martes, 7 de junio de 2016

Optimismo y derrotismo. Por Carmen Martín Gaite


John Constable

“Si piensas así, no haces nada”.

     La gente joven (no me refiero sólo a la edad, sino también a la que nunca madura) tiende a buscar soluciones, pensando que debe adscribirse a cualquiera de ellas.

En principio tiene la tendencia a creer vagamente que las hay y que son viables. Se trata pues de encontrar una bandera del color que gusta y luego ya no pensar. El meditar sobre las cosas y rumiarlas nunca lleva al optimismo. Por eso los adolescentes son optimistas –aun cuando se enfrenten con problemas graves- y los adultos no. Se mueven mucho, gesticulan, y en ese mismo moverse suyo ya encuentran una justificación.

    Hasta los dieciocho años más o menos uno está inmerso en el mundo inmediato, sin pensar en nada. Y cuando llega esta posibilidad de Tempo Lento es muy trágico que el hombre se encuentre ya con carriles por los que deslizarse vertiginosamente. Pasan del no pensar al "que te lo den todo pensado". La velocidad, la acción, el "urge hacer" se opone a la discriminación sobre el hacer mismo, nubla las posibilidades de reflexión que permitirían el desarrollo de cualquier cosa. Se trata de cortar un bosque con hachas embotadas. Se dice: No hay otras. No hay tiempo de afilarlas. Pero uno se sienta y se pone a afilar su hacha, sirva para lo que sirva.

     La primera cosa que desembota toda mente y que se pierde a pasos agigantados es lo que yo llamo la capacidad de asombro. La posibilidad de poner lo es objeto de nuestro interés un poco lejos, no tan cerca, que no distingamos sus aristas.

    Me gustaría ahora mismo, por ejemplo (y conmino a los que leen que hagan un esfuerzo por vencer su inerte inclinación), que se oyeran mis palabras –rebatibles o no-, no con el afán exclusivo de colgarme un letrero determinado a mí que las digo, sino atendiendo a las sugerencias que de ellas deriven o las torpezas y contradicciones que nublen su total comprensión; ya que el hecho de que sea yo u otro quien dice estas palabras es totalmente indiferente. Y por lo tanto es inoportuno cualquier juicio valorativo sobre mí como persona susceptible de clasificación.

    Se habla poco de asuntos y mucho de personas. A las personas se las condena o acepta por lo que dicen, con tal de que eso esté de acuerdo con lo que se dice nuestro. Y no se trata de estar de acuerdo pero sí de no hablar encarnizadamente, corrosivamente, sino sin pasión. Nadie que toma pasión por defender una postura que empieza a serle querida puede arraigar de verdad en búsquedas y preguntas que le lleven a esclarecer el porqué de esa postura. 

    Vuelvo a lo del asombro, al escepticismo crítico. Muy pocas veces nos atrevemos a decirle a un entusiasta: “¿y a ti qué se te ha perdido en Paris?”. Se sulfuraría. Pero eso no es decirle: “no se te ha perdido nada”, sino pedir que lo explique. Pero lo malo es que ése no se convencería nunca de que no se le ha perdido nada en París, porque va preconcebidamente dispuesto a encontrarla, a hacer coincidir su verdad con…”


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