Los estremos
nunca se tocan en un límite preciso, y sin embargo juegan un baile “discorde”
sin fin, por ello: “que azotan los
airados elementos”, entre lo de Arriba y lo de Abajo. Quien se dejaba sentir,
sin saber, vivamente esta imposibilidad y juego (no de la divinidad de Dios, sino la de "la Madre inmensa" o lo desconocido, como decía Agustín: la
de los simples elementos y las cosas,
bailando, qué no pueden no jugar con Él), es Rosalía. Y nos sigue
dejando en cada lectura de sus estraordinarios versos, sin fin de
entrañas
removidas, como si se asomara desde su ventana de nuevo a mirárnoslas
remover. Rosalía está viva, no ha
muerto del todo. Está aún viva, no
precisamente por esa que dicen es su muerte eterna o Nombre Propio, sino por
todo lo contrario, por la imposible muerte de lo vivo de verdad como ella
acertaba a decirle a su adorado bebe muerto tan de repente y caído a sus pies: “¡Jamás! ¿Es verdad que todo / para siempre acabó
ya? /
No, no puede acabar lo que es eterno,
/ ni puede tener fin la inmensidad”. La vida era lo
desconocido, la sagrada patria. Su alma no era una, estaba cayendo (arrastrada entre las airadas cosas, convertida en una de ellas...) en “lo que hay” de
desconocido en sus aguas que sueñan primaveras. Y cómo no fue del todo una, nunca murió. Y nos dejó sus vivos
versos tan ellos, vueltos ahora: eterna primavera.
Cenicientas las aguas, los desnudos
árboles y los montes cenicientos;
parda la bruma que los vela y pardas
las nubes que atraviesan por el cielo;
triste, en la tierra, el color gris domina,
¡el color de los viejos!
De cuando en cuando de la lluvia el sordo
rumor suena, y el viento
al pasar por el bosque
silba o finge lamentos
tan extraños, tan hondos y dolientes
que parece que llaman por los muertos.
Seguido del mastín, que helado tiembla,
el labrador, envuelto
en su capa de juncos, cruza el monte;
el campo está desierto,
y tan sólo en los charcos que negrean
del ancho prado entre el verdor intenso
posa el vuelo la blanca gaviota,
mientras graznan los cuervos.
Yo desde mi ventana,
que azotan los airados elementos,
regocijada y pensativa escucho
el discorde concierto
simpático a mi alma...
¡Oh, mi amigo el invierno!,
mil y mil veces bien venido seas,
mi sombrío y adusto compañero.
¿No eres acaso el precursor dichoso
del tibio mayo y del abril risueño?
¡Ah, si el invierno triste de la vida,
como tú de las flores y los céfiros,
también precursor fuera de la hermosa
y eterna primavera de mis sueños...!
No hay comentarios:
Publicar un comentario