El fantasma del paro
Resulta curioso, interesante, hasta gracioso a
veces (cuando se le puede mirar desde una cierta distancia y con el rabillo del
ojo), este mundo de los mortales: lo ingeniosos que son estos monos sin pelo en
inventar artilugios para alcanzar el plátano de la manera más eficaz y rápida
posible, y así poderse dedicar a balancearse de la liana o a arrascarse las
pulgas uno a otro, y cómo luego se las arreglan también para inventarse
fantasmas que inutilicen las ventajas de sus artilugios y vuelvan a condenarlos
a vivir pendientes del asunto, del ganarse la vida, que ellos dicen, como si
tuvieran que cumplir una maldición originaria arraigada para siempre en sus
corazoncitos. Fantasmas de ésos muchos vagan por este mundo, cada uno dedicado
a sus servicios especiales y todos juntos al de Dios: está, por ejemplo, el de
la guerra, siempre futura, que es un fantasma imprescindible para conseguir que
esto se llame paz y que la gente se lo crea y, en el temor de la futura guerra,
no vean la guerra presente en todo esto, la demolición de las ciudades y el
desolamiento de los campos, los caídos heroicos de carretera y fin de semana,
que en unos cinco añitos de paz española igualan en número a los de la guerra
civil pasada, etcétera; un fantasma, por cierto, que necesita, como todos, algo
de carne y sangre para sustentarse, por lo cual se mantienen encendidas en los
márgenes las guerritas perpetuas que aseguren la realidad de la guerra
siempre-futura; y dentro del mundo propiamente dicho, otro fantasma de los de
más éxito, el terrorismo, primera o segunda preocupación de cualquier Gobierno
que se precie y, consecuentemente, de las almas de sus poblaciones, otra
aparición de la guerra en miniatura, que, curiosamente, en vez de destapar un
poco la mentira de esta paz, asegura la fe en la paz.
Pero hoy paremos mientes en otro de esos
fantasmas, el del paro, segunda o primera preocupación de todo Gobierno
progresado y, por consiguiente, según los sondeos periodísticos demuestran,
primera o segunda de las ansiedades de los millones de almitas gobernadas.
¿Cuál es la raíz de ese fenómeno del paro y sus
cifras alarmantes, aumentando en proporción con el progreso del progreso? Para
el sentido común y el corazón ingenuo, la respuesta es clara (técnicos tendrá
la Iglesia que se encarguen de embrollarla con sus cuentas y reírse
sardónicamente de la ingenuidad de los corazones): la respuesta de sentido
común consiste en que las máquinas y artefactos que se inventaron a partir de
la iluminación moderna y en el arranque del progreso servían, a pesar de todo,
para algo, para algo de lo que decían que servían, para ahorrarles esfuerzo a
los hombres y suprimir la esclavitud y la mayor parte de los trabajos penosos y
necesarios; de manera que, naturalmente, el resultado debía ser que la gente
trabajara menos y que sobraran trabajadores por todas partes. Natural, ¿no?
"A pesar de todo" digo, que es un pesar
muy grande, porque hay que ver lo que los servidores de Estado y capital han
trabajado de entonces para acá a fin de conseguir que esos beneficios de las
máquinas del progreso quedaran anulados: produjeron ellos, lo primero y más a
mano, unas grandes guerras tremebundas y estrepitantes que, directamente,
impidieran el disfrute de las máquinas útiles y promovieran la producción de
otras muchas inútiles (nacidas para la guerra), y luego, con la reconstrucción,
pusieran en marcha continuados esfuerzos y hazañas laborales (de la inercia de
ese impulso vive todavía la máquina de los Estados de fe y economía mas
perfecta, como Alemania y Japón, no por casualidad los grandes vencidos de la
guerra). Pero, a la par con eso, y a medida que esas artimañas, relativamente
arcaicas, de las guerras se iban agotando, han desarrollado ellos otros medios
más eficaces de anular los beneficios de las máquinas con la fase que llamamos
del. progreso progresado, donde la idea de progreso ha quedado asimilada
por el poder y presta, como un molde, a reproducirse en el vacío y a volverse
del revés, de modo que lo de menos sea que sigan produciéndose artilugios que
sirvan para satisfacer necesidades y ahorrar esfuerzos, y lo de más sea que se
produzcan artiluigios, cada vez más, destinados a fabricar necesidades y a
aumentar, por consiguiente, los esfuerzos y ocupar el tiempo vacío que
simultáneamente se ha creado; todo ello ligado con la transformación del
capital en cifras de inestabilidad perpetua, con la creciente abstracción y
complicación en el cálculo de los medios de subsistencia, a fin de tener más entretenidas
a las poblaciones, calculando sus ingresos o la colocación de sus capitalillos,
y alejarlas de cualquier peligro de descubrimiento del juego a que se las
somete; y ligado también a la producción progresivamente acelerada de monitos
pelones, e. e. futuros consumidores, acondicionados a desear y pedir lo que se
les venda y sólo para eso condenados a seguir trabajando a cambio de un dinero
cada vez más ilusorio, pero no menos tiránico por ello. En fin, ya saben el
cuento: es la fase en que, por ejemplo, una vez resueltos, con el ferrocarril,
cualesquiera problemas de transporte por tierra que pudieran presentarse, se
procede a imponer a las poblaciones los trastos, en verdad ineficaces, pero
enormemente costosos y vendibles, del automóvil y la autopista; en que,
atestadas ya las poblaciones de artilugios de entretenimiento y de información
(radio, cine y demás), se procede a meterles por los ojos la televisión, que
nadie había pedido ni añorado, hasta convertirla en centro esencial de compra
de vacío, a la vez que nueva lumbre del hogar que dome y embobezca cualquier re
sabio de inteligencia y rebelión contra el manejo que pudiera quedar en los
resquicios de los corazones; la fase, en fin, en que, atendidas hasta la
saciedad, con algunos esclavos mecánicos útiles (tractores, cavadoras, hasta
lavadoras, sí, señora; hasta contables mecánicos, señor, si le ha cían a usted
tanta ' falta), cuales quiera necesidades previas, se procede a colocarles a
las poblaciones una cacharrería de autómatas destinados a necesidades que los
propios fabricantes tienen que ir inventando (y se ven negros) y fabricándolas
a medida que inventan y fabrican los autómatas. Sí, no puede decirse que hayan
estado de brazos caídos los servidores de capital y Esta do en el desarrollo de
procedimientos para inutilizar los beneficios reales de las máquinas y
conseguir que la esclavitud al trabajo y a la preocupación sea tan pesada y más
que en cualquier tiempo. Y sin embargo, a pesar de todo eso, se ve que las
máquinas del progreso eran tan útiles, tan buenas, que todavía la cantidad real
de trabajo necesario disminuye, que todavía sobra tiempo libre (e. e. no
ocupado por trabajo, por más vacío que ese tiempo sea), y como resultado de
ello, ahí está el paro y sus cifras progresando año por año y llenando de honda
preocupación a Gobiernos, empresarios, trabajadores y parados.¿Qué se hace ante
eso? ¿Se hace algo de lo que el sentido común parece que a cualquiera le
indicaría? ¿Se reparte entre la gente, por turnos de horas o de días, o de meses,
fáciles de establecer sin grandes contabilidades, el poco trabajo real que
haya, motivado por necesidades o placeres verdaderos, no inventados ad hoc
ni impuestos desde arriba? ¿Se deja que así, trabajando cada uno un par de
horas algún que otro mes del año, que es lo que viene a hacer falta, reciba los
mismos medios de sostenimiento y de disfrute, y se le deja suelto, sin venderle
divertidores del vacío, el resto de su tiempo, a ver si a algunos por lo menos
les pasa algo? ¡Quita de ahí, hombre! Eso sería consentir que la razón común
rigiera por un momento, con peligro para todo el orden constituido.
¿Qué se hace entonces? Gobierno y empresa, por
supuesto, son los primeros interesados en que las máquinas no sirvan para lo
que sirven, y que nadie sospeche que a lo mejor no hacía ya falta trabajar. En
consecuencia, en vez de distribuir el poco trabajo necesario, promueven el
fantasma del paro y lo promocionan a toda costa. Se avienen gustosamente
empresas y Gobiernos a despilfarrar sumas ingentes del presupuesto en
subvenciones a los parados, para pagarles el paro (e. e. la expectativa del
trabajo), calculando por lo bajo que, por mucho que les cueste irles pagando un
par de añitos de paro a los parados, por más que con ese mismo dinero podrían
seguramente (empezando, por ejemplo, por los servicios públicos serviciales)
establecer empleos de media jornada o de medio año (cubriendo incluso, con los
turnos oportunos, los desiertos de las noches y los domingos, y asestándole de
paso un palo al fantasma de la delincuencia), que absorberían de inmediato el
contingente de parados, siempre les tendrá cuenta ese despilfarro mejor que no
consentir que las poblaciones dejen de estar pendientes del trabajo, por
presencia o por ausencia, y descubran acaso una punta de la verdad; y así,
lógicamente, declaran el paro su desvelo favorito, y les prometen a las
poblaciones para el año que viene..., ¿qué? Pues ¿qué va a ser? Trabajo para
todos.
Pero ay, ¿y qué hacen en tanto por acá abajo las
poblaciones? ¿Qué hacen las legiones de parados? Pues nada: demostrar una vez
más que Estado o capital y yo somos todos el mismo, y que no hay manejo desde
arriba que se imponga si no es gracias a que el aparato del poder está
incorporado en cada una de las almas de los súbditos y clientes. ¿Se dedican
los parados a disfrutar alegremente de su desocupación, manteniéndose con el
uno o dos añitos de seguro de desempleo, o con las tareíllas ocasionales que
les caigan, o con el honesto gorroneo de las familias y los amigos
trabajadores, poniéndose entre tanto en peligro de que se les ocurra hacer algo
imprevisto y maravilloso, algo que no esté hecho (pues es la creación
justamente lo contrario del trabajo, que se define por estar destinado a hacer
lo que está hecho), en agricultura, en música, en astronomía, o si no, a
vagabundear por ahí gozosamente o tenderse gloriosamente a la bartola? Nada de
eso: llevan el hormiguillo del trabajo dentro, y acondicionados como están a
que su vida sea toda futuro, viven en ansia del trabajo perdido o no alcanzado,
aspirando a la colocación laboral como a la salvación del alma de cada uno, y
claro, así no es vida. Así es como también por acá abajo se liquidan las
posibilidades de vida y entendimiento que, muy a pesar del aparato, por algún
fallo de su perfección, les abrían las máquinas a los hombres.
¿Y qué hacen, por su parte, los revolucionarios,
los líderes de la oposición más zurda y los más rojos estandartes? Pues nada,
ya se sabe: como son, después de todo, bieneducados y realistas, ¿qué van a
hacer? ¿Van a aprovechar el paro para guiar a sus masas hacia el reconocimiento
de la falsa necesidad del trabajo, para proclamar el derecho al paro y al hacer
otras cosas que no sean, trabajar? ¿Van ellos a ponerse a reclamar la
institución de turnos en fábricas y oficinas, repartiendo entre todos lo poco
de trabajo que haga falta? Ea, menos bromas; no, señor. Se dedicarán, por el
contrario, a luchar por el pleno empleo y por la creación... ¿de qué? Ya saben:
de más puestos de trabajo, implicando, por supuesto, en armonioso acuerdo con
empresas y Gobiernos, la creación de nuevas industrias inútiles, y hasta
bélicas si es preciso; y hasta tan hondo tendrán tragado el anzuelo que
puestos de trabajo será su obsesión predilecta, puesto que presumen (y al
presumirlo, ayudan a realizarlo) que ésa es también la obsesión primera de las
masas que dirigen hacia el día final de la justicia; y será puestos de
trabajo el más fuerte talismán que les impida hacer nada... ¿Iba a decir
revolucionario? Nada liberador -digamos, más modestamente-, nada que no
esté hecho de antemano.
Bueno, ¿y ahora puede hacerse algo contra esa
falsificación del problema del paro? ¿Algo que haga del paro no el melancólico
acompañamiento del himno triunfante del trabajo, sino revelación de que las
máquinas servían de veras para liberarnos de la esclavitud? ¿Puede hacerse algo
contra un fantasma tan falso como real?
No lo sé. Son Ellos (con mayúscula) los que
saben; son Ellos los que saben que lo que ha pasado con el progreso no sólo es
lo que ha pasado, sino que es lo que tenía que pasar, porque saben que la
humanidad avanza por un camino, para que así, lo mismo que lo que ha pasado es
lo que tenía que pasar, análogamente vayamos hacia un futuro que Ellos saben
(saben incluso que en el futuro está el automóvil, y los millones que tendrá
México City en el año 2150, cuando el 2000 se les va quedando un poco corto, y
cuántos autómatas por año se darán a luz en la India progresada del mañana),
hacia un futuro que garantice que nunca pase nada más que lo que ya ha pasado.
Por mi parte, no lo sé. Pero, por si acaso sirve para algo (que nunca se
sabe), bien será que por acá abajo las gentes de sentido común y los corazones
ingenuos piensen tranquilamente, sin dejarse engañar ya más por información de
técnicos vendidos de la economía ni distraer a fuerza de pantallazos
televisivos, que las cuentas que ellos inocentemente se echan sobre la cuestión
del paro son el único cálculo razonable; que con las máquinas y los adelantos
del progreso no hay ninguna necesidad verdadera de trabajar ya casi nada ni de
seguir progresando por la vía del futuro. Y que lo que hace que las máquinas y
esclavos automáticos no nos cumplan las promesas que traían en sus entrañas, no
nos liberen del trabajo y del miedo del futuro, eso no es ninguna fuerza
natural ni fatalidad histórica, sino que son, en primera instancia, el interés
y la necesidad de sustento del capital y del Estado, y en segunda instancia,
por debajo de esos intereses mismos, y más verdadera que ellos, la maldición
con que cargó el dios de los ejércitos del sábado a los monitos al arrojarlos
de su selva, que no pudieran creer nunca que lo bueno es lo bueno, sino que
tuvieran que creer siempre que lo bueno es la penitencia, el sacrificio, el
trabajo, la diversión, la muerte.
Editado en Que no, que no.
No hay comentarios:
Publicar un comentario