jueves, 10 de julio de 2014

ADVERTENCIA SOBRE LA PREGUNTA «¿QUÉ ES?»





¿Agustín García Calvo? Del librillo "¿Qué es el Estado?" que se publicó en Barcelona en 1977


Cuando se pregunta, como en esta colección se ha venido haciendo acerca de muchos temas políticos, «¿Qué es tal cosa?», lo que se está haciendo es tomar una idea que la gente sabe más o menos lo que es, puesto que funciona y domina en el terreno, por ejemplo, de la política, y hacer con ella, al ponerla entre interrogantes, como si no se supiera bastante bien lo que es o lo que significa. Con ello se están produciendo dos resultados contrarios uno al otro: por un lado se intenta llegar a saber bien el significado de esa idea, cerrar o completar su definición; pero por el otro lado, el hecho mismo de ponerse a preguntar por ella corre el peligro de revelar que no era tan claro su significado, que no se sabía tan de fijo qué es lo que era tal cosa, Por lo primero se quiere hacer de esa idea un arma más segura y más perfecta en la lucha de las ideas, por ejemplo de las políticas; con lo segundo se arriesga el preguntador a debilitar o entorpecer el manejo y dominio de la idea.

Así, «estado» es una idea dominante: se usa a cada paso en el lenguaje político y hasta en el vulgar: se usa como sabiendo lo que significa. Entonces, al preguntarnos qué es, pueden pasar dos cosas: si de verdad eso era una idea definida, si se sabía lo que era, no estaríamos haciendo más que decir lo que estaba ya dicho, explicar lo que estaba ya sabido; pero si no era así, si acaso el dominio de esta idea entre la gente se fundaba en parte en que no se supiera bien lo que era «estado», entonces la labor de la pregunta puede ser perturbadora, creativa,- esto es destructiva.
Porque es que, SI HABLAS DE UNA COSA, HABLAS CONTRA ELLA: sólo se habla de aquello contra lo que se habla: hablar de una idea —quiéralo o no lo quiera el que está hablando— es ponerla en tela de juicio y por tanto hacerla peligrar de algún modo como idea.


Pero esto tendrá dos sentidos opuestos según la condición de la palabra sobre la que hablemos: si su poder consistía en creerse una idea definida, en creerse que significaba una cosa determinada, entonces el hablar denunciará esa pretensión y puede que con ello la reduzca a una cierta inseguridad o impotencia relativa; si por el contrario la gracia de la palabra parecía estar en que fuera todavía relativamente libre, vaga, indefinida, entonces el hablar de ella habrá reducido esa relativa indefinición o libertad a una forma cerrada y manejable y habrá convertido lo que la palabra vagamente sugería en una verdadera idea, dispuesta para usarse como arma en el campo de las ideas: habrá metido en una especie de prisión aquello que quizá estaba todavía fuera del Sistema o por lo menos mal encajado en él.


Si hablas de una cosa definida, puede que estés luchando por su indefinición; si hablas de algo indefinido, seguramente estás contribuyendo a definirlo y darle muerte.
Por eso es por lo que el enamorado sensible y cuidadoso no habla de su amor; por eso nunca se atrevería uno, si pudiera ser inteligente u honrado, a hablar de palabras tales como libertad, vida, placer, amor...: el hablar de vida, por ejemplo, lo reduciría a ser «la vida», o sea una idea de la que puede sin grave exageración decirse que es la muerte de aquella vida desconocida: pues la idea de la vida la reduce a tiempo, que es la muerte de la vida. Y ya se ve en qué trampa caen, movidos por buena intención y pasión santa, aquellos militantes de oposición, izquierda, revolución, o como quiera que ello se llame, que se dedican por escrito y por oral a hablar justamente de cosas como ésas, que a lo mejor no se sabía todavía lo que eran y ofrecían así alguna incierta promesa de poder actuar como perturbadoras del dominio ideológico, que es (se me había olvidado decirlo, por parecerme harto evidente; pero por si acaso) lo mismo que el político.

En cambio, uno, movido por un deseo quizá que no sabe de dónde le viene, se arrojaría sin más a hablar de palabras de ésas que le parecen ser como los nuevos nombres o epifanías del Señor y que con gusto se escriben por tanto, como el Suyo, con mayúscula; nombres que le parece que representan en este mundo ideas bien costituidas y dominantes; y así, al hablar de ellas, es decir contra ellas, le dejan abierta alguna posibilidad —no asegurada, desde luego, por nadie ni por nada— de que el hablar acerca de ellas pudiera ser en algún sentido liberador.
Por ejemplo, el mismo aproximadamente que suscribe se ha venido dedicando estos últimos tiempos a hablar, en diferentes asambleas o concilios, acerca de palabras como Orden, Poder, Dinero, amén de otras como Progreso, Trabajo, Enseñanza, de las que pensaba que representaban los conceptos, bien costituidos y sabidos (puesto que la gente y la Prensa los usan a cad
a paso), de «el orden», «el poder», «el dinero», y también «el progreso», «el trabajo» y «la enseñanza».

Pues bien, de esos conceptos, en el campo político, es seguramente el de «Estado» el caso más perfecto en cuanto a costitución ideal (casi como una suma de los otros que he mentado) y por tanto en cuanto a éxito, así en el lenguaje como en la práctica política, que vienen a ser, según lo dicho, la misma cosa.
En efecto, ¿qué es el Estado?

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