domingo, 30 de agosto de 2015

¿ALGO SE MUEVE? Isabel Escudero Ríos


     
     

¿ALGO SE MUEVE?
 
DEL MOVIMIENTO (Canción sin causa ni fin)
¿Quién mece la cuna,
la cuna en el aire?:
   la cuna vacía
   no la mece nadie.
¿Quién mueve la luna
por el firmamento?:
   a la luna nadie
   le da mandamientos.
¿Quién mueve las nubes
por el cielo azul?:
   no las mueve nadie
   ni las mueves tú.
¿Quién mueve las olas
del bravío mar?:
   ni nadie las mueve
   no se pararán.

             Con motivo de un encuentro científico de astrofísicos sobre «El Hombre y el Universo», me tocó pasar algunos de los últimos días de septiembre en Sevilla (¡que Dios la bendiga y la olvide!), florida de jazmines y turistas tardíos que iban y venían y  giraban y tornaban, y volvían a ir y venir de acá para allá entre pacientes caballos uncidos a sus calesas que, a su vez, también iban y venían con cierta mecánica resignación. Y así todo el día...
 
            De regreso en el hotel, al cerrar los ojos, se me aparecía en medio de la vana noche ese trajín interminable y repetido de turistas cruzándose con las imágenes parpadeantes y multicolores de las estrellas y los corpúsculos cósmicos que aquellos hombres de Ciencia nos hacían ver a través de sus potentes telescopios y en inéditas fotografías del firmamento sorprendido desperezándose por el impúdico cíclope tecnológico. Un nuevo cielo de ángeles proteicos, deshilachados y geométricos al tiempo, exactos y deshechos, luminosos y sombríos a la vez, se abría a nuestros ojos en una nueva visión "científica" de aquellas estampas celestiales de nuestra vieja religión, la verdadera. Así que meteoritos, núcleos, supernovas, núbolas y fogocitos -todos ellos domesticados con nombres más o menos de andar por casa-, agitándose en arquitectónico desorden o en organizado caos por los cielos vigilados, se mezclaban y confundían en mi sueño con las azogadas hordas de turistas de las calles sevillanas. O sea que la cuestión arriba y abajo consiste en moverse. Parece que la Realidad, eso que llamamos la Realidad, tanto la cotidiana y 'natural' como la extraordinaria -y que antaño solíamos decir 'sobrenatural'- se fabrica con el movimiento; que sólo eso de moverse y que las cosas se muevan hacen Realidad y su Ciencia: la Física.

            Y sin embargo, a pesar de la evidencia, o quizá por ella, uno se pregunta sospechoso: «pero...¿es que algo se mueve?»; porque, es que si miramos a lo alto, a eso del firmamento -al Universo como dice la Ciencia- el moverse de una estrella implica automáticamente su destrucción: la estrella se deshace en su fuga; ya no es lo que era; su corrimiento es su desaparición: cuando se corre una estrella se pierde. Pero ¿qué pasa por acá abajo con eso del movimiento y los turistas de mi sueño? ¿Qué les pasaba o no les pasaba a ellos cuando, tan extenuados como optimistas, se cruzaban entre sí una y otra vez y al reconocerse  intercambiaban sonrisas y saludos con tan mecánica naturalidad en aquella desasosegada trama babélica? ¿Y en esa infantil carrera, qué les pasaba a ellos o no les pasaba que tuviera algo que ver con aquella fatal carrera de los astros?. La cuestión es tan vieja como el mundo, y ya el zorro de Zenón la atacó certeramente por el centro. Pero la imposibilidad y la contradicción siguen estando vivitas y coleando y se presentan desnudas al sentido común cuando menos te lo esperas. Veamos:

            Que uno, al menos acá abajo, se mueve para y por ser el que es[1], y que no hay movimiento sin 'identidad' parece, pese a las apariencias, un hecho de pura lógica; y que el movimiento no se demuestra ni andando, ya que la condición primera es que usted, el que anda, se mantenga igualito a sí mismo durante todo el trayecto, y que como aquella rodante naranjita de Mairena, aunque penas y descalabros contra esquinas y malos amores no le dejen ni en sombra de lo que era, sólo si queda alguna partícula de usted que le sea particular y propia, que le haga a usted y al prójimo reconocerse y reconocerlo -aunque sea en el más recóndito de sus escondrijos- o sea, que siga siendo usted el que es, inmutable, es gracias a eso y sólo por eso que usted se ha movido (¿Se acuerda de aquella clase de Sofística en la que el maestro ante el asombro de los aprendices afirmaba: «que todo cuanto se mueve es inmutable, es decir, que no puede afirmarse de ello otro cambio que el cambio de lugar; que el movimiento corrobora la identidad del móvil en todos los puntos de su trayectoria. [Que] sea lo que sea aquello que se mueve, no puede cambiar, por el mismo hecho de moverse». Pues eso). Claro que usted lo tiene más fácil que la pobre naranjita de Mairena, tan común la pobre; usted es un Nombre Propio, y mientras que usted no pierda su nombre y no sólo eso, sino que todos sus prójimos y prójimas le pierdan a usted de su memoria, la ilusión de su moverse está garantizada. Tendría usted que, al revés Ulises, perderse en el maremagnum de los mares, entregarse al canto de las sirenas y al pasto de los dioses, convertirse en cerdo, arrastrarse por lodos y pedregales y, aún con eso, si al tornar a su hogar,  su vieja nodriza, al palpar la cicatriz de su infancia, le reconoce, usted no se habrá de verdad 'movido' ni un ápice; se habrá desplazado, cambiado de lugar, pero usted seguirá inmutable siendo el que es.  O como aquél viejo samurai que al volver de la larga guerra no es reconocido por ninguna de sus siete concubinas y tan sólo su caballo le reconoce. No hay viaje, hay turismo.

            Recordemos de nuevo las palabras de Mairena: «Si lo que se mueve no puede cambiar, es el movimiento la prueba más firme de la inmutabilidad del ser, entendiendo por ser ese algo que no sabemos lo que es, ni siquiera si es, y del cual en ese caso pensamos el movimiento». (En cuanto a nuestra pregunta del título, dejaremos para otro día, aunque sean inseparables, la cuestión del 'algo', que tiene tanta miga como el 'se mueve'). Lo cierto es que el movimiento, a la manera eleática, tiene que pensar un ser inmutable, al cual se le atribuye. Y concluye el maestro «Si todo, pues, se mueve nada cambia». «Si algo cambia, no se mueve». «Si todo cambiase, nada se movería».

            Pero parece que no vale tampoco hacer demasiados distingos entre transformación y movimiento. Ante la observación del alumno sobre la distinción entre cambio de lugar o movimiento y cambios cualitativos, ya sabéis lo que le respondió Mairena: «Dejémonos de monsergas... Los cambios cualitativos, si son meras apariencias que sólo contienen cambios de lugar o movimientos, están en el caso que ya antes hemos analizado (arriba); si son otra cosa, escapan al movimiento y son, necesariamente inmóviles. Siempre vendremos a parar a lo mismo: el movimiento es inmutable y el cambio es inmóvil». Y añade que si se estiman estas diferencias pasaría que: «si el cambio es una realidad y el movimiento es otra, la realidad absoluta sería absolutamente heterogénea».

            Ya mucho antes de Mairena y su maestro Abel Martín, la aporía de Zenón planteaba con desparpajo la contradicción suma en la que se basa toda Física en cuento la roza el lenguaje: «Un móvil ni se mueve donde está ni donde no está»... porque si está no se mueve, y si no está ni se mueve ni puede hacer cosa alguna.

            Así que, dado ese vínculo constitutivo recíproco entre 'movimiento' e 'identidad', no nos debe extrañar que en el Progreso de la Historia -en el Progreso del Progreso- cuando la constitución de la identidad individual refinada por el culto al Humanismo, amenaza con la suprema perfección de esa entelequia del Hombre (mayúsculo y civilizado) una de las notas o rasgos sustantivos y definitorios de 'Individuo' (idéntico a sí mismo) será el de su movimiento libre y continuo de tal manera que precisamente su índice de identidad individual será su motilidad y disponibilidad de movimiento: él es el que se mueve. Su capacidad de movimiento debe ser ilimitada y metafísicamente perfecta: «si estoy volando en avión a Amsterdam es que soy Pepito» o «si es martes estamos en Bélgica».

            No es de extrañar, pues, el éxito desmedido del automóvil particular -del coche individual- fenómeno coincidente con el auge de las democracias y paradigmático de esta constitución individual progresada vía movimiento. Los pies del Régimen demotecnocrático de los Países Desarrollados del llamado Estado del Bienestar, tienen que estar siempre moviéndose. Los mismos mensajes publicitarios de los anuncios de coches establecen bien claramente la similitud y simultaneidad de los términos velocidad y persona, sin separar velocidad del objeto y personalidad del objeto, ya que en el caso del automóvil propio particular (máxima perfección de la mónada individual democrática) más bien el sujeto es el artefacto y el conductor un implemento cada vez más secundarios. El éxito, pues, en todo el Mundo Desarrollado demuestra bien a las claras las ondas conexiones entre la constitución del Individuo moderno típico del tecnohumanismo democrático y su vana constitución con movimiento uniformemente acelerado, el desplazamiento sin fin de un sitio a otro como señal de "libertad personal" (nótese que esta tan cacareada libertad personal consiste en la práctica -en el caso ejemplar del automóvil en ir donde va todo el mundo a la misma hora y por la misma autopista, pero eso sí: con la ilusión democrática de hacerlo por gusto y libertad personal.

            Y sin duda, otro fenómeno actual parejo y tan paradigmático como el del automóvil sobre la sustentación recíproca de 'movimiento' e 'identidad', es el del Turismo colectivo. Esas grandes oledas de turistas movidos de la Zeca a la Meca, traidos y llevados de acá para allá, también al parecer,  por decisión y gusto personal. ¿Es ese afán desmedido de constitución individual, de individualismo cada vez más autista el que hace moverse y removerse sin parar a las gentes de todos los Países Desarrollados? ¿Es la fiera necesidad de una Historia ya vieja y cansina que no tiene guerras donde mover y morir a sus peones? ¿son los espasmos automáticos de una Realidad demasiado hecha y maniática, amenazada de su propia fe, que entra en impaciencia motora en demencia senil y agita a sus átomos (individuos) y a sus moléculas (grupos) de acá para allá sin cesar hasta la tercera, cuarta o quinta edad si es preciso? ¿o es que el mundo ya papel de dinero (desaparecidas las cosas ya todas dinero) necesita batirse al mismo ritmo frenético del dinero, otra mentira que vive sólo de su movimiento.

            Sea lo que sea, parece ser signo de los tiempos ese movimiento desquiciado y constante, esa fe incansable, esa seguridad de saber a donde se va y por lo tanto ir (olvidando la sabia conseja del poeta: «caminante no hay camino...»). Los zapatones del Régimen del Desarrollo no pueden pararse como aquéllas zapatillas rojas del cuento.

            Pero, veamos, y con esto enlazo con aquellas estrellas fugaces de mis noches sevillanas con que iniciamos estas cavilaciones; ya hemos visto (con la ayuda de Mairena de Zenón y del sentido común) como, al menos por aquí abajo sólo lo inmutable se mueve, y lo cambiante está quieto; y que por Allá Arriba parece que correr/se es perderse, que moverse implica destrucción y negación instantánea de lo que se es: dejar de ser el/la/lo que se es. Y que estas razonables imposibilidades y paradojas desdicen el ilusorio trajín de los turistas (sin que ellos lo sepan, claro está).

            Y en estos difíciles casamientos andaba yo cuando me llegó una copla que brotaba de algún patio fresquito: «Como la luna y la tierra/Eva se hizo redonda/por arte de la paciencia». Y mira por donde yo que creía que empezaba a tener algo más claro aquélla pregunta del principio: ¿Algo se mueve?, me volví a liar de nuevo. Y con la letrilla de la copla, me vino aquella distinción enciclopédica que nos hacían de chicos en la escuela: rotación y traslación. Y mira por donde, parece que Eva en la guasa de la copla, había decidido, como la luna y la tierra, hacer ambas cosas a un tiempo  -como la que no quiere la cosa- para ser y no ser la misma al mismo tiempo; (revolución femenina: rota/rota sobre sí misma). Claro que Eva está del lado de la clarividente diosa (Parménides) y la diosa del lado de Eva, y quizá ese su saber de una vez, que entra por los ojos en un golpe de vista, a lo mejor no está tan reñido con eso otro del decir, calcular, razonar (Heráclito).


         
     Isabel Escudero Ríos, a 30 Septiembre de 1994, publicado en la Revista Archipiélago,

nº 18-19


    [1]Contra el Tiempo, Agustín García Calvo, Edit. Lucina. 1993

viernes, 21 de agosto de 2015

LA SIMA DEL SECRETO. Miguel de Unamuno.



LA SIMA DEL SECRETO
Miguel de Unamuno


    Había en el centro de aquel reino un bosque vasto y espeso. Crecían en él, lozanísimos, toda clase de árboles de verdura perenne. No amarilleaban por otoño, ni tenían que volver a vestirse de tierno verdor por primavera. El sol no entraba a calentar el césped de su suelo; tan espesa era la fronda. Y serpenteaban dentro de él varios arroyos. No le molestaban fieras. Sencillas sendas, trazadas por los pies de los caminantes, casi siempre a la vera de los arroyos y siguiendo el curso de éstos, llevaban a un descampado que en el centro del bosque había.
Nadie recordaba que en el descampado aquel hubiese llovido nunca, y era tradición antiquísima, general y constante la de que, en efecto, nunca llovió en aquel claro del bosque. Aun en los días de tormenta, que eran muy pocos, parecía como si se hiciera un hueco en los nubarrones para que aquel misterioso descampado no se mojara con agua del cielo. Y en el descampado aquel estaba la sima.
La sima era un agujero rocoso, una boca de piedras, de donde partía un senderillo de bajada muy rápida, pero cómoda. El senderillo se iba metiendo en la cueva, hasta que a eso de unos doscientos pasos torcía en recodo, detrás de una roca saliente, y se perdía en el fondo.
    Nadie sabía ni podía saber lo que después del recodo, en el fondo de la sima, hubiese. Ninguno de los que lo habían franqueado había vuelto jamás, ni dado señal alguna por la que se barruntase algo de su suerte. Por allí ha­bían entrado niños, mozos, hombres fornidos; mujeres, ancianos, locos y cuerdos, tristes y alegres, y nadie había dado nunca muestra de lo que hubiese. En cuanto franqueaban el recodo no volvía, a saberse de ellos; ni ruido de caída, ni un grito, ni un quejido, ni un suspiro siquiera. Les tragaba un silencio entero y lleno.
Pero este silencio de la sima no era sino cuando ella recibía a sus devotos. En ciertos días, más en otoño que en otra estación del año, y a ciertas horas, a la caída de la tarde, salía del fondo de la sima una música misteriosa envuelta en un vaho de un aroma embriagador y extra-mundano. Oíase como el canto lejano, lejanísimo, de una numerosa procesión, un canto arrastrado, melancólico y quejumbroso de una muchedumbre. Pero la lejana y musical quejumbre era de una melancolía dulcísima y aquietadora. Oyéndola es como se metían en el fondo de la sima muchos de los tantos y tantos que de continuo vagaban por la boca de la cueva.
    Se habían hecho toda clase de pruebas y de ensayos. Había entrado algún sujeto por una fuerte cuerda para poder tirar de' ella a una señal, y siempre que se intentó esto hubo que retirar la cuerda, suelta ya, sin que precediera señal alguna. Una vez se le ciñó a uno la cintura con un cincho forjado y sujeto por una cadena forjada también, y hubo qué retirar cincho y cadena sin el hombre a quien sujetaban. ¿Cómo había podido escabullirse de ellos ? Otra vez. entró otro llevando a cuestas el cadáver de un amigo —se quería saber si la sima admitía muertos—. El cadáver apareció por la mañana en el senderillo, delante del recodo, pero del viviente que lo llevara no volvió a saberse, como era de regla, nada. Y no cupo duda ya de que la sima no admitía sino vivos.
Otro ensayo se propuso y se llevó varias veces a cabo, cual fué el de hacer entrar en la sima a los animales. Y éstos salían al poco rato, pero salían como despavoridos o aturdidos y no volvían a cobrar voz en su vida. Salían mudos. Animal que volviese de la sima no ladraba, o maullaba, o balaba, o mugía, o rugía, o cacareaba en el resto de su vida. Y no se observó que entrase ni rana, ni ratón, ni lagartija, ni mosca, ni mosquito.
Se hizo también, más de una vez, la prueba de acercarse varios cojidos de las manos. Y unas veces al acercarse el primero y trasponer el recodo se desprendía de su compañero, por fuerte que éste le tuviese prendido, perdiéndose silenciosamente en el fondo, o se perdía en él la cadena toda de hombres.
Habíanse perdido en el fondo misterioso y musical de la sima toda clase de personas. Ya un padre de familia atraído por el misterio aquél. Y luego sus hijos se asomaban al recodo a llamarle: "¡Padre!, ¡padre!", y se perdían tras él. Mas lo que tenía alarmado al rey y al reino lodo, era la frecuencia con que se dejaban tragar por la ,sima parejas de jóvenes enamorados y de recién casados. Aquel era uno de los favoritos viajes de novios; un viaje sin vuelta. Y a pesar de la prolificidad del reino aquél, donde era raro el matrimonio que tuviese menos de diez hijos, esta continua pérdida de jóvenes parejas inquietaba a los gobernantes.
Un sagrado respeto había vedado a los reyes todos de aquel reino el prohibir el acceso a la sima. Y hasta hubo un rey que se perdió en ella, después de lo cual ningún otro volvió a acercársele. Pero el encanto fatídico llegó a ser tal, que al fin se resolvió una vez poner a la boca de la sima centinelas que por la fuerza de armas impi­diesen su entrada. Pero acababan siempre por entrar los centinelas mismos, por rendirse la guardia, y tras ella todos aquellos que habían estado contenidos.
  Era no poco extraño lo que pasaba con los suicidas. Parece lo natural que en aquel reino no los hubiese, pues los que sintieran tedio o aborrecimiento de la vida habrían de meterse en el fondo de la sima en vez de matarse. Y, sin embargo, no era así. Los suicidas abundaban en aquel reino de la sima misteriosa, y los más de ellos se cometían a la boca misma de la cueva. Y se observó que eran de aquellos que habiendo intentado perderse en ella, se volvían a los pocos pasos, antes de llegar al fatídico recodo. Una vez un pobre hombre que sufría una dolorosísima dolencia crónica y a cuyos dolores no podía resistir, se suicidó dejando escrito que si no se metió, senderillo adentro, en la sima, era por temor de que allí dentro le continuasen los dolores sin poder ya quitarse la vida, por temor de una pena inmortal.
  El gobierno aprovechó la sima para sus condenados a muerte. En vez de ejecutarlos, se les obligaba a entrar en la cueva, lo cual hacían ellos, claro está, con el mayor gusto. No todos, sin embargo. Los hubo que, presa de un sagrado temblor, se negaron a entrar, y eso que a la boca, un piquete de arqueros les amenazaba con asaetarlos si no entraban. Y más de una vez hubo que retirar del fondo de la boca, de junto al recodo, el cadáver de algún condenado que prefirió la muerte al sufrimiento aquel.
     Una vez llegó de un país distante y vago, de una lejana tierra de la que sólo la existencia se conocía, un anciano ciego y mendigo, acompañado de un jovencito lazarillo. El viejo no hablaba sino su lengua, una lengua completa y absolutamente ininteligible para los del reino éste. Cuando hablaba con su lazarillo, por breves que fuesen sus palabras, no podían adivinar de qué le hablaba. El lazarillo chapurreaba algo la lengua del país. El viejo ciego cantaba algunas veces y su canto tenía una remota semejanza con el canto lejano y misterioso que sé oía salir, en los atardeceres de otoño y envuelto en vaho de aromas  embriagadores,  del  fondo de  la  sima.  Era  un canto como el canto aquel con que acompañaba su trabajo Lázaro, el hermano de Marta y María, en su segunda vida, después que el Cristo lo resucitó de la tumba. Y todos se paraban a  oír al pobre ciego y todos oyéndole se sentían movidos a ir al bosque, penetrar al descampado y perderse en la sima.
Y sucedió que el viejo y ciego mendigo encaminó sus pasos, con el lazarillo, al bosque y de allí al descampado y a la cueva y atravesando una apiñada muchedumbre penetró, guiado por su lazarillo, senderillo adelante y entró en la sima cantando. Y el mozo que le guiaba no volvió, pero él, el ciego, volvió a salir: ¡el único desde hacía siglos! Todos se apelotonaron a verle. Volvía ciego como entró. Y nadie entendió una palabra de cuanto decía, y ni por el tono, ni por el gesto, ni por el aire se pudo traslucir cosa alguna. Se perdió en la espesura del bosque y no se volvió a saber de él. Pero su vuelta de la sima, vuelta única, selló al pueblo aquel con una impresión imperecedera.
 Y en aquel reino toda la vida, absolutamente toda, pendía del secreto de la sima. Todo su arte, su ciencia, su literatura, su gobierno, giraba en torno de ella. Y no es que la gente no se muriese como en otras partes, ¡no! La mayoría de los habitantes moríase como en otros reinos se muere, de las mismas dolencias y del mismo modo.
 Había siempre en los alrededores de la boca de la sima una muchedumbre de gentes fascinadas que se pasaban las horas, los días, los meses y los años, algunos la vida entera, contemplando el recodo. Y cuando salía del fondo, aquel canto melancólico y pastoso de coro lejano, aquella muchedumbre se apiñaba a embriagarse con la música extraña y con el aroma, no menos extraño, que la envolvía. Los más de aquellos desgraciados no se atrevían a entrar, y moríanse miserablemente, en los alrededores de la boca de la cueva, anhelando su fondo. Las próximas espesuras del bosque estaban llenas de chozas y tiendas donde se albergaban aquellos infelices fascinados. Y cuando alguno de ellos se decidía por fin a entrar, mirábanle los demás con terror y con envidia. Y siempre, siempre, siempre, a pesar del continuo desengaño, le decían al despedirle: "Manda decirnos qué hay dentro; contéstanos cuando te llamemos." Y jamás contestó nadie de los que entraron.
Había en el reino muchísimas personas, las más de ellas seguramente, que nunca se habían acercado a la sima y ni aun al bosque que la protegía, pero éstos no estaban menos que los otros bajo la fascinación del secreto de la cueva. Algunos, no pocos, hasta se indignaban de que se hablase de tal cosa, pero eran tal vez los que más pensaban en ella. Y no faltaban tampoco, aunque se les pudiese contar con los dedos, los que negaban que tal sima existiese siquiera.
En aquel reino toda filosofía, toda ciencia, todo arte, toda literatura, estaba, como dijimos, penetrada del secreto de la sima y estaba más penetrada de él toda filosofía, toda ciencia, todo arte, toda literatura, que se proponía expresamente ignorar el secreto. Cuando menos se hablaba de él, estaba más presente a las imaginaciones de los que así lo callaban.
Había —¿y cómo no?— entre los pensadores de aquel reino multitud de hipótesis y teorías sobre lo que pudiera contener la sima. Alguien había propuesto penetrar en ella por otro camino, abriéndolo por ingeniería, pero nunca se pudo encontrar obrero que se atreviera a dar el primer picazo. Recordábase que un rey quiso una vez cerrar la boca de la cueva tapiándola, y cuando pusieron mano a la obra, o entraron en la sima abandonando el trabajo o murieron muy pronto. Y por la mañana encontrábase siempre deshecha la obra del día anterior. Y así es como hubo que renunciar a ello.
Entre los pueblos comarcanos a éste de la sima, el secreto de ésta era un motivo de burla mezclada de terror. Cuantos extranjeros habían acudido a este reino a explorar el secreto, o no lo habían explorado siquiera, o no habían vuelto a su patria a contar lo que vieron, por haberse dejado ganar del extraño encanto perdiéndose en la sima, o habían vuelto sin haber podido entrar siquiera en el bosque. Extranjero que entraba en el bosque y llegaba al descampado aquel donde no llovía nunca, se metía infaliblemente en el fondo de la sima. No hubo excepción a ello.
De los extranjeros que no lograban entrar ni aun en el bosque —tal repulsión les causaba— y averiguaban sus noticias todas por lo que oían contar a quienes tampoco entraron en él nunca, los unos fingían tomarlo a burla, los otros se encogían de hombros, y otros, en fin, daban una explicación simbólica de todo ello.
Pero estas explicaciones, las simbólicas y alegóricas, eran las más desacreditadas entre los que sabían algo del bosque siquiera. No se trataba de un símbolo, no, sino de una realidad muy real.
No se trata de un símbolo, no, ni de una alegoría; no se trata de un pensamiento abstracto, de una reflexión sociológica, revestida de una forma concreta y alegórica. No.

*

  Ayer, ocho de este mes de setiembre, de este mes tan dulce entre mis montañas vascas, fui bordeando el castillo de Butrón por las orillas del río de este mismo nombre, y vi luego al mar tenderse agradable entre las peñas, con que se cierra la playa de Gorliz. Y volví luego a este Bilbao, a este mí Bilbao, y me acosté en el cuarto mismo de mis mocedades. Y tardé en dormirme, dando vueltas y más vueltas en la cama, y preparando en ella lo que he de decir pasado mañana en el homenaje al malogrado escultor bilbaíno Nemesio Mogrovejo, muerto en la flor de su edad.
Entre las obras de Mogrovejo hay un relieve que representa el suplicio del conde Ugolino, tal como en la Divina comedia nos lo cuenta escultóricamente Dante. Y anoche me dormí, después de no pocas vueltas, pensando en la Divina comedia.
A eso de la medianoche me despertó una gran tronada con fuerte aguacero. Y al despertar me encontré con el relato este del secreto de la sima. Y me encontré con él sin precedente, sin explicación, sin símbolo, con todas sus íntimas contradicciones. Y todo él, entero, con sus detalles todos. Encendí la luz y me puse a escribirlo, a escribirlo al dictado.
  Al dictado, ¿de quién? No lo sé. ¿De dónde me ha venido este relato? No lo sé tampoco. Lo único que sé es que no es un símbolo, no es una alegoría, no es lo que es. A mí me lo contó alguien, no sé quién, y yo os lo cuento como alguien a mí me lo ha contado.


lunes, 17 de agosto de 2015

AQUELLA MUÑECA




  Aquella muñeca blandita, que cogíamos de la cintura, y miles de interpretaciones, ella por nosotros, hacía! Con una sola cara, a todo gesto teatral, respondía ¿Era una sola cara con mil millones de gestos? o ¿Un gesto con mil millones de caras? Seguro, que para el común, no les venga demasiado contrario al sentimiento, que muñecas, hablen. Las muñecas hablan. Entonces, mira, no te pongas a hacer una escena porque a tu muñeca se le han gastado las pilas, o se rompió. Y pon oído, a lo que te dice! Solución de los Padres ante la escena de la hija, sin muchas más explicaciones.¿Eso? Eso no pasa ná del otro mundo:  t e   c o p r a m o s   o t r a... Pero la niña que era algo un poco indomable en corazón, miraba a sus padres, algo desconfiada de la solución tan sencilla y rápida. El deseo ya proyectado en una muñeca, en este ejemplo, es lo mismo que la vida de mayor. Conformarse con sustitutos del deseo.
 

miércoles, 5 de agosto de 2015

LETREROS, RELACIONES SIN DISTANCIA Carmen Martín Gaite

Carmen Martín Gaite

LETREROS, RELACIONES SIN DISTANCIA 


La mayoría de las cosas que se dicen no son palabras. Cada uno de nosotros ha llegado, lamentablemente, a ser el abogado defensor de una situación personal. Nótese hasta qué punto es esto cierto, parando mientes en el hecho de que son muy pocas las frases que no comienzan diciendo: «pues yo eso no lo hago» o cosas análogas. Hay un deseo de justificarse en una selva donde cada uno esgrime su letrero; no se oyen las palabras, se mira el letrero de quién las está diciendo y si ese letrero no existe entonces se escuchan algo más, pero siempre con vistas a colgarlo y quitarse de encima el peligro de una agresión inesperada: «Ah, ya. Habla en moralista» o bien: «Es un teórico» ,  «es un reaccionario». Y todas las palabras que dice se oyen teñidas de ese color. La sociedad que es bien sabia rechaza como primer revulsivo las palabras desconcertantes. Nótese que no me refiero a las inauténticas. No rechaza, por supuesto, a las inauténticas o ambiguas, sino a las pocas que van por libre, vayan por donde sea. Y aún para éstas han creado carteles como el de «extravagante» y «poseur», también el de «individualista».
     Con lo de los letreros se pretende –yo creo– orientar a los demás más que orientarse uno mismo, que suele estar –como es de ley en el mundo– desorientadísimo; y esta situación sólo se remediaría precisamente dejando de pensar un poco en el letrero que nos cuelgan o en el que deseamos colgar al recién conocido, y hacer esta renuncia, no porque sí, sino en atención a un mayor respeto por las palabras que dice. Es bien claro que si otro dice tonterías, debemos rechazarlas como tales tonterías, pero no atacarle a él ni al letrero que lleva.
      Esto –en pequeño– es lo que pasa en las relaciones familiares (matrimoniales sobre todo). Mucho se habla de la inveterada incomprensión entre marido y mujer, pero pocas veces se paran los que padecen a analizar sus raíces. Y sus raíces están en este mismo hecho que he señalado del apasionamiento, de la falta de distancia. Pocas veces en una conversación entre cónyuges se esta hablando de algo ajeno a la conversación, por eso las riñas de novios uno suele recordar dónde se produjeron, pero nunca lo que se trató de nada.
       ¡Y lo importante es que al hablar se trate de algo: por eso hay que establecer la distancia suficiente. No estar mirando al que habla y pensando en él como una presa a cazar. Sino tener la buena voluntad de tener la atención abierta a lo que dice.¿Qué dice tonterías? ¡Duro contra ellas y sin piedad! Pero la persona tendría que estar a parte de estas cuestiones, que se llaman intelectuales. No debería sentirse uno tan movido instantáneamente a disculparla en nombre de que lleva un letrero afín al nuestro, o lapidar a veces por simple sospecha, porque nos parece que lleva otro que consideramos
–tal vez erradamente– como enemigo.
      En razón inversa a lo que parece que sería deseable, ocurre lo que tanto me pasma y que ha sido el motivo principal de estas meditaciones. He constatado que la gente para las tonterías en sí mismas, para los más gruesos errores, tiene una manga ancha fabulosa.  Hay, en el fondo un total desprecio para lo que se dice; se admiten opiniones gratuitas u hay una gran tendencia en cambio a anestesiar el defecto desagradable (con tal de que no inquieten) de las palabras cuando llevan preguntas que ponen en relieve la complejidad de una situación y la necesidad urgente de pasar a estudiarla a fondo.
    La gente quiere estar de acuerdo en lo que sea, con los pocos o con los muchos, hay una prisa fulminante por estar de acuerdo en algo, por quemar las etapas espinosas. Incluso por negarlas. (Impaciencia de los jóvenes).