sea que la cuestión arriba y abajo consiste en moverse. Parece que la Realidad, eso que llamamos la Realidad, tanto la cotidiana y 'natural' como la extraordinaria -y que antaño solíamos decir 'sobrenatural'- se fabrica con el movimiento; que sólo eso de moverse y que las cosas se muevan hacen Realidad y su Ciencia: la Física.

            Y sin embargo, a pesar de la evidencia, o quizá por ella, uno se pregunta sospechoso: «pero...¿es que algo se mueve?»; porque, es que si miramos a lo alto, a eso del firmamento -al Universo como dice la Ciencia- el moverse de una estrella implica automáticamente su destrucción: la estrella se deshace en su fuga; ya no es lo que era; su corrimiento es su desaparición: cuando se corre una estrella se pierde. Pero ¿qué pasa por acá abajo con eso del movimiento y los turistas de mi sueño? ¿Qué les pasaba o no les pasaba a ellos cuando, tan extenuados como optimistas, se cruzaban entre sí una y otra vez y al reconocerse  intercambiaban sonrisas y saludos con tan mecánica naturalidad en aquella desasosegada trama babélica? ¿Y en esa infantil carrera, qué les pasaba a ellos o no les pasaba que tuviera algo que ver con aquella fatal carrera de los astros?. La cuestión es tan vieja como el mundo, y ya el zorro de Zenón la atacó certeramente por el centro. Pero la imposibilidad y la contradicción siguen estando vivitas y coleando y se presentan desnudas al sentido común cuando menos te lo esperas. Veamos:

            Que uno, al menos acá abajo, se mueve para y por ser el que es[1], y que no hay movimiento sin 'identidad' parece, pese a las apariencias, un hecho de pura lógica; y que el movimiento no se demuestra ni andando, ya que la condición primera es que usted, el que anda, se mantenga igualito a sí mismo durante todo el trayecto, y que como aquella rodante naranjita de Mairena, aunque penas y descalabros contra esquinas y malos amores no le dejen ni en sombra de lo que era, sólo si queda alguna partícula de usted que le sea particular y propia, que le haga a usted y al prójimo reconocerse y reconocerlo -aunque sea en el más recóndito de sus escondrijos- o sea, que siga siendo usted el que es, inmutable, es gracias a eso y sólo por eso que usted se ha movido (¿Se acuerda de aquella clase de Sofística en la que el maestro ante el asombro de los aprendices afirmaba: «que todo cuanto se mueve es inmutable, es decir, que no puede afirmarse de ello otro cambio que el cambio de lugar; que el movimiento corrobora la identidad del móvil en todos los puntos de su trayectoria. [Que] sea lo que sea aquello que se mueve, no puede cambiar, por el mismo hecho de moverse». Pues eso). Claro que usted lo tiene más fácil que la pobre naranjita de Mairena, tan común la pobre; usted es un Nombre Propio, y mientras que usted no pierda su nombre y no sólo eso, sino que todos sus prójimos y prójimas le pierdan a usted de su memoria, la ilusión de su moverse está garantizada. Tendría usted que, al revés Ulises, perderse en el maremagnum de los mares, entregarse al canto de las sirenas y al pasto de los dioses, convertirse en cerdo, arrastrarse por lodos y pedregales y, aún con eso, si al tornar a su hogar,  su vieja nodriza, al palpar la cicatriz de su infancia, le reconoce, usted no se habrá de verdad 'movido' ni un ápice; se habrá desplazado, cambiado de lugar, pero usted seguirá inmutable siendo el que es.  O como aquél viejo samurai que al volver de la larga guerra no es reconocido por ninguna de sus siete concubinas y tan sólo su caballo le reconoce. No hay viaje, hay turismo.

            Recordemos de nuevo las palabras de Mairena: «Si lo que se mueve no puede cambiar, es el movimiento la prueba más firme de la inmutabilidad del ser, entendiendo por ser ese algo que no sabemos lo que es, ni siquiera si es, y del cual en ese caso pensamos el movimiento». (En cuanto a nuestra pregunta del título, dejaremos para otro día, aunque sean inseparables, la cuestión del 'algo', que tiene tanta miga como el 'se mueve'). Lo cierto es que el movimiento, a la manera eleática, tiene que pensar un ser inmutable, al cual se le atribuye. Y concluye el maestro «Si todo, pues, se mueve nada cambia». «Si algo cambia, no se mueve». «Si todo cambiase, nada se movería».

            Pero parece que no vale tampoco hacer demasiados distingos entre transformación y movimiento. Ante la observación del alumno sobre la distinción entre cambio de lugar o movimiento y cambios cualitativos, ya sabéis lo que le respondió Mairena: «Dejémonos de monsergas... Los cambios cualitativos, si son meras apariencias que sólo contienen cambios de lugar o movimientos, están en el caso que ya antes hemos analizado (arriba); si son otra cosa, escapan al movimiento y son, necesariamente inmóviles. Siempre vendremos a parar a lo mismo: el movimiento es inmutable y el cambio es inmóvil». Y añade que si se estiman estas diferencias pasaría que: «si el cambio es una realidad y el movimiento es otra, la realidad absoluta sería absolutamente heterogénea».

            Ya mucho antes de Mairena y su maestro Abel Martín, la aporía de Zenón planteaba con desparpajo la contradicción suma en la que se basa toda Física en cuento la roza el lenguaje: «Un móvil ni se mueve donde está ni donde no está»... porque si está no se mueve, y si no está ni se mueve ni puede hacer cosa alguna.

            Así que, dado ese vínculo constitutivo recíproco entre 'movimiento' e 'identidad', no nos debe extrañar que en el Progreso de la Historia -en el Progreso del Progreso- cuando la constitución de la identidad individual refinada por el culto al Humanismo, amenaza con la suprema perfección de esa entelequia del Hombre (mayúsculo y civilizado) una de las notas o rasgos sustantivos y definitorios de 'Individuo' (idéntico a sí mismo) será el de su movimiento libre y continuo de tal manera que precisamente su índice de identidad individual será su motilidad y disponibilidad de movimiento: él es el que se mueve. Su capacidad de movimiento debe ser ilimitada y metafísicamente perfecta: «si estoy volando en avión a Amsterdam es que soy Pepito» o «si es martes estamos en Bélgica».

            No es de extrañar, pues, el éxito desmedido del automóvil particular -del coche individual- fenómeno coincidente con el auge de las democracias y paradigmático de esta constitución individual progresada vía movimiento. Los pies del Régimen demotecnocrático de los Países Desarrollados del llamado Estado del Bienestar, tienen que estar siempre moviéndose. Los mismos mensajes publicitarios de los anuncios de coches establecen bien claramente la similitud y simultaneidad de los términos velocidad y persona, sin separar velocidad del objeto y personalidad del objeto, ya que en el caso del automóvil propio particular (máxima perfección de la mónada individual democrática) más bien el sujeto es el artefacto y el conductor un implemento cada vez más secundarios. El éxito, pues, en todo el Mundo Desarrollado demuestra bien a las claras las ondas conexiones entre la constitución del Individuo moderno típico del tecnohumanismo democrático y su vana constitución con movimiento uniformemente acelerado, el desplazamiento sin fin de un sitio a otro como señal de "libertad personal" (nótese que esta tan cacareada libertad personal consiste en la práctica -en el caso ejemplar del automóvil en ir donde va todo el mundo a la misma hora y por la misma autopista, pero eso sí: con la ilusión democrática de hacerlo por gusto y libertad personal.

            Y sin duda, otro fenómeno actual parejo y tan paradigmático como el del automóvil sobre la sustentación recíproca de 'movimiento' e 'identidad', es el del Turismo colectivo. Esas grandes oledas de turistas movidos de la Zeca a la Meca, traidos y llevados de acá para allá, también al parecer,  por decisión y gusto personal. ¿Es ese afán desmedido de constitución individual, de individualismo cada vez más autista el que hace moverse y removerse sin parar a las gentes de todos los Países Desarrollados? ¿Es la fiera necesidad de una Historia ya vieja y cansina que no tiene guerras donde mover y morir a sus peones? ¿son los espasmos automáticos de una Realidad demasiado hecha y maniática, amenazada de su propia fe, que entra en impaciencia motora en demencia senil y agita a sus átomos (individuos) y a sus moléculas (grupos) de acá para allá sin cesar hasta la tercera, cuarta o quinta edad si es preciso? ¿o es que el mundo ya papel de dinero (desaparecidas las cosas ya todas dinero) necesita batirse al mismo ritmo frenético del dinero, otra mentira que vive sólo de su movimiento.

            Sea lo que sea, parece ser signo de los tiempos ese movimiento desquiciado y constante, esa fe incansable, esa seguridad de saber a donde se va y por lo tanto ir (olvidando la sabia conseja del poeta: «caminante no hay camino...»). Los zapatones del Régimen del Desarrollo no pueden pararse como aquéllas zapatillas rojas del cuento.

            Pero, veamos, y con esto enlazo con aquellas estrellas fugaces de mis noches sevillanas con que iniciamos estas cavilaciones; ya hemos visto (con la ayuda de Mairena de Zenón y del sentido común) como, al menos por aquí abajo sólo lo inmutable se mueve, y lo cambiante está quieto; y que por Allá Arriba parece que correr/se es perderse, que moverse implica destrucción y negación instantánea de lo que se es: dejar de ser el/la/lo que se es. Y que estas razonables imposibilidades y paradojas desdicen el ilusorio trajín de los turistas (sin que ellos lo sepan, claro está).

            Y en estos difíciles casamientos andaba yo cuando me llegó una copla que brotaba de algún patio fresquito: «Como la luna y la tierra/Eva se hizo redonda/por arte de la paciencia». Y mira por donde yo que creía que empezaba a tener algo más claro aquélla pregunta del principio: ¿Algo se mueve?, me volví a liar de nuevo. Y con la letrilla de la copla, me vino aquella distinción enciclopédica que nos hacían de chicos en la escuela: rotación y traslación. Y mira por donde, parece que Eva en la guasa de la copla, había decidido, como la luna y la tierra, hacer ambas cosas a un tiempo  -como la que no quiere la cosa- para ser y no ser la misma al mismo tiempo; (revolución femenina: rota/rota sobre sí misma). Claro que Eva está del lado de la clarividente diosa (Parménides) y la diosa del lado de Eva, y quizá ese su saber de una vez, que entra por los ojos en un golpe de vista, a lo mejor no está tan reñido con eso otro del decir, calcular, razonar (Heráclito).


         
     Isabel Escudero Ríos, a 30 Septiembre de 1994, publicado en la Revista Archipiélago,

nº 18-19


    [1]Contra el Tiempo, Agustín García Calvo, Edit. Lucina. 1993