jueves, 28 de agosto de 2014

¡COSAS DE FRANCESES! Miguel de Unamuno.

¡COSAS  DE   FRANCESES!
-Un cuento disparatado-




    Es cosa sabida que nuestros vecinos los franceses son incorregibles cuando en nosotros se ocupan, pues lo mismo es de ellos meterse a hablar de España que meter la pata.

    A las innumerables pruebas de este aserto añada el lector el siguiente cuento que da un francés por muy característico de las cosas de España, y que, traducido al pie de letra, dice así:

    Don Pérez era un hidalgo castellano dedicado en cuerpo y alma a la ciencia y a quién tenían por modestísimo sus compatriotas.

    Pasábase las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio, enfrascado en el estudio de un importante problema de química, que para provecho y gloria de su España con honra había que conducirle al descubrimiento de un nuevo explosivo que dejara inservibles cuantos hasta hoy se han inventado.
    El lector que se figure que nuestro Don Pérez no salía del laboratorio manipulando en él retortas, alambiques, reactivos, crisoles, y precipitados dará muestras de no conocer las cosas de España.
Un hidalgo Español no puede descender a manejos de droguería y entender de tan rastrero modo la excelsitud de la ciencia, que por algo ha sido España plantel de teólogos.
    Don Pérez se pasaba las horas muertas, como dicen los españoles, delante de un encerado devanándose los sesos y trazando fórmulas y más fórmulas para dar con al deseada. De ningún modo quería manchar sus investigaciones con las impurezas de la realidad; recordaba el paso aquel en que los villanos galeotes apedrearon a Don Quijote y no quería que hicieran lo mismo con él los hechos. Dejaba a los Sancho Panzas de la ciencia el mandil y el laboratorio, reservándose la exploración de la cima de Montesinos.

     Quede el proceder por tanteos para los que viven en tinieblas y no han nacido, como la inmensa mayoría de los españoles, en posesión de la verdad absoluta o la han dejado perder por su soberbia.

     Al cabo de tanta brega dio don Pérez con la deseada fórmula, y el día en que ésta se hizo pública fue el regocijo para toda España. Hubo colgaduras, cohetes, y gigantones y sobre todo combates de toros. Las charangas alegraban las calles de las ciudades tocando el himno de Riego.

     Las Cortes decretaron coronar de laurel en el Capitolio de Madrid a don Pérez, así que hiciera volar el Peñón de Gibraltar con todos sus ingleses, o cuando menos la gran montaña del Retiro, de Madrid.

     Adornando las paredes de zapaterías y barberías de los pueblos y en no pocos hogares aparecía entre números de La Lidia, el retrato de don Pérez, junto al de Ruiz Zorrilla unas veces y al de el pretendiente don Carlos otras. A un nuevo aguardiente anisado le bautizaron con el nombre de “Anisado explosivo Pérez”.

      No faltaron, sin embargo, Sanchos y socarrones bachilleres que trataban de echar jarros de agua fría al popular entusiasmo; pero desde que aparecieron en los periódicos escritos del eminente geómetra don López y del no menos eminente teólogo don Rodríguez, rompieron lanzas a favor del nuevo explosivo Pérez, los descontentos se redujeron al silencio público y a la lima sorda.

Llegó el día de la prueba. Todo estaba dispuesto para hacer volar una colinilla, situada en las llanuras de la Mancha,  y no faltaron animosos creyentes que se comprometieron a dar fuego a la mecha en compañía de don Pérez.

Cuando la mecha empezó a arder, estalló un formidable “-¡Olé!, ¡olé!...”, de la multitud, que desde lejos contemplaban la prueba y algunos palidecieron.

     Y cuando el fuego llegó al explosivo se oyó un ruido semejante a un trueno, se levantó una gran polvareda, y al disiparse ésta apareció la figura de don Pérez radiante de esplendor. La multitud le aclamó frenética, dio vivas a su madre y a su gracia, y le llevaron en brazos como sacan a don Frascuelo de la plaza cuando mata a un toro según las reglas de la metafísica tauromáquica. Y por todas partes no se oía más que: ¡Olé! ¡Viva España con honra!

Los periódicos hicieron su agosto.

     Unos aseguraban que el cerro se había hecho polvo, otros mostraban cicatrices que recibieron de los pedazos en que se deshizo; pero algunos días después se aseguraba que unos pastores habían visto el cerro en el mismo lugar que antes, y cuando se confirmó esta noticia se levantó esa gran polvareda de indignación popular.

    Era imposible el caso; el cerro tenía que haber volado, porque eran infalibles las fórmulas del encerado de don Pérez.

    Era una mano aleve que había mojado el explosivo, la mano del un maligno encantador de don Pérez y envidioso de su fama.

    Este encantador, sucediendo el caso en España, ya se sabe cuál tenía que ser: el Gobierno.

    La opinión pública se pronunció contra éste en los cafés y las tertulias, y los periódicos hicieron resaltar la desatentada conducta  del maligno encantador que se empeñaba en vivir divorciado de la opinión pública, tan perita en Química como es en España, sobre todo después de ilustrada por el eminente geómetra don López y no el no menos teólogo don Rodríguez.

    En aquella campaña se recordó a Colón, a Cisneros, a Miguel Servet, a los tercios de Flandes, el Salado, Lepanto, Otumba, y Wad-Ras, los teólogos de Trento y el valor de la infantería española, que con él hizo vana la ciencia del gran capitán del siglo. Con tal motivo se insistió una vez más en la falta de patriotismo de aquellos que no querían más que lo extranjero, habiendo mejor en casa, y se recordó al pobre don Fernández, cuyos libros en España  tenían que tomarlos las corporaciones mientras eran traducidos a todos los idiomas cultos incluidos el japonés y bajo bretón.

    El pobre don Pérez, perseguido por malandrines, trató de vindicar la honra de España, y como se proponía demostrar la eficacia del explosivo, con el que había de volar hasta Gibraltar y desenmascarar al Gobierno, le presentaron candidato a la Diputación a Cortes. Las Cortes son la academia en que se reúnen a discutir todos los sabios de España, asamblea que, siguiendo las gloriosas tradiciones de los Concilios de Toledo, hace a pluma y a pelo, ya de Congreso político, ya de Concilio, en que se dilucidan problemas teológicos, como sucedió allá por el 69.

    En cuanto los administradores de don Pérez presentaron su candidatura, el inminente toreador don Señorito, viviente ejemplo del consorcio de las armas con las letras, sintió arde su sangre, y al salir de un combate de toros en que arrebató al público estoqueando seis colombinos con la más castiza filosofía, se fue a un mitin y volvió a arrebatarle con un discurso en favor de la candidatura de don Pérez.
    Solo en la pintoresca España se ven cosas semejantes.  Después de brindar por la patria, desplegó don Señorito el trapo, dio un pase a España con honra, otro de pecho a Gibraltar y sus ingleses, uno de mérito a don Pérez, sostuvo una lucidísima brega, aunque algo bailada, acerca de la importancia y carácter de la química, y, por fin, remató la suerte dando al Gobierno una estocada hasta los gavilanes.
   El público gritó ¡olé tu salero!, y pedía que dieran al tribuno la oreja del bicho, uniendo en sus vítores los nombres de don Pérez y de don Señorito.
    Allí estaba también el gran organizador de las ovaciones, el Barnum español, el popularísimo empresario don Carrascal, que se proponía llevar en una   t o u r n é e    por España al sabio don Pérez, como se había llevado ya al gran poeta nacional.
    El buen don Pérez se dejaba hacer, traído y llevado por sus admiradores, sin saber en qué había de acabar todo aquello.
    Pero ni la elocuencia tribunicia del toreador don Señorito, ni la actividad del popularísimo don Carrascal, ni la protección del gran político don Encinas, movieron al gobierno español, que siguió comiendo el turrón a dos carillos, y sordo a las voces del pueblo, según es su costumbre.

    ¡Y todavía sigue en pie el Peñón de Gibraltar con sus ingleses!

     Convengamos en que solo un francés es capaz, después de ensartar tal cúmulo de disparates, sobre todo el de presentarnos a un torero de tribuno a favor de la candidatura a diputado de un sabio, solo un francés, decimos, es capaz de dar tal cuento por característico de las cosas de España. ¡Cosas de franceses!

      Pero, señor, ¿cuándo aprenderán a conocernos nuestros vecinos,  por lo menos tanto como nosotros nos conocemos?




(Un cuento muy verídico, si es que quedan pocas diferencias entre  la literatura y la vida real. Así pues, Don Pérez fue Isaac Peral, http://es.wikipedia.org/wiki/Isaac_Peral
y don López fue José de Echegaray, http://es.wikipedia.org/wiki/Jos%C3%A9_de_Echegaray y hasta  el torero era Luis Mazzantini. Y más real fue la foto de este Submarino Peral torpedero que hace las veces de la bomba explosiva en el cuento y su inventor Don Pérez en este cuento de don  Miguel de  Unamuno. Y más y más y más aún, los franceses...

Un cuento que nos trae recuerdos y sones de otra época, que no es tan otra época, y lo más importante, es que al contarse puede sentirse  "la cara de la eternidad” que nunca cambia: la problemática, ahora, de cualesquier Gobierno en cualquier época, no como cuento sublimado, como hace la Historia, sino como parodia o descreencia siempreviva y necesaria, aquí y ahora.  Con la diferencia solo de que la algarabía de la gente en la calle se ha sustituido hoy por la algarabía de la necesidad de saber y estar al tanto de las noticias que Dios, o lo que es lo mismo, la Información, reparte a través de los medios de Comunicación de Masas; y los caballeros y militares y sus larguísimos submarinos hoy  recuerdan a cualesquiera edificios altísimos y a sus más altísimos grandes movimientos empresariales o de Dinero. Poco ha cambiado y tiene su gracia entender el cuento, no como algo acontecido hace mil años o a modo de información de la Historia, sino como algo de ayer mismo, sobre todo para que no les aburra, acostumbrados como estarán a sentir la importancia de sus vidas y de sus grandes curiosidades sobre los nuevos Nombres Propios que puedan darse ahora tanto en política como en Ciencia y en cualquiera  de sus publicaciones formativas científicas o filosóficas. Sí. Sí. Con todo eso con lo que les tienen a ustedes tan entretenidos).


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