miércoles, 5 de agosto de 2015

LETREROS, RELACIONES SIN DISTANCIA Carmen Martín Gaite

Carmen Martín Gaite

LETREROS, RELACIONES SIN DISTANCIA 


La mayoría de las cosas que se dicen no son palabras. Cada uno de nosotros ha llegado, lamentablemente, a ser el abogado defensor de una situación personal. Nótese hasta qué punto es esto cierto, parando mientes en el hecho de que son muy pocas las frases que no comienzan diciendo: «pues yo eso no lo hago» o cosas análogas. Hay un deseo de justificarse en una selva donde cada uno esgrime su letrero; no se oyen las palabras, se mira el letrero de quién las está diciendo y si ese letrero no existe entonces se escuchan algo más, pero siempre con vistas a colgarlo y quitarse de encima el peligro de una agresión inesperada: «Ah, ya. Habla en moralista» o bien: «Es un teórico» ,  «es un reaccionario». Y todas las palabras que dice se oyen teñidas de ese color. La sociedad que es bien sabia rechaza como primer revulsivo las palabras desconcertantes. Nótese que no me refiero a las inauténticas. No rechaza, por supuesto, a las inauténticas o ambiguas, sino a las pocas que van por libre, vayan por donde sea. Y aún para éstas han creado carteles como el de «extravagante» y «poseur», también el de «individualista».
     Con lo de los letreros se pretende –yo creo– orientar a los demás más que orientarse uno mismo, que suele estar –como es de ley en el mundo– desorientadísimo; y esta situación sólo se remediaría precisamente dejando de pensar un poco en el letrero que nos cuelgan o en el que deseamos colgar al recién conocido, y hacer esta renuncia, no porque sí, sino en atención a un mayor respeto por las palabras que dice. Es bien claro que si otro dice tonterías, debemos rechazarlas como tales tonterías, pero no atacarle a él ni al letrero que lleva.
      Esto –en pequeño– es lo que pasa en las relaciones familiares (matrimoniales sobre todo). Mucho se habla de la inveterada incomprensión entre marido y mujer, pero pocas veces se paran los que padecen a analizar sus raíces. Y sus raíces están en este mismo hecho que he señalado del apasionamiento, de la falta de distancia. Pocas veces en una conversación entre cónyuges se esta hablando de algo ajeno a la conversación, por eso las riñas de novios uno suele recordar dónde se produjeron, pero nunca lo que se trató de nada.
       ¡Y lo importante es que al hablar se trate de algo: por eso hay que establecer la distancia suficiente. No estar mirando al que habla y pensando en él como una presa a cazar. Sino tener la buena voluntad de tener la atención abierta a lo que dice.¿Qué dice tonterías? ¡Duro contra ellas y sin piedad! Pero la persona tendría que estar a parte de estas cuestiones, que se llaman intelectuales. No debería sentirse uno tan movido instantáneamente a disculparla en nombre de que lleva un letrero afín al nuestro, o lapidar a veces por simple sospecha, porque nos parece que lleva otro que consideramos
–tal vez erradamente– como enemigo.
      En razón inversa a lo que parece que sería deseable, ocurre lo que tanto me pasma y que ha sido el motivo principal de estas meditaciones. He constatado que la gente para las tonterías en sí mismas, para los más gruesos errores, tiene una manga ancha fabulosa.  Hay, en el fondo un total desprecio para lo que se dice; se admiten opiniones gratuitas u hay una gran tendencia en cambio a anestesiar el defecto desagradable (con tal de que no inquieten) de las palabras cuando llevan preguntas que ponen en relieve la complejidad de una situación y la necesidad urgente de pasar a estudiarla a fondo.
    La gente quiere estar de acuerdo en lo que sea, con los pocos o con los muchos, hay una prisa fulminante por estar de acuerdo en algo, por quemar las etapas espinosas. Incluso por negarlas. (Impaciencia de los jóvenes).

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