miércoles, 18 de diciembre de 2013

La de Puertohurraco. Ramo de Romances y baladas. ¿Agustín García Calvo?





La de Puertohurraco. Ramo de Romances y baladas. 


8



Los que hablan del piso nuevo
y las cuentas de la casa,
escuchen lo que es familia,
aprendan cómo se mata.

En Puertohurraco, señores,
en la Serena secana,
que es un arroyo que parte
en dos las ventitrés casas,

estalló el amor de madre
y la flor de la venganza,
que de tiempo atrás venía
criándose mal regada.

En Monterrubio vivían,
de Puertohurraco apartadas,
las dos hermanas Izquierdo,
que eran Angela y Luciana,

con Emilio y con Antonio,
sus dos hermanos del alma,
hablando poco con ellos,
que son de pocas palabras;

vivían sin ver la calle,
con las persianas bajadas;
hasta para ir a las compras
a sus hermanos mandaban;

cerradas día tras día,
cuidando la flor sagrada,
solas las dos con la Tele,
donde el rosario rezaban.

………………...

«Oye, hermana, que esta noche
otra vez se me ha soñado,
la madre en su cama ardiendo,
los ojos casi ya blancos.»

«Eso no son sueños, Ángela,
que es su espíritu ultrajado,
que viene a pedir justicia,
que viene a buscar descanso.»

«Sí, pero en tanto, Luciana,
se va yendo año tras año,
y nada hacemos por ella,
y el amor se va gastando:

tú ya pasas de sesenta,
yo a cincuenta estoy llegando,
y entre tú y yo, de aquí a poco,
serán viejos los hermanos;

como no nos demos prisa,
ya todo se irá olvidando.»
«Eso nunca, Angela, nunca:
aquí no hay olvido, ¿estamos?»

«Pero ¿qué sirve nosotras,
si los hombres dan de mano?»
«Ellos son muy buenos hijos,
aunque sean algo tardos:
bien sabes que sólo viven
pal ganado y pal trabajo
y que no tienen más vicio
que cazar de vez en cuando.»

«Ya lo se: son nuestros hombres;
son nuestros y nuestros, claro.
Pero acaso de la historia
ellos no están tan al tanto

como nosotras, que aquí
cada día la rezamos.»
«Pues, si tan lerdos los cuentas,
habrá otra vez que contárselo.

Antonio, Emilio: quería
Ángela deciros algo.»
«No, Luciana, que tú sabes
mejor hacer el relato.»

………………………………..

«Hoy hace ya los seis años
que en su casa y en su catre
a nuestra madre quemaron,
que el Dios del cielo la guarde.

Nosotras en Puertohurraco
estábamos esa tarde,
y vimos arder la casa
y en la casa nuestra madre:

por nuestros ojos la veis
vosotros que allí no estabais.
Fuego de saña prendieron
unas manos criminales,

que en el pueblo todavía
bullen y danzan triunfantes,
 y crían como benditos
hijos o hijas a pares.

Allí la casa ha quedado
tal y cual tras el desastre,
para que bien lo recuerde
todo el que por allí pase.»

Ángela con la cabeza
va punteando el romance;
con ronco gemido asienten
los dos hermanos leales.

«Y bien sabéis que la inquina
venía de mucho antes,
que os han sembrado la vida
de mil afrentas y ultrajes.

No tengo que recordaros,
que bien de hiel que tragasteis,
cuando al hermano Jerónimo
lo metieron en la cárcel,

por portarse como un hombre,
por castigar a un infame,
y allí hasta que se pudrió
por no poder bien vengarse;

y cuando, siendo yo niña
(bien se lo oísteis a madre),
al tío Daniel llevaron
a prisión unos cobardes,

porque quiso defender
la honra de los familiares.
Luego vino aquella guerra
con alboroto tan grande:

creerían que con la guerra
nuestro asunto iba a olvidarse;
pero bien se equivocaban,
que en esta guerra no hay paces.»

Angela con la cabeza
va punteando el romance;
con ronco gemido asienten
los dos hermanos leales.

«Pues sabed que Puertohurraco
lo fundaron nuestros padres
hace un siglo, y los Izquierdo
son sus gentes naturales.

Luego vino esa ralea
que, por venir de ultramares,
quisieron hacerse allí
los amos y mandamases;

pero eso no será nunca,
¡por los ojos de la madre!,
mientras haya Izquierdos vivos
y no se mezclen las sangres.

Isabel, como locuela,
quiso rendirse y casarse;
pero Angela y yo quedamos,
como monjas, como mártires,

sólo a velar por vosotros
y a que la fe no se apague
y arda como esa llamita
que ahí en el aceite arde.»

Ángela con la cabeza
va punteando el romance;
con ronco gemido asienten
los dos hermanos leales.

………………………….

Una tarde al fin de Agosto,
al levantar de la siesta,
a sus hermanas los hombres
les hablan de esta manera:

«Vosotras iros de viaje
a los recados que sean.
A Puertohurraco el domingo
vamos a echar unas cuentas.»

El domingo por la tarde,
estando el pueblo a la fresca,
allí se les plantan ambos
y con sendas escopetas.

Lo que pasó ya lo saben,
que bien lo contó la Prensa:
a la voz de «Aquí venimos
para vengar a la muerta»,

dispararon a mansalva
sobre la gente revuelta,
buscando a los Cabanillas,
pero caiga quien cayera.

A siete dejaron muertos,
entre ellos dos rapazuelas
de un Cabanillas, Antonio,
que iban aún a la escuela,

mas otros cuántos heridos,
que luego alguno muriera,
y aún, para sacar a otros,
aporreaban las puertas.

Los atraparon los guardias,
como al jabalí en las breñas,
y a justicia los llevaron
al Juzgado de Castuera;

y hubo a los dos que encerrarlos
solos en muy fuerte celda,
porque Antonio Cabanillas
anda rondando la Audiencia

con un cuchillo en el cinto
y atrás navaja barbera.
Allí seguirán callando
a espera de la sentencia.

………………………………

Con las hermanas han dado
allá en Madrid villa y corte,
en esa estación de Atocha,
entre neón y altavoces,

queriendo volverse al pueblo,
que no digan que se esconden.
Agentes las acompañan,
y ya en el tren, tope a tope,

van queriendo sonsacarles
qué saben o cómo y dónde;
ellas «No sabemos nada»,
y «Nada» otra vez responden.

Cuando uno a Luciana dice
«¿Qué hay de cierto, usted perdone,
de que hace unos treinta años
hubo un conato de amores

entre Antonio Cabanillas
y usted?», muy seria se pone:
«No conozco a ese señor
ni nunca he oído su nombre».

Ángela con la cabeza
va confirmando los noes.

…………………………….

A espera de la Justicia
siguen todos en tal trance,
justicia que no es venganza;
que, por justa que la saquen,

no dará vida a los muertos;
y a los otros, que les canten
que perdónalos, Señor,
que no saben lo que hacen.

Ahora que estoy solo cantaré mi canto de victoria.




Ahora que estoy solo cantaré mi canto de victoria. 


99


Ahora que estoy solo 
cantaré mi canto de victoria. 
Bailando sobre la piel
de la serpiente antigua, 
canto mi canto de victoria.

Muerta, muerta está 
la enemiga real del hombre:
esta mano flaca 
(la miro y no lo creo) 
mató a la enemiga del hombre.

Enroscada estaba 
entre las entrañas de la tierra: 
todo el invierno 
su veneno cocía 
en las entrañas de la tierra.

Pero yo llegué 
al aliento de la primavera; 
la hostigué, le grité 
«Sal fuera, si te atreves, 
al aire de la primavera!».

Que era una traidora 
mujer o, si no, que era el Diablo
decía la gente;
pero yo la he visto: 
ni era mujer ni el Diablo era.

Era la gente misma, 
era la ley de los hombres malos:
su cuerpo, carreteras 
de asfalto; sus ojos, 
luz de neón de los hombres malos.

Ahora que estoy muerto 
cantaré mi canto de victoria.
Pateando las grasas negras 
de la serpiente, 
canto mi canto de victoria.

Salió al fin de su hura, 
que dentro de mi cuerpo estaba:
allí vivía: allí
pacía de mis hígados 
y dentro de mi carne estaba.

Con la leche blanca 
de mi madre, con las negras letras 
me había entrado dentro; 
y fabricó mi dentro 
de negra leche y malas letras.

«Sal aquí», le dije, 
«¡saca al sol tu cabeza ciega!» 
Grité en las guaridas 
de mi alma «¡Saca 
al sol de todos tu cabeza ciega!»

Y rugía y gruñía 
y gemía «¡Si yo soy tu madre!», 
y a rastras salía, 
y yo más la azuzaba 
«¡Pues gime, pues eres mi madre!»

Pero era mentira: 
porque yo era el hijo de la gran puta: 
mi padre, millones; 
mi madre, ninguna: 
era sólo el hijo de la gran puta.

Ahora que soy uno 
con todas las crías de la tierra 
cantaré mi canto, 
mi canto de victoria, 
el de todas las crías de la tierra.

Como al golpe de la azada 
sale a la luz la lombriz gigante, 
y en blancuzca blandura 
se retuerce deslumbrada 
a la luz la lombriz gigante,

así ella temblaba 
cuando refuté su vieja mentira 
con razones mortales 
y del fondo del asco 
vomité mi vieja mentira.

Cuando fuera estuvo, 
yo en tanto había muerto en la guerra; 
matarla quería 
con mi propia espada, 
pero había muerto en la guerra.

Y en el mismo instante 
miré en torno, y la vida era hermosa:
rosales sangraban 
un aroma palpable 
todo en torno, y la vida era hermosa.

Las hermanas vinieron 
con el cuerpo deslumbrante de blanco: 
a abrevar en mi noche
venían hermanas 
deslumbrante su cuerpo de blanco.

Ahora que estoy vivo 
cantaré mi canto de victoria. 
Con la piel de la muerte 
ceñida a mis ríñones 
canto mi canto de victoria.

Esta mano era 
por momentos la mano de una diosa, 
y yo me la miraba, 
y no lo creía; 
y mi voz era voz de una diosa,
que gritaba «Yo 
soy el lucero de la mañana. 

No soy la que soy: 
soy la que no soy, 
lucero de la tarde y de la mañana.
Yo soy tu enemiga; 
yo soy la amiga de los hombres; 
y traigo en mi espada, 
mala fe, tu muerte, 
porque soy la amiga de los hombres.

Soy el bien del mal, 
soy juventud y sabiduría. 
Muere, vieja mentira, 
muere de herida doble 
de juventud y sabiduría!»

Y diciendo, hirió 
de vida a mi querida muerte; 
y ella viva nacía, 
una virgen blanca, 
del cadáver de mi propia muerte.

Ahora que ella vive, 
que resuene el canto de victoria.
Por los ojos dorados 
de la virgen blanca, 
recordad el canto de la victoria.

¿AGC?


NO ESTÁIS SOLOS







NO ESTÁIS SOLOS



No estáis solos, hombres de Dios. ¿Cómo pueden haberos convencido de que eso de ser hombre es algo tan único y singular?, que ya, hasta cuando intentáis imaginaros otras formas de vida, otros modos de inteligencia, vuestra ciencia, y la torpe ficción que le hace la rosca, no sabe más que imaginar hombrecitos, disfrazados de megagrípteros o metazoóstatos o cualesquiera de esos monigotes que les compráis a vuestros niños para irlos envenenando desde pequeños, pero siempre humanos como nosotros, repitiendo interplanetaria, intergalácticamente, las mismasestupideces y fantasmadas con que hemos cagoteado nuestra tierra; porque tenemos que comprender el mundo desde nosotros, objeto él de nuestro saber y nosotros, claro, los sujetos, hasta alcanzar el ideal supremo, que el mundo todo sea del Hombre, o mejor, que el mundo mismo sea hombre, vagando solo por el espacio sin estorbos: ése es el futuro a cuyo fin el Estado sacrifica sus capitales y cuantas vidas de súbditos haga falta, y la Ciencia a su servicio, queriendo entender todo desde dentro de nuestra realidad, no puede sino producir visiones cada vez más matemáticas y más vacías.

Pero a nosotros, con lo que nos queda de sentido común, ¿va a sernos tan difícil descubrir que no somos más que un caso de cosa entre las cosas, reconocer que las cosas, cualesquiera cosas, hablan, cada cual en su idioma, y que el nuestro es sólo el que corresponde a nuestra traza, y que igualmente se ríen las cosas y lloran, cada cual a su manera? ¿No vais nunca,lectores, a abandonar al Hombre, a ése "que se atormenta a sí mismo" con asuntos humanos en la comedia de Terencio, y trocar su dicho,i nsaciablemente repetido, por el de "Soy cosa: nada de las cosas me es ajeno"? Sólo así podré decirme y deciros que no, no estamos solos, y, renunciando a esa Fe que quiere condenar al Hombre, dejar que las cosas resuciten y nosotros, sin más tormento ni mentira, librándonos de nuestro ser y perdiéndonos en ellas.


A.G.C.

¿Quién contó las olas de la mar?




'¿Quién contó las olas de la mar?

¿Quién le puso números al sueño?
Por tener lo que volaba,
llenó su jaula de pájaros muertos.
Por tener lo que soñaba,
su sueño trocó por joyeles de hielo.


Ése fue el rey Midas de los frigios,
que una vez, se dice, halló en su huerto,
medio asno, sudoroso,
peludo todo, borracho, a Sileno;
y lo ató con correyuelas
en flor y con hiedras llevóselo preso.


Pero luego al padre Dïoniso
le entregó su bruto tembloriento.
Conque el dios, en su sonrisa
le dijo: «Elige qué quieres en premio».
Y él pidió: «se trueque en oro
sin más cada cosa que toquen mis dedos».


¿Quién dirá los días que ha vendido?
¿Quién es quien las rosas puso a rédito?
Por saber lo que tenía,
perdió tesoro sin cuenta ni dueño.
Por saber lo que soñaba,
en mármol y nombre volviósele el sueño.


Ésa fue la blanca niña Alma
que por celos de la misma Venus
hubo de tomar esposo
sin nombre, y nunca tenía que verlo.
Cada noche la abrazaba
y el gozo era sombra florida de besos.


Pero no bastó lo mucho y tanto:
todo quiso Alma, todo el tiempo;
y una noche que él dormía,
sacó la antorcha, la alzó sobre el lecho:
era Amor: su nombre supo;
lo vio y lo perdió: era amor, era ciego'.




¿AGC?


COMO SI NADARA.




COMO SI NADARA.


’Cuando la gente encantadora se pone a hablar de fútbol, dan ganas de cambiar de universo’. Eso les pasa a algunos. A otros pocos otros, les viene el recuerdo y la pregunta de la pregunta -acaso preguntándole al pasado- de qué era eso de hablar de fútbol. Quisiera con ello a pesar de lo duro del intento, sacar a través de una pelota al revés de lo mandado algo de lo desconocido si acaso del juego, así como si nada, en medio los banderazos ondulantes del símbolo, por excelencia, de la patria, que es el fútbol, y de misma lógica que deja frío el corazón “lo que es, es lo que es”.Quiera Dios ayudarme a desvestírsenos con palabras algo de su poder, pero creo que ni si quiera Él con toda su Omnipotencia sabe lo que puede y en consecuencia, tampoco lo que no puede; y entre medias, de esas posibilidades de vida administradas desde arriba y vendidas a la muerte, a la idea, de piernas corriendo al fin, vendidas al trabajo (juego hecho trabajo) para nada, se cuela por entre las piernas mi insolente pelota, como si nada, ella, que escapaíta(porque no es del todo la que quieren que sea y a pesar de todo, ella siente por la herida, la herida de haberla hecho Dios idea) se enguachina por los charcos, enamorando a los niños, que pasmaos la miran de mientras os ando contando esto, y que al paso de decirlo, ya son los niños y ella algo fuera del tiempo... Y es que la pelota nos habla, y habla al niño que se deja escucharla,que escucha su contradicción, tufillo que se cuela por entre la arena, que con magia de la que no existe pero la hay, regresa en cada recuerdo vivo, y nos trae alas bocas el regalo de ese entendimiento de lo que de veras era juego por el juego, y con ello hace el milagro de borrar la Historia, en cada regreso de recuerdo vivo, que nos llega de aquél hermoso hermano, de lo que era algo parecido al paraíso, a algo que por no tener cogido entre las manos lo puede una sentir, como si se perdieran ya las manos, las piernas y los balones! ¿no?(bendita canción perdida por entre las hierbas, ganada en cada pérdida). Ya ven ustedes: mi pelota no era la que era, ni tampoco lo es aquel niño que embriagado de magia con ella conseguía que a pesar de no haber sentido yo tan buen deshacer del hecho sienta aquello como parte mía y común; no es la que es siempre, y siendo la que es -“el fútbol es el fútbol”- queda prostituida al amo, llenando de vacío las vidas de los felices que andan por los bares de Dios muy entretenidos con sus televisores, y su repartición por ellos de su Gloria.Mi pelotita insolente y su niño viven: ella junto con los demás que apasionados de veras por ella se han dejado escuchar sus palabras y su agónica contradicción, y es que ella por lo bajo, llenita de barro se dejaba jugar con él, sin más aspiración que el juego por el juego, sin meta, sin redenciones de futuros, sin Administración de Muerte, y hasta se emociona y guarda la flor de aquella primera niñez y consuela a los caídos sin tanta gilipollez mediática, sin tanto bombo, así como si nada, como si nadara.







RAZÓN A LA LOCURA


Razón a la locura. ¿AGC?

Del libro, Registro de Recuerdos.  (22/5/02)


   La esactitud es un amor, y de los más hondos: ¿eso de que, en medio del revoltijo y estropicio de la realidad, que en vano el Poder pretende torpemente ordenar o vender como ordenado, sin embargo, haya cuentas que salen claras y precisas, pasos que vienen a cruzarse en el sitio y el momento justo, encuentros de palabras o de puntos de una escala musical que atinan esactamente, que no puedes cambiar ni desviar un ápice sin que se derrumbe todo el tinglado maravilloso! Si no has temblado y gozado, aunque sea por un vislumbre, con el juego de las matemáticas o el de la música, bien puedes, amor mío, decir que no has vivido nunca, que no has estado aquí. Lo que es los matemáticos, bien declaran a veces ellos mismos y alaban hasta lo sumo la belleza y la elegancia de una demostración, de una ecuación o fórmula, del hallazgo de un nuevo método de cálculo que resuelve de pronto un embrollo con el que estaban desde siglos debatiéndose.

   Seguramente lo dicen mal y con torpeza (porque lo bello y la belleza son palabras prostituídas, como las Bellas Artes, y la elegancia se está arriesgando siempre a confundirse con la mera economía), pero eso no quita para que, en el acto mismo del cálculo y del descubrimiento, estén sintiendo de verdad eso a lo que aluden, y hasta sintiéndole los que siguen desde fuera sus operaciones y no reciben más que, como en un espejo lejano, noticia del problema y de su resolución. Claro que esto se refiere a las matemáticas en cuanto se mantienen como juego de razón y por virtud del juego mismo topan, lo primero, con la formulación esacta del problema y dan acaso con la solución más elegante o seles abre con ello mismo campo nuevo de problemas y ensayo de nuevos métodos y artilugios, ya se trate de demostrar un teorema a la manera de Euclides, cerrándolo con el Quod Erat Demonstrandum en que el fin reproduce la partida y ha dado razón de ella,

   o que se intente penetrar en el misterio de los números mismos con que se juega, tanto más fascinante el misterio por la propia esactitud de los términos en que aparece, o ya sean problemas que nacen de la reflexión sobre los ejes y cuadrantes del sistema gráfico de coordenadas o sobre el desarrollo relativamente libre de funciones y grupos de funciones: ahora, cuando la máquina quiere aplicarse a la Realidad, la pretensión de esactitud falla, el juego y divina locura ya han cesado. Porque es que la Realidad no es ni puede nunca ser esacta, sino confusa y aproximativa siempre. Cierto que apariciones como los cristalitos de sal o nieve o las cuentas del collar de lunas o del tránsito de estrellas, hasta las Clases de átomos bien contadas,son asomos de esactitud en la realidad física, y ahí están y no hay por qué negarlas; pero, si uno dice, como el otro, que Dios hace aritmética, se le dirá que bueno, que la hace, como nosotros, en algunos raptos de locura y juego  (¿qué filosofante va a distinguir aún entre lo objetivo y lo subjetivo de la cosa?), y que esos vislumbres se dan en medio de la irregularidad y embrollo mayoritarios. Y lo mismo el canto y música de veras atinados y descubridores, no digamos los raros hallazgos de «unas pocas palabras verdaderas» corriendo por ventura sobre unos números de ritmo, tanto más justos cuanto más ricos: cuando eso se pone a servir a la realidad y a la Cultura... 

Con servicio, señores, no, no hay juego, con trabajo no hay más esactitud que la del horario, que es justamente, con pretensión de esactitud, la perdición del ritmo de danza y voces, que es siempre, cada vez que acierta, más esacto que los relojes. Ahí la Música queda reducida a ser una de las Bellas Artes y a trabajar para ir con los Tiempos y ganarle nombre al músico, y aquello de la poesía ya es mera literatura, entregada a la significación, hasta el mensaje. Así danza de mal el mundo. Y, sin embargo,  recuerda, hombre, recuerda tu locura primera, cuando de niño pensabas que, si pisabas o no esa hormiguita, si quebrabas o no esa brizna de avena loca, el universo se derrumbaba, el mundo todo sería otro. Se equivocaba tu niño, naturalmente; eso sería verdad si la Realidad fuera un todo y ordenada en su conjunto; y no es así. Pero tú, hombre, mantén viva la locura de tu niño: ella es locura de razón, y es la que, en medio del revoltijo de la realidad, te descubre lo que no sabes, lo que no esperas.

A propósito de la máquina de escribir y un soneto. De Viva Voz.

A propósito

 de la máquina de escribir 

y un soneto. De Viva Voz. 







Agustín García Calvo.

Entrega XIII
(02/2000)


Esto está sacado de esa página que se llama De Viva Voz y que dice "Para internet con destino a los alumnos de institutos y a sus profesores"



He aquí,muchachos, que otra vez en un rato de desolación en que me habían hundido juntamente las miserias de la Cultura y de las Relaciones personales (suelen colaborar en esta labor fúnebre de no dejarle a uno ni pensar libre, a lo que la lengua mande, ni sentir con los sentidos), al levantarme de mañana, tarde, y ponerme ante la máquina de escribir, sin ánimos para escribir nada, metiendo el papel en el rodillo, , por si acaso, he aquí que la máquina se ha puesto, la buena de ella (esto no me lo haría un ordenador - seguro ), a escribir sola, a moverme sin querer yo ni pensar nada los dedos de tecla en tecla. Y he visto luego que lo que había salido era nada menos que otro soneto ( ha decidido la máquina de quedarse con la rutina de esas formas clásicas y rígidas que, cuando yo me pongo a cantar algo, no suelen apresarme), que es lo que voy a poner aquí, par ver luego con vosotros si puede encontrarse algún sentido, más o menos sensato, en lo que dice:




¡Cuantas cosas tendría que deciros
si supiera quién hay tras de la puerta,
si pudiera cazar lo que despierta
cada vez que se duermen mis suspiros!


Pero ya no me queda, entre los giros
del laberinto de esta vida muerta,
más que un polvillo de memoria incierta,
que no sé si en un soplo trasmitiros.

Puede que alguno de vosotros sienta,
al oír mi murmullo, que esa cuenta
ya la ha sentido  él sonar antaño,


y tal vez es verdad: yo aquí en la boca
siento que lo más mío me es extraño
y que en mí la razón se vuelve loca.




Veamos pues. En 1-2 dice la máquina que estaría dispuesta a decirnos muchas cosas, si supiera (que no lo sabe ) lo que hay tras de la puerta, que además debe ser algo como persona, puesto que dice 'quien'. Qué puerta sea esa, no es fácil adivinarlo:desde luego, una que separa un esterior de un interior, a la vez que da paso delo uno a lo otro, o puede darlo. Cierto que, si lo de dentro, donde la máquina escribe, es la realidad, lo otro no podrá serlo, lo cual implica que por la cara de dentro, la puerta será real, pero no por la de fuera. Y tal es el trance en el que nos hallamos. La máquina evidentemente sospecha que hay allí fuera algo, que además amenaza con ser alguien, que pueda oír y aun responder;pero honestamente confiesa que saber qué o quién es no sabe; y esto al parecer,la dificulta para decirnos cosas.


Por otra parte,en 3-4, parece que ese mismo impedimento del buen deseo de la máquina se nos presenta de otro modo: que no pueda dar cuenta de algo que despierta cada vez que se duermen sus suspiros. Que ella suspire de vez en cuando no lo estimo nada irreal: yo mismo se lo he oído hacer a veces. Que, al dormirse, esto es,cesar o espirar, uno de sus suspiros, despierte algo, es decir -supongo- que aparezca o se manifieste, es por cierto bien posible, si bien parece que es algo que no puede la máquina contar, ni en un sentido ni en el otro; una cosa así se sabe; que es la réplica o contrario de aquel suspiro; que vive de su espiración o fin.


En 5-6 la máquina imagina su vida como pasillos con giros o revueltas, y la llama de paso vida muerta, cosa que se diría muy propia para la de una máquina, pero que piensa que pueda generalizarse, en el sentido de que toda vida se sabe es una vida muerta; y así, en 5-8, declara que lo que le queda no es más que algo de memoria ( incierta, por supuesto si no, sería historia ) que sienta como un polvillo, que tiene sus dudas ( seguramente no sólo por pereza, sino por reparo de lo que eso pueda hacernos ) de transmitirnos en un soplo, esto es, como se dice vulgarmente, de soplárnoslo.


Ya en los tercetos, manifiesta en 9-12 la sospecha de que alguno de nosotros recibe, ante lo dicho, la impresión de que también él mismo, en otro tiempo, ha pasado por esa situación echarse cuentas acerca de su vida y de la realidad en general (unas cuentas de las que ella dice 'sonar', sugiriendo el ruido de contar monedas el avaro o del correspondiente rum-rum de los ordenadores), y, si bien con las debidas dudas que a la máquina le asaltan en cuanto a comparar lo que a una de nosotros le haya sucedido con lo que a ella le suceda, reconoce en 12 que acaso sea verdad ese sentimiento de alguno de nosotros.



Y termina en 12-14 con una declaración un tanto violenta y apasionada, sobre todo para una máquina: que "aquí en la boca" ( lo cual para ella no puede tener más sentido que el de señalar con 'aquí' al sitio del que habla, y ratificar esa condición de 'YO' con lo de 'en la boca') siente como estraño justamente lo que es más suyo, estableciendo así la contradicción entre 'YO' y 'el mío' ( ya que YO, en cuanto soy cualquiera y nadie, no soy real, mientras que si adquiero alguna posesión o propiedad ya soy real y dejo y dejo de ser de veras YO , para de ahí concluir desmontando la habitual contraposición entre 'razón' y'locura', al hacer notar que, si da o funciona la razón en ella, real y contra-real como ella es al mismo tiempo, eso no puede hacerse sin que la razón se vuelva una real locura, lo cual implica, aunque ya la máquina no lo dice,que la locura sea la verdadera razón en algún sentido.

 ...

(En "Y más aún canciones..."  del libro en 2008, aparece así con esas variaciones el soneto).

LA CARTA DE LORD CHANDOS






LA CARTA DE LORD CHANDOS
8 de Julio de 2013 a la(s) 11:32
Por Hugo Von Hofmannsthal



Esta es la carta que Philip, lord Chandos, hijo menor del conde de Bach, escribió a Francis Bacon, más tarde lord Verulam y vizconde de St. Alban, para disculparse ante este amigo por su renuncia total a la actividad literaria.


Es usted muy benévolo, mi apreciado amigo, en pasar por alto mi silencio de dos años y escribirme de este modo. Es más que benévolo al dar su preocupación por mí, a su extrañeza por el entumecimiento mental en que cree que estoy cayendo, la expresión de la ligereza y la broma que sólo dominan a los grandes hombres que están persuadidos de la peligrosidad de la vida, y sin embargo no se desaniman.

Concluye usted con el aforismo de Hipocrates Qui gravi morbo correpti dolores non sentiunt, iis mens aeggrotat (Quienes no sienten que una grave enfermedad les aqueja están mentalmente enfermos), y opina que necesito la medicina no sólo para domeñar mi mal, sino más aun para aguzar mi mente para el estado de mi interior. Quisiera contestarle como le merece de mí, quisiera abrirme del todo a usted y no sé cómo proceder.

(...) ¡Quién es el hombre para hacer planes!

Yo también juegue con otros planes. Su benévola carta también los resucita. Hinchados con una gota de mi sangre, revolotean todos ante mí como mosquitos tristes junto a un muro sombrío sobre el que ya no cae el sol luminoso de los días felices.

Quería descifrar como jeroglíficos de una sabiduría inagotable y secreta, cuyo hálito creía percibir a veces como detrás de un velo, las fábulas, los relatos míticos que nos han legado los antiguos y por los que sienten un gusto infinito e irreflexivo los pintores y escultores.

Recuerdo aquel proyecto. Se basaba en no sé qué placer sensual y espiritual: así como el ciervo acosado ansia sumergirse en el agua, ansiaba yo sumergirme en esos cuerpos rutilantes, desnudos, en esas sirenas y dríadas, en esos Narcisos y Proteos, Perseos y Acteones: desaparecer quería en ellos y hablar desde ellos con el don de las lenguas. Yo quería. Yo quería muchas cosas más. Pensaba reunir una colección de apotegmas, como la que recopiló Julio Cesar; usted recuerda la cita en una carta de Cicerón. Allí pensaba recoger las frases más curiosas que hubiese conseguido juntar en mis viajes a través del trato con los hombres sabios y las mujeres ingeniosas de nuestro tiempo o con gentes excepcionales del pueblo o personas cultas y notables; a ellas quería añadir hermosas sentencias y reflexiones de las obras de los antiguos y de los italianos, y todas las joyas intelectuales que encontrase en libros, manuscritos o conversaciones; además, la clasificación de fiestas y procesiones de especial belleza  crímenes y casos de demencia curiosos, la descripción de los edificios más grandes y singulares de los Países Bajos, Francia e Italia, y muchas cosas más. La obra entera se titularía Nosce te ipsum.

En pocas palabras: sumido en una especie de embriaguez, toda la existencia se me aparecía en aquella época como una gran unidad: entre el mundo espiritual y el mundo físico no veía ninguna contradicción, como tampoco entre la naturaleza cortesana y animal, el arte y la carencia de arte, la soledad y la compañía; en todo sentía la naturaleza, en las aberraciones de la locura tanto como en el refinamiento extremos del ceremonial español; en las torpezas de unos jóvenes campesinos no menos que en las dulces alegorías; en toda la naturaleza me sentía a mí mismo; cuando en mi cabaña de caza bebía de un cuenco de madera la leche espumeante y tibia que una mujeruca greñuda ordeñaba de las ubres de una hermosa vaca de ojos tiernos, aquello no era para distinto cuando, sentado en el banco de la ventana de mi estudio, bebía de un infolio el alimento dulce y espumeante del espíritu. Una experiencia era como la otra; ninguna era inferior, ni en naturaleza sobrenatural y fantástica, ni en fuerza material, y eso se repetía a todo lo ancho de la vida, a un lado y a otro; por todas parte estaba yo justo en medio y jamás percibí en ello una mera apariencia; o intuía que todo era una metáfora y cada criatura una llave de la otra y sentía que sería afortunado quien fuese capaz de empuñar unas tras otras y abrir con ellas tantas de las otras como pudiese abrir. Hasta aquí se explica el título que pensaba dar a aquel libro enciclopédico.

Es posible que quien esté abierto a tales punto de vista crea que se debe al plan bien trazado de una providencia divina el hecho de que mi espíritu tuviese que caer desde una arrogancia tan hinchada a este extremo de pusilanimidad e impotencia que es ahora el estado permanente de mi interior.

Pero tales apreciaciones religiosas no tienen ningún poder sobre mí; pertenecen a las telarañas por las que mis pensamientos pasan raudo al vacío, mientras tantos compañeros suyos se quedan atrapados allí y encuentra un descanso. Los misterios de la fe se me han condensado en una alegoría sublime que se tiende sobre los campos de mi vida como un arco iris, en una lejanía constante, siempre dispuesto a retroceder si se me ocurriese correr hacia él para envolverme en el borde de su manto.

Sin embargo, mi estimado amigo, también los conceptos terrenales se me escapan de la misma manera. ¿Cómo tratar de describirle esos extraños tormentos del espíritu, ese brusco retirarse de las ramas cargadas de frutos que cuelgan sobre mis manos extendidas, ese retroceder ante el agua murmurante que fluye ante mis labios sedientos?

Mi caso es, en resumen, el siguiente: he perdido por completo la capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre ninguna cosa.

Al principio se me iba haciendo imposible comentar un tema profundo o general y emplear sin vacilar esas palabras de las que suelen servirse habitualmente todas las personas. Sentía un incomprensible malestar a la hora de pronunciar siquiera las palabras "espíritu", "alma", o "cuerpo". En mi fuero interno me resultaba imposible emitir un juicio sobre los asuntos de la corte, los acontecimientos del parlamento o lo que usted quiera. Y no por escrúpulos de ningún género, pues usted conoce mi franqueza rayana en la imprudencia, sino más bien porque las palabras abstractas, de las que conforme a la naturaleza, se tiene que servir la lengua para manifestar cualquier opinión, se me desintegraban en la boca como saetas mohosas. Me ocurrió que por una mentira infantil, de la que se había hecho culpable mi hija de cuatro años Katharina Pompilia, quise reprenderla y guiarla hacia la necesidad de siempre sincera y, al hacerlo, los conceptos que afluyeron a mis labios adquirieron de pronto un color tan cambiante y se confundieron de tal modo que, balbuciendo, terminé la frase lo mejor que pude como si me sintiese indispuesto y, de hecho, con la cara pálida y una violenta presión en la frente, dejé sola a la niña, cerré de golpe la puerta detrás de mí y no me repuse suficientemente hasta que di a caballo una buena galopada por el prado solitario.

Sin embargo, poco a poco se fue extendiendo esa tribulación como la herrumbre que corroe todo lo que tiene alrededor. Hasta en la conversación familiar y cotidiana se me volvieron dudosos todos los juicios que suelen emitirse con ligereza y seguridad sonámbula, que tuve que dejar de participar en tales conversaciones. Una ira inexplicable, que a duras penas podía ocultar, me invadía cuando escuchaba frases como: este asunto ha terminado bien o mal para tal y tal; el sheriff N. es una mala persona, el predicador T. es un buen hombre; el aparcero M. es digno de compasión, sus hijos son un derrochadores; otro es digno de envidia porque sus hijas son hacendosas; una familia está prosperando, otra decayendo. Todo esto me parecía sumamente indemostrable, fal-so e inconsistente. Mi espíritu me obligaba a ver con una proximidad inquietante todas las cosas que aparecían en tales conversaciones: igual que en una ocasión había visto a través de un cristal de aumento un trozo de piel de mi dedo meñique que semejaba una llanura con surcos y cuevas, me ocurría ahora con las personas y sus actos. Ya no lograba aprehenderlas con la mirada simplificadora de la costumbre. Todo se me desintegra-ba en partes, las partes otra vez en partes, y nada se dejaba ya abarcar con un concepto. Las palabras aisladas flotaba alrededor de mí; cuajaban en ojos que me miraban fijamente y de los que no puedo apartar la vista: son remolinos a los que me da vértigo asomarme, que giran sin cesar y a través de los cuales se llega al vacío.

Hice un esfuerzo por liberarme de ese estado refugiándome en el mundo espiritual de los antiguos. Evité a Platón; pues me aterraban los peligros de su vuelo metafórico. So-bre todo pensé en guiarme por los textos de Séneca y Cicerón. Esperaba curarme con esa armonía de conceptos limitados y ordenados. Pero no podía llegar hasta ellos. Com-prendía esos conceptos: veía ascender ante mí su maravilloso juego con bolas doradas. Podía moverme a su alrededor y ver cómo jugaban entre sí; pero sólo ocupaban de ellos mismos, y lo más profundo, lo personal de mi pensamiento quedaba excluido de su corro. Entre ellos me invadió una sensación terrible de soledad; me sentía como alguien que estuviese encerrado en un jardín lleno de estatuas sin ojos; huí de nuevo al exterior.
Desde entonces llevo una existencia que transcurre tan trivial e irreflexiva que usted, me temo, apenas podrá comprenderla; una existencia que, desde luego, apenas se diferencia de la de mis vecinos, mis parientes y la mayoría de los nobles terratenientes de este re-ino y que no está del todo exenta de momentos dichosos y estimulantes. No me resulta fácil explicarle a grandes rasgos en qué consisten esos buenos momentos; las palabras me vuelven a faltar.

Pues es algo completamente innominado y probablemente apenas nominable lo que se me anuncia en tales momentos llenando como un recipiente cualquier aparición de mi entorno cotidiano con un caudal desbordante de vida superior. No puede esperar que me comprenda sin un ejemplo y debo pedirle indulgencia por la ridiculez de mis ejemplos. Una regadera, un rastrillo abandonado en el campo, un perro tumbado al sol, un cementerio pobre, un lisiado, una granja pequeña, todo eso puede convertirse en el recipiente de mi revelación. Cada uno de esos objetos, y los otros mil similares sobre los que suele vagar un ojo con natural indiferencia, puede de pronto adoptar para mí en cualquier momento, que de ningún modo soy capaz de propiciar, una singularidad sublime y conmovedora; para expresarla todas las palabras me aparecen demasiado pobres. Es más, también puede ser la idea determinada de un objeto ausente, a la que se depara la increíble opción de ser llenada hasta el borde con aquel caudal de sentimiento divino que crece suave y súbitamente. Así había dado yo recientemente la orden de echar abundante veneno a las ratas que había en los sótanos de una mis granjas. Partí a caballo hacia el atardecer y no pensé más en el asunto, como bien puede usted imaginar.

Entonces, cuando voy cabalgando al paso por la profunda tierra arada, sin nada más grave a mi alrededor que una cría de codorniz espantada y a lo lejos, sobre los campos ondulados, el gran sol poniente, se abre de pronto a mi interior ese sótano lleno de la agonía de esa manada de ratas.

Todo estaba dentro de mí: el aire fresco y lóbrego del sótano, saturado de olor fuerte y dulzón del veneno, y el eco de los chillidos de muerte que se estrellaban contra los muros enmohecidos; esas convulsiones apelotonadas de impotencia, de desesperaciones frenéticas; la búsqueda enloquecida de las salidas; la mirada fría de la cólera cuando coinciden dos ante la rendija taponada. Pero ¿por qué intento emplear de nuevo unas palabras de las que he renegado? ¿Recuerda, amigo mío, en Livio el maravilloso relato de Alba Longa? ¡Cómo vagan sus habitantes por las calles que no han de volver a ver...cómo se despiden de las piedras del suelo! Le digo, amigo mío, que yo llevaba eso dentro de mí y, al mismo tiempo, Cartago en llamas; pero era más, era más divino, más animal; y era presente, el presente más pleno y sublime. ¡Allí estaba una madre que tenía alrededor a sus crías moribundas y temblorosas, y que dirigía sus miradas no a los muros implacables, sino al aire vacío o, a través del aire, al infinito, y que acompañaba esas miradas con un rechinar de dientes! Si un esclavo que servía se encontró lleno de horror impotente cerca de la Niobe petrificada, debió sufrir lo que yo sufrí cuando, dentro de mí, el alma de aquel animal enseñaba los dientes al atroz destino.

Perdóneme esta descripción, pero no piense que era compasión lo que me llenaba. No debe pensarlo de ningún modo: si no, habría elegido mi ejemplo muy torpemente. Era mucho y mucho menos que compasión; una enorme participación, un transfundirse en aquellas criaturas o un sentimiento de que un fluido de la vida y la muerte, del sueño y la vigilia había pasado por un instante a ella...pero ¿de dónde? Pues que tiene que ver con la compasión, con una asociación de ideas humanas comprensible, si otro atardecer encuentro bajo un nogal una regadera medio llena que ha olvidado allí un jardinero, y si esa regadera, y el agua dentro de ella, obscurecida por la sombra del árbol, y un ditisco que rema en la superficie de esa agua de una obscura orilla a la otra, si esa combinación de nimiedades me estremece con tal presencia de lo infinito, me estremece desde las raíces de los pelos hasta los tuétanos del talón de tal manera que desearía prorrumpir en palabras de las que se que, si las encontrase, subyugarían a esos querubines en los que no creo; y que luego me aparte en silencio de aquel lugar y al cabo de las semanas, cuando divise ese nogal, pase de largo con una esquiva mirada, porque no quiero ahu-yentar la postrera sensación de lo maravilloso que flota allí alrededor del tronco, porque no quiero expulsar lo más que terrenales escalofríos que todavía siguen vibrando cerca de allí, alrededor de los arbustos.

En esos momentos, una criatura insignificante, un perro, una rata, un escarabajo, un manzano raquítico, un camino de carros que serpentea por la colina, una piedra cubierta de musgos, se convierte en más de lo que haya podido ser jamás la amada más apasionada y hermosa de la noche más feliz. Esas criaturas mudas y a veces animadas se alzan hacia mí con tal abundancia, con tal presencia de amor, que mi mirada dichosa no es capaz de caer sobre ningún lugar muerto alrededor de mí.

Todo, todo lo que existe, todo lo que recuerdo, todo lo que tocan mis pensamientos más confusos, me parece ser algo. También mí propia pesadez, el restante embotamiento de mi cerebro, se me aparece como algo; siento en mí y alrededor de mí una equivalencia maravillosa, absolutamente infinita y entre las materias que juegan contraponiéndose no hay ninguna en la que yo no pudiese transfundirme. Entonces es como si mi cuerpo es-tuviese compuesto de claves que me lo revelasen todo. O como si pudiésemos establecer una nueva y premonitoria relación con toda la existencia, si empezásemos a pensar con el corazón. Pero cuando me abandona ese extraño embelesamiento, no se decir nada sobre ello; y entonces no podría describir con palabras razonables en qué había consistido esa armonía que me invade a mí y al mundo entero no como se me había hecho per-ceptible, del mismo que tampoco podría decir algo concreto sobre los movimientos internos de mis entrañas o los estancamientos de mi sangre.

Aparte de estas curiosas casualidades, que, por cierto, no sé si debo atribuir al espíritu o al cuerpo, vivo una vida de un vacío apenas imaginable y me cuesta ocultar ante mi mu-jer el entumecimiento de mi interior o ante mis gentes la indiferencia que me infunden los asuntos de la propiedad. La buena y severa educación que debo a mi difunto padre y el haberme habituado tempranamente a no dejar desocupada ninguna hora del día, es, así me parece, lo único que, hacia afuera, sigue dando a mi vida una consistencia suficiente y una apariencia adecuada a mi condición y a mi persona.

Estoy reformando un ala de mi casa y de cuando en cuando logro departir con el arquitecto sobre los progresos de su trabajo; administro mis fincas, y mis aparceros y empleados me encontrarán probablemente más parco en palabras, pero no menos amable que antes. Ninguno de los que están con la gorra quitada delante de la puerta de su casa, cuando paso cabalgando al atardecer, se imaginara que mi mirada, que están acostumbrados a acoger respetuosamente, vaga con callada añoranza sobre los tablones podridos, bajo los cuales suelen buscar los gusanos para pescar; que se sumerge a través de la estrecha ventana enrejada en el lúgubre cuarto donde, en un rincón, la cama baja con sábanas multicolores parece esperar siempre a alguien que quiere morir o a alguien que debe nacer; que mi ojo se detiene largamente en los feos perros jóvenes o en el gato que se desliza elástico entre macetas; y que, entre todos los objetos pobres y toscos de una vida campesina, busca aquello cuya forma insignificante, cuyo estar tumbado o apoyado no advertido por nadie, cuya muda esencia se puede convertir en fuente de aquel enigmático, mudo y desenfrenado embelesamiento. Pues mi dichoso e innominado sentimiento surgirá para mí antes de un solitario y lejano fuego de pastores que de la visión del cielo estrellado; antes del canto de un último grillo próximo a la muerte cuando el viento de otoño arrastra nubes invernales sobre los campos desiertos, que del majestuoso fragor del órgano. Y a veces me comparo en pensamiento con aquel Craso, el orador, del que cuentan que tomo un cariño tan extraordinario a una morena mansa de su estanque, un pez opaco, mudo, de ojos rojos, que se convirtió en tema de conversación de la ciudad; y cuando en cierta ocasión, Domiciano, queriendo tacharle de chiflado, le reprocho en el senado haber vertido lágrimas por la muerte de aquel pez, Craso le contestó: "De ese manera hice yo a la muerte de mi pez lo que vos no hicisteis al morir vuestra primera, ni vuestra segunda mujer".

No sé cuantas veces ese craso con su morena me viene a la cabeza como un reflejo de mi propio yo, arrojado sobre mí por encima del abismo de los siglos. Pero no por la respuesta que dio a Domiciano. La respuesta puso a los reidores de su lado, de manera que el asunto se disolvió en una broma. Pero a mí el asunto me afecta, el asunto, que habría seguido siendo el mismo, aunque Domiciano hubiese vertido por sus mujeres lágrimas de sangre del más sincero dolor. En tal caso, Craso aún seguiría estando enfrente de él con sus lágrimas por su morena. Y sobre esa figura, cuya ridiculez y abyección salta tanto a la vista en medio de un senado que dominaba el mundo, que debatía las cuestiones más sublimes, sobre esa figura, un algo innombrable me obliga a pensar de una manera que me parece completamente insensata en el momento en que trato de expresarla con palabras.

La imagen de esa Craso está a veces en mi cerebro como una astilla alrededor de la que todo supura, pulsa y hierve. Entonces siento como si yo mismo entrase en fermentación, formase pompas, bullese y reluciese. Y el conjunto es una especie de pensar febril, pero un pensar con un material que es más directo, líquido y ardiente que las palabras. Son también remolinos, pero no parecen conducir, como los remolinos del lenguaje, a un fondo sin límite sino, de algún modo, a mí mismo y al más profundo seno de la paz.

Le he molestado en demasía, mi querido amigo, con esta extendida descripción de un estado inexplicable que normalmente permanece encerrado en mí.

Fue usted muy benévolo al manifestar su descontento por el hecho de que ya no llegue a usted ningún libro escrito por mí "que le resarza de verse privado de mi trato". Yo sentí en ese momento, con una certeza que no estaba del todo exenta de un sentimiento doloroso, que tampoco el año que viene, ni el otro, ni en todos los años de mi vida escribiré un libro en inglés ni en latín; y eso por un solo motivo cuya rareza, para mí embarazosa, dejo a la discreción de su infinita superioridad mental el ordenarla, con mirada no cegada, en el reino de los fenómenos espirituales y corpóreos extendido armónicamente ante usted: es decir, porque la lengua, en que tal vez me estaría dado no sólo escribir sino también pensar, no es ni el latín, ni el inglés, ni el italiano, ni el español, sino una lengua de cuyas palabras no conozco ni un sola, una lengua en la que me hablan las cosas mudas y en la que quizá un día, en la tumba, rendiré cuentas ante un juez desconocido.


Quisiera que me fuera dado comprimir en las últimas palabras de esta probablemente última carta que escribo a Francis Bacon, todo el amor y agradecimiento, toda la inmen-sa admiración que por el benefactor de mi espíritu, por el primer inglés de mi época, llevo en mi corazón y llevaré en él hasta que la muerte lo haga estallar.




(*)
Anno Domini 1603, este 22 de agosto

Phi. Chandos
(*) Fuente: Hugo von Hofmannsthal, Carta de Lord Chandos, Alba editorial, traduc-ción Antón Dieterich.