jueves, 21 de mayo de 2015

Los mecanismos del Tiempo en el cinematógrafo






Los mecanismos del Tiempo en el cinematógrafo

Entrevista entre Isabel Escudero y Agustín García Calvo, que se publicó por primera vez en la Revista Cinema 2001 (2a época de Cinema 2002), N° 3, Diciembre de 1983.

¿Hay alguna relación entre el tiempo de la vida y el tiempo del cinematógrafo? ¿Se basa en los mismos mecanismos o en los contrarios? Hayla. Hay una doble relación: por un lado son lo mismo, por el otro son lo contrario. Son lo mismo en el sentido de que, como es bien sabido, la vida está convertida en tiempo, o mejor dicho, se está viendo convertir en tiempo de una manera cada vez más perfecta y coactiva a medida que el tiempo de la Historia pasa, al menos a los ojos de quien cree en el tiempo de la Historia: esa reducción de la vida a tiempo quiere decir que aquello que tal vez se vivía precisamente porque no se sabía lo que era queda convertido en algo que se sabe, es decir, en una idea de aquello otro, idea que es por tanto una especie de muerte de aquella vida que no sabía su nombre; ahora bien, esa conversión en idea implica a la vez una sumisión a la medida por cómputo numérico (pues número y concepto se inventan del mismo golpe), y así es 76 años de vida, 84 siglos de vida de la Historia, 24.000.000.000 de años de vida de una estrella, o 24 fotogramas de vida por segundo. En suma la idealización de la vida implica su división en tramos y momentos numerables; son los momentos los que la vieja fotografía captaba uno por uno aunque desde luego escogiendo uno eximio entre ellos y preparado por pose para su eternización en la foto.





Pero, ¿el proceso de ‘idealización’ de los momentos cinematográficos tendería al ‘efecto de Realidad’: a idear la Realidad, a figurarla soldando ese descuartizamiento temporal? Sí. El cinematógrafo no hace, por un lado, sino reproducir más fielmente la sucesión de tiempos contados a que la vida se ha reducido o se va reduciendo. Y por el otro lado, en cambio, la aparición del tiempo en el cinematógrafo es lo contrario que su aparición en la vida en el sentido siguiente: que, en el orden genético o de producción, tenemos que suponer que aquella vida desconocida era antes que el tiempo y justamente por ello se ofrecía a ser materia de una imposición de forma venida desde arriba, es decir, desde la instancia de la conciencia, de la voluntad, del poder, de la organización del Estado y Capital, que necesitaban esa transformación de la vida inasible en tiempo computable y por tanto manejable: por el contrario el invento y la institución del cinematógrafo consiste en intentar reproducir ese proceso genético del revés: o sea que, partiendo de una estructura ideada, temporal, discontinua, contada aritméticamente, como es la sucesión de las vistas paradas o fotogramas, se trata de, por medio de una velocidad de sucesión capaz de, como se dice, engañar al ojo, dar la impresión de que vuelve a estar transcurriendo aquella vida desconocida sobre lo que se había hecho al montaje temporal.

¿Por qué los buenos realizadores sienten especial atracción por rodar secuencias en el tren o desde el tren? ¿Es que hay alguna relación formal entre los transcursos temporales cinematográfico y ferroviario? Una cierta relación es evidente, en cuanto que la ventanilla es una especie de encuadre y que en ambos casos se da una combinación entre la imagen visual y la sucesión temporal; pero la visión desde el tren pone en obra un mecanismo que es, por un lado, mucho más complejo que el cinematográfico, en cuanto que el juego entre la ventanilla y la distancia variable hace que en los planos inmediatos se dé un transcurso de velocidad perceptible (y ocasionalmente rítmico, como el de los postes de telégrafo), en tanto que la lejanía permanece relativamente fija, originándose así un eje de gradación continua de velocidades, desde la más inmediata y rápida hasta un cero ideal en el punto sumo de la distancia: un artilugio que difícilmente puede imitar el aparato cinematográfico ni siquiera con las técnicas del travelling o cámara en movimiento. Pero, por eso mismo, se comprende bien que como recuerdas, los directores hayan tratado de enriquecer la dinámica cinematográfica con la inclusión de filmaciones desde el tren, esto es, con la cámara sustituta puesta en el lugar del ojo del viajero; la filmación de trenes desde fuera no es tan peculiar ni interesante. ¿Pero, quizá la diferencia esencial parte del punto de vista, sujeto/objeto desde el juego de la visión? La diferencia esencial entre los dos tipos de transcurso temporal consiste en la diferente posición mutua de los elementos del juego, objetos de la visión, intervención del aparato formalizador (ventanilla móvil por un lado, objetivos de toma y de proyección por otro) y ojo o sujeto de la percepción (ojo del viajero frente a ojo, juntamente, el de la cámara y del espectador), sobre todo en el sentido de que, en el caso del tren, el ojo está incluido dentro del artilugio dinámico, mientras que en el cinematógrafo el ojo en general (salvo, para la cámara, los casos de filmación parcialmente imitativa del tren del que te he hablado) permanece exterior al movimiento de las imágenes; así que el caso del cinematógrafo sería más parecido al del niño que, parado al pie de la vía, ve pasar las ventanillas iluminadas del convoy. Por otro lado (y, ¿cómo no evocar aquí a los manes de Einstein, que tanta afición tenía a acudir al tren en sus explicaciones sobre la relatividad?), el conocido efecto del viajero, que en un tren de movimiento muy «liso» reinterprete el desplazamiento de su tren como movimiento de los objetos exteriores nos sugiere debidamente que, con la perfección o sentimiento del transcurso temporal, la oposición, tan clara para filósofos y vulgo, entre objetos y sujetos se vuelve mucho más dudosa y complicada.


¿No sucede también, en sentido inverso, que ocasionalmente el alma del espectador escapa de su butaca para acompañar en su dinámica a las figuras de la pantalla? Sí. En suma, los artilugios de tratamiento formal del tiempo, a la par que lo vuelven más ideable y más doméstico, ayudan a descubrir las contradicciones que la ideación del tiempo son esenciales. «No pasa el tiempo; somos nosotros los que pasamos» es tópico bien oído de la filosofía popular. Pero por cualquiera de las dos que tires malo: si pienso, con una especie de soberbia, que yo estoy aquí, fijo y fiel a mí mismo, viendo pasar las cosas (y la vida), la ley de la vida se encarga de amonestarme de que yo paso con ella, como una de ellas; pero si, al contrario, en un arranque de modestia suma, pienso que ahí está el mundo indiferente, eterno, y que soy yo el que transcurro como ojo fugaz delante de sus cuadros, enseguida la reflexión revela que el pasar yo por delante de una serie de cosas implica la permanencia de la identidad de mí conmigo mismo a lo largo del transcurso, lo cual vuelve sin más a condenarme a ser una de las cosas, cuya identidad y fijeza sólo en mi ideación de ellas (y por tanto, de mí mismo) tenía fundamento. Tal es la contradicción de la realidad, y ni el viaje ni el cinematógrafo pueden hacer más cosas que al tratar de disimularlo, ayudar a revelarla más claramente. Además de aquel intento de reproducción del tiempo de la imposible vida que antes decías que mueve al cinematógrafo, en general él parece imitar, con técnicas de flash-back o los fundidos encadenados, por ejemplo el discurso del tiempo en los sueños.

¿Crees que el tiempo en los sueños y en el cine funciona con una lógica común? Difícilmente puede entrarse en la cuestión sin examinar el carácter que tengan o no de lenguaje tanto los sueños como las películas. En cuanto al ensueño la actitud de Freud, en pocas palabras, era que (aparte y en medio de su rememoración y narración y del pensamiento latente sobre el que se elabora, cosas ambas evidentemente lingüísticas), el ensueño debía considerarse también una forma de lenguaje (si no, su interpretación sería demasiado creativa), aunque con tales rasgos (como la falta de negación y la ausencia de las leyes de no contradicción de la lógica habitual) que acaso obligarían a ampliar hasta la amenaza de infinitud la noción misma de «lenguaje» para incluir en ella los ensueños. En cuanto a las películas (tomando como tipo una muda, para evitar las complicaciones de introducir en ella el lenguaje corriente, en el diálogo o en forma de letreros o voces narrativas), habría que pensar que son también una especie de lenguaje de imágenes (pero no por ello una escritura), al menos en la medida en que se prestan a contarlas después de vistas (y que parten de un guión escrito previamente), de forma que haya también aquí lugar a una especie de traducción entre su lenguaje y el corriente o de palabras. Y así visto habría notorios parecidos entre película y ensueño, como el de la superposición o fusión de imágenes (que supera en cierto modo la ley de contradicción y por tanto de identidad y que permite que uno sea él mismo y otro al mismo tiempo, como en el ensueño), así como otras magias semejantes. Pero en lo que toca a nuestra cuestión sobre lo que pasa con el tiempo en uno y otro caso, tendría que volver a hablar aquí de cómo los mecanismos y convenciones del lenguaje (bloques de simultaneidad convencional en la sucesión, desarrollo de los Tiempos Verbales) están jugando en la constitución de ese Tiempo real del que hablamos o nos hacemos la ilusión de hablar; pues para ello tal vez se ha hecho por hoy muy tarde o nos faltan los ánimos o el tiempo o el espacio prudentemente reservado por esta revista para esta conversación, que personalmente continuaremos en otro momento. En otro tiempo que es el mismo y no es el mismo.



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