lunes, 13 de julio de 2015

La razón de la sinrazón de Don Quijote




La razón de la sinrazón de Don Quijote 
 Sevilla, 22-24 de Abril de 1959. Agustín García Calvo




Magnífico señor, compañeros, queridos alumnos y amigos:

Encargado en esta fecha de celebrar a Don Quijote, me propongo hacerlo de la única manera que la sinceridad y le honradez me avivan: dedicando este rato a demostraros la razón de la sinrazón del caballero, al menos hasta despertar en vosotros la sospecha de que no hay por qué estar tan seguros de que es lo nuestro razón y lo suyo locura, sino acaso la más ruin sinrazón lo nuestro y lo de él pura razón.
Ante un propósito o despropósito como este pueden surgir de vosotros las dos reacciones siguientes: la una, que os toméis todo esto como una broma, como un descomunal rasgo de humor por mi parte, con lo que no habríamos adelantado nada más que en todo caso haceros reír un poco, como el libro de Cervantes mismo (y ya más adelante pienso explicaros para qué sirve la risa); la otra reacción, que os lo toméis en serio, y entonces a la salida me recomendéis caritativamente cuidarme, considerando que la apasionada lectura del libro puede haber producido en mí un efecto de contagio, que tal vez nuestra medicina del espíritu pueda remediar fácilmente.
Tengo sin embargo derecho a esperar de hombres como vosotros, con sus puntas y collares donquijotescos, una tercera reacción: la no reacción por parte de los mejores de vosotros, dejando generosamente que os penetre esta convicción sobre la valentísima cordura de D. Qui­jote, aunque esa convicción haya de arrastrar consigo muchas de las cobardes seguridades en que la vida cotidiana se asienta.
Ya sabemos que nuestro único documento verídico para estudiar la supuesta locura de D. Quijote nos lo ofrece el libro de Miguel de Cer­vantes; esta fuente no puede ser usada sin las debidas precauciones, y ello por las causas contrarias a las que hacen a los positivistas desconfiar de los historiadores de Alejandro: porque éstos idealizan y el humor de Cervantes teme la idealización. De la manera de usar ese libro para el conocimiento de Don Quijote nos aleccionó con sutil y ve­hemente discernimiento su reciente comentador, don Miguel de Unamuno, de venerada memoria. Fue tal vez un poco en demasía duro con Cervantes: al releer estos días El Ingenioso Hidalgo, me ha parecido sentir en los más de los pasajes que, cuando el autor mismo se pronuncia y burla sobre la mentecatez de su héroe, lo hace sin un profundo con­vencimiento y más bien movido por el temor de ser junto con él catalogado en la paranoia, si no aparecía lo bastante distanciado y juicioso para presentarlo como loco. Pero en definitiva, como novelista ejemplar que es y rey de la objetividad narrativa, tiene el gran mérito de que en boca de Don Quijote nos ha reproducido con fidelidad y sin sustanciales alteraciones (con más fidelidad aún que Platón las de aquel otro Don Quijote ateniense) las palabras mismas pronunciadas por el caba­llero, las cuales son las que esencialmente pueden servirnos para el juicio acerca de su locura.
La locura de Don Quijote, ¿cómo la calificaría precisamente la Psiquiatría moderna? No sé muy bien; pero estoy cierto de que de algún modo deberá catalogarla: la misión de la Psiquiatría es catalogar, ence­rrar la enfermedad bajo un título que la haga inocua, aséptica, que mengüe su peligrosidad: o mejor dicho, perfeccionar simplemente la catalogación  que ya la sociedad  realiza por boca del vulgo,  cuando  califica de loco (o de Quijote: fijaos bien) a este o aquel de sus miembros que se ha salido de la norma, poniendo en peligro el orden y la tranquilidad; y entonces la sociedad dictamina "es un loco" (o "es un Quijote"), el psiquíatra perfecciona el diagnóstico (paranoia, megalomanía, inadaptación al medio, timidez sexual) y el individuo, el caso, así aislado, pierde su virulencia y su capacidad de contagio. Don Quijote mismo, ¡cómo sabía indignarse ante estos procedimientos de catalogación!: "No es bien, sin tener conocimiento del pecado que se reprende, llamar al pecador sin más ni más mentecato y tonto", le dice al eclesiástico catalogador en II 32.
Es curioso examinar los procedimientos que la sociedad emplea para defender su tranquilidad frente a la locura: una vez realizada la catalogación, el primero es el de la risa, cuyo mecanismo acertó bastante a ver Enrique Bergson, como procedimiento de defensa: el espíritu, que presiente en determinado hecho un peligro para el mantenimiento del status quo gracias al cual se consiente a sí mismo pacíficamente la in­justicia de vivir, un peligro si da entrada a la clara razón que la sinrazón le presenta, quiere borrar con un rápido cepillo aquella idea, quiere obnubilarse, y es la risa entonces la vibración de este obnubilador cepillo.
Pero cuando la cosa es demasiado  imponente,  va  demasiado  en serio, viene entonces el acudir a la violencia, viene entonces la reclusión en el manicomio, la camisa de fuerza, la muerte en hoguera, cualquier cosa que nos libre de aquello.
Ambos procedimientos son una y otra vez empleados contra Don Quijote por los personajes sensatos de la obra: ridiculización, como en el caso de la sangrienta burla de los duques, aguantándose a duras penas la risa mientras las doncellas jabonan la Triste Figura (II 32); violencia como en la terrible que le hacen en el punto que llegan a ser demasiado sonadas y gloriosas sus fazañas de la segunda salida, atándolo entonces (¡mientras duerme!, fijaos bien) y encerrándolo en la carreta (I 46).
Pero sobre todo aparece el uso sucesivo de ambos procedimientos en la actuación de aquel aprendiz y dechado de psiquíatras, de aquel Ba­chiller por Salamanca, pedantón y engreído en su empeñosa contienda contra la locura, Sansón Carrasco; el cual de primero, sí, concierta con Tomé Cecial de reír a costa del Caballero, dándole por el palo de su manía (II 15), bajo pretexto piadoso —es verdad— de que ello serviría para curársela: como si dijéramos que, poniéndose el psiquíatra en el mismo terreno en que la psicosis tiene sumido al enfermo, pueda allí misino provocar (con el fingido desafío y derrota) un shock psíquico que le saque de su psicosis. Mas lo bueno fue, como sabéis todos, que, al ser derrotado por el loco, se acabó el pretexto y la risa, y le oiréis decir (ib.): “pensar que yo he de volver a la mía [casa] hasta haber molido a palos a Don Quijote es pensar en lo escusado. Y no me llevará ahora a buscarle el deseo de que cobre su juicio, sino el de la venganza". Al menos este representante de la sociedad normal fue aquí sincero. Y se cumplió puntualmente la venganza en Barcelona (II 64), con gran con­tento para el Bachiller; aunque entonces vuelve, en su charla con don Antonio, a poner el pretexto que autorizaba su violencia (II 65) : "cuya locura y sandez mueve a que le tengamos lástima todos cuantos le cono­cemos, y entre los que más se la han tenido he sido yo; y creyendo que está su salud en su reposo y en que se esté en su tierra y en su casa, di traza para hacerle estar en ella". Así el caballero de los Espejos y de la Blanca Luna, probo curador de almas, tan bien amigado con amas y sobrinas, tan interesado en que los hombres estén un su casa, en que sean normales, es decir, como él.
Es verdad que la Psiquiatría está en nuestros años mucho más ade­lantada, es mucho más piadosa: se trata realmente de liberar el espíritu de sus manías y obsesiones, de las represiones que ejercidas sobre los apetitos naturales producen la desviación antinatural, patológica, y obligan al paciente a contorsiones de desesperación  insufribles:  se enseña al paciente a que descubra en sí aquellas tendencias naturales, a que vea el engaño de sus represiones, y se libere de ellas, haciéndose capaz de adaptación a la vida social, capaz de felicidad:  vivimos una  época de enternecedora piedad para con el prójimo: no puede la sociedad consentir que uno de sus hijos sea desgraciado y se retuerza:  quiere que todos seamos felices y disfrutemos de la vida: be happy! be happy! es el grito de nuestra Psiquiatría; como Sancho, no podemos sufrir el ver a Don Quijote (sin causa ninguna, por amor de Dios!:  sin causa ninguna!)  darse de cabezazos contra las peñas de Sierra Morena (I 25).
Pero ese mandamiento del “sé feliz” de nuestra Psiquiatría no cuenta con una desdichada coincidencia, y es que el hombre es justa­mente ese bicho que no puede ser feliz: no puede ser feliz porque no puede ser un animal puro, un ser natural: y ya que esto es así, ¿no sería mejor tal vez, como Th. W. Adorno dice en sus Mínima Moralia, considerar que lo que pasa no es que las represiones y artificiosas configuraciones de lo natural sean demasiadas, sino que son demasiado pocas?; que no nos atrevemos a ser lo bastante racionales, lo bastante hombres, y a renunciar a la naturaleza y a la felicidad?
Sea de esto lo que quiera, vamos a tratar de ver un poco en qué consulte exactamente la locura de Don Quijote, su paranoia o desviación del tipo de mentalidad que con la enorme fatuidad que da el sentirse mayoría llamamos "normal" los que no queremos ser catalogados de Quijotes, los que querríamos que el Caballero fuera sensato, es decir, como nosotros.
Se trata, al parecer, fundamentalmente de una alteración epistemo­lógica, una perturbación de las funciones destinadas a la visión del mundo: Don Quijote no ve las cosas como son: ni ve los flacos cuartos de Rocinante, ni la condición de la Tolosa y la Molinera, mozas de arrie­ro (I 3), ni los polvorientos rebaños (I 18) o los molinos (1 2), ni las bacías de barbero, ni la mala condición de los galeotos, ni el postizo engaño de Dorotea Micomicona, ni la imagen de la Virgen en proce­sión (I 52), que para él no puede ser menos que doliente señora presa de malandrines, ni se ve a sí mismo, a las puertas de la vejez, enteco y mustio.
Pero no es que realmente no vea Don Quijote las cosas: en verdad las ve, y nota puntualmente las polvaredas del camino y el silbato del porquero y el braceo de las aspas y las mas pequeñas abolladuras del baciyelmo y las lágrimas en los ojos de la Virgen, y curiosamente inquiere cada pecado de los galeotos, y sabe las muelas que tiene en la boca y los pollinos que guarda en casa;  y ve cada uno de los muñecos de Maese Pedro (II 26) :  ¡cómo, si hasta discernía la  impropiedad de que en la función  sonaran  campanas  en  país  de   moros!; y sus cuchilladas con propia puntería dirigidas iban a pequeños muñecos, que así los dejó de molidos. No, pues: lo que sucede no es que no vea las cosas, sino que ve otras además o encima o debajo de ellas, que no las ve como son.
Grave locura esta de no ver las cosas como son. Pero, a bien mirar, ¿cómo son las cosas? Porque evidentemente, para catalogar y despreciar la manera de ver las cosas de Don Quijote, fuerza es que estemos nos­otros muy seguros de que nosotros sí sabemos verlas como son en la realidad. Y solemos en efecto estar muy seguros, dormir muy tranquilos sobre la seguridad de conocer la realidad de las cosas.
Y eso que ha habido siempre gente maliciosa y alborotadora que se ha dedicado a demostrarnos que nuestro conocimiento de esa realidad no tiene el menor fundamento: por ejemplo, Zenón de Elea trató de ha­cernos ver que somos incapaces de una formulación racional adecuada para expresar lo que creemos ver como tiempo, espacio, movimiento: por­que es evidente que si un camino es divisible en trechos, Aquiles tendrá que llegar al sitio en que estaba la tortuga antes que él, y cuando llegue ahí, tendrá que llegar a donde la tortuga está ahora; pero, al llegar él aquí, la tortuga estará un poco más lejos y, proseguida la división al infi­nito, Aquiles nunca alcanzará a la tortuga. Claro que podía pensarse que no hay divisiones, sino absoluta continuidad; pero, entonces, ¿de dónde ese trecho de un estadio que la tortuga le saca a Aquiles al empezar?; y, en rigor, en un todo continuo (hólon synechés de Parménides), ¿cómo iban a existir esas partes que designamos como "Aquiles" y "tortuga"?
Es esta una vieja voz intranquilizadora, que Aristóteles creía buenamente haber acallado catalogándola de paralogismo, y lo mismo la Ma­temática del cálculo diferencial, para la cual todo se reducía a un sen­cillo problema; contando –claro está-  con la operación del paso al límite, es decir, hacer que un infinitésimo de cuando en cuando sea igual a cero. Pero la flecha de Zenón seguía traspasando, a veinticuatro siglos de distancia, el corazón de Paul Valéry (Zenon! Cruel Zenon! Zenon d'Elée; /m'as tu percé de cette flèche ailée, / qui vibre, vole, et qui ne vole pas;  estr. 21 del Cem. Mar.); y es interesante leer hoy el librillo de un matemático, Jürgen Mau sobre los infinitesimales, o el lúcido estudio que el año pasado publicó Jean Zafirópulo con el título de Vox Zenonis, donde hace notar las repercusiones entre las teorías físicas mo­dernas de esta vieja voz que canta el desacuerdo entre nuestras diarias concepciones de la vida y las formulaciones científicas que tratan de fun­damentarlas. También hasta por estas tierras volvía esa voz a resonar en nuestros días en la voz llena de claridad y soberana guasa de Juan de Mairena.                                                                                
Vivimos hoy uno de los momentos en que la ciencia misma, tan orgullosa un tiempo de conocer la realidad como los canónigos seguros de sus ojos para condenar la mentecatez de D. Quijote (I 49, II 32), la ciencia misma viene en una infinita modestia a declararnos la renuncia a la realidad: como hace notar D. José Ortega y Gasset en su libro póstumo, La idea de Principio en Leibniz, p. 42 ss., no sólo es que la materia, a la que  no  le  quedaba  más  atributo  que  ocupar  un  lugar  en  el  espacio, quede por el principio de indeterminación privada también de éste, re­ducida a "alma": es que además la indeterminación niega la posibilidad de una posesión de la realidad, para limitarse a un cálculo de la probabilidad;  y es  —más todavía—  "que esa  indeterminación  del  elemento material proviene de que el experimentador, al observar el hecho, no lo observa, sino que lo fabrica"; en efecto, se nos dice que el neutrón, p. ej., comienza a existir en el punto en que es descubierto por la teoría física. Y el venerable Einstein es el que nos da la formulación más feliz de la situación en su Geometrie und Erfahrung (citado por el mismo Ortega, p.  87), al  decir que "las proposiciones  matemáticas en cuanto se refieren a la realidad no son válidas, y que en cuanto son válidas no se refieren  a la  realidad".
Después de todo lo cual es posible que quedemos un poco menos seguros de lo que son las cosas, y de nuestra capacidad de verlas, y un poco menos animosos para reprocharle al ingenioso Hidalgo que él las vea a su fantástica manera, y que a su modo las invente al verlas, una vez que hay vehementes sospechas de que también nosotros las estamos inventando continuamente al verlas y mentarlas, sólo que a nuestro modo normal y sensato.
Y con todo, los sentidos empujan, los sentidos pesan; o, mejor que los  sentidos, la   manera habitual de concebir las cosas, impuesta por una costumbre de milenios, hecha propiedad de la mayoría; y esa que llamamos realidad se nos impone, se nos mete por los ojos. Hasta don Quijote tenía a cada paso que ceder a esa imposición de la costumbre de ver las cosas según son: unas veces por cansancio de su empeño en ver la otra cosa que son, así al final de la primera aventura venteril (I 17):  "Luego venta es ésta?", así cuando llegan al Toboso y en las tres labradoras que Sancho le presenta  no es capaz de ver sino tres labra­doras (II 10); es conmovedor igualmente ver al hidalgo tanteando con sus manos las paredes de su casa hasta convencerse de que el aposento de los libros ha desaparecido (I 7); otras veces es sólo aprovechando la tierna y compasiva condición natural del hidalgo como puede hacérsele reconocer que eran pellejos de vino (I  37) o eran muñecos de pasta (II 26) los que ha destrozado con su espada y por los que debe pagar daños y perjuicios; pero las más de las veces sólo por la violencia  más bestial puede hacerse que ceda, hacerle que vea tras el porrazo molinos, carneros en los carneros, y que tras el final batacazo de Barcelona vea en sí mismo un caballero vencido que merece ser pisoteado por cerdos (II 69) y finalmente no otra cosa sino Alonso Quijano el Bueno, pobre carne mortal, que tiene que resignarse a morir y buenamente muere (II 74).                                                                                                  
No es por tanto que Don Quijote no sienta la imposición de los sen­tidos, como todos, sino que él con su esfuerzo sobrehumano se niega a ver las cosas como son "en realidad", para verlas como son de veras, como otros se niegan a ceder a la imposición de la naturaleza o de la costumbre, con el ayuno o con la castidad o despreciando las riquezas porque otras riquezas más altas han conocido, así él se niega a la có­moda visión habitual de las cosas. Así, sentado en el camastro junto a Maritornes, hecha casta a la fuerza "era tanta la ceguedad del pobre hidalgo, que el tacto ni el aliento ni otras cosas que tenía en sí la buena doncella no le desengañaban" (I 16). Y él mismo enuncia la teoría de esta superación de la visión habitual: "Si os la mostrara, qué hiciérades vosotros en confirmar una ver­dad tan notoria? La importancia está en que sin verla la habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender" (I 4).
Y en esto no desfallece nunca: porque, aun cuando se ve obligado a ceder a los "sentidos", él sabe sin dudar achacarlo a los encantadores (los encantadores son los 'sentidos', los datos históricos, que nos ponen delante las cosas, no como SON, sino como a la vida le conviene para seguir viviendo). Y así no importa que Sancho le ofrezca datos de his­toria positivista acerca de Dulcinea ahechando trigo y oliendo a hom­bruno, porque "aquel trigo ni era rubión ni trigo, sino granos de perlas orientales..." "y pues yo no estoy encantado, ni lo puedo estar, según buen discurso, ella es la encantada, la ofendida y la mudada, trocada y trastocada, y en ella se han vengado de mí mis enemigos, y por ella vi­viré yo en perpetuas lágrimas, hasta verla en su prístino estado" (II 32). Y fíjaos cómo explica la operación de los encantadores de la engañada visión habitual: "ahora acabo de creer... lo que otras muchas veces he creído: que estos encantadores que me persiguen no hacen sino ponerme las figuras como ellas SON delante de los ojos, y luego me las mudan y truecan en las que ellos quieren" (II 26). Y es que en efecto ese en­gaño es muy fácil de imponerse en nosotros, pues es "a favor de la co­rriente" de nuestra inercia vital: "Sábete, Sancho, que es muy fácil cosa a los tales hacernos parecer lo que quieren" (I 18). Y cómo fácil!: como que es el miedo a ver las cosas como verdaderamente son lo que nos hace verlas como de ordinario las vemos: "tiene el miedo muchos ojos y ve las cosas debajo de la tierra, cuanto más encima" (I 20); "el miedo que tienes... te hace, Sancho, que ni veas ni oyas a derechas: porque uno de los efectos del miedo es turbar los sentidos y hacer que las cosas no parezcan lo que SON" (I 18). Don Quijote, como Sancho dice, no sabe lo que es miedo (I 20).
Contra esta inercia de los que vemos las cosas dormidos, contra este miedo de los que no nos atrevemos a ver las cosas como SON, se levanta la continua vigilia del Caballero de los ojos abiertos ("mi dormir, siem­pre velar") y su inaudita valentía frente a todas las imposiciones de la "realidad". Él tiene un sentido mejor que el sentido común y la ciencia física para saber cómo SON las cosas de verdad, para verlas como DE­BEN SER, el sentido de ver en arquetipo, y está siempre dispuesto a demostrar su visión con el esfuerzo de su brazo: "lo que yo digo es verdad, y ahora lo verás" (I 8); Dulcinea es como él la imagina (I 25). "pues en ella se vienen a hacer VERDADEROS todos los IMPOSIBLES Y QUIMÉRICOS atributos de belleza" (I 13). Y él mismo se sabe también ver como ES, como DEBE SER: "yo sé quién soy, y sé que PUEDO SER no sólo lo que dicho, sino todos los doce pares de Francia y aun todos los nueve de la fama" (I 5).
Somos, pues, nosotros los que vivimos viendo las cosas bajo perpe­tuo encantamiento y ensueño, y, como jamás despertamos un punto a verlas como son de verdad, nunca echaríamos de ver nuestro engaño, si no estuviera Sócrates o Don Quijote, que vienen a abrirnos los ojos al reino del DEBE SER, del SER VERDADERO, el reino de la edad de oro: "yo nací" dice el Caballero '"en esta nuestra edad de hierro para resucitar en ella la de oro" (I 20). O sea: "yo estoy en el reino de las cosas privadas para en él despertar el reinado de los arquetipos", más real que la "realidad" y más común a todos los hombres.
Porque es curioso: mientras jamás los hombres pueden entenderse acerca de lo que llaman realidad y, cuando se viene a ver, cada uno lo ve a su manera, y toda comunidad entre hombres se hace imposible por esta incapacidad de entendimiento sobre la llamada realidad, en cambio la idea del SER de de las cosas como DEBEN SER es absolutamente común a todos, y  todos vemos la misma Dulcinea, la misma silla, el mismo árbol, la mismaVIDA de ORO, cuando tenemos el mínimo valor sanchopancesco de liberarnos de las privadas impresiones personales que nos arrastran y mirar el ser del deber ser que el Caballero andante nos muestra.
Pues sí: a todos nos está abierta la posibilidad de liberarnos de nuestro miedo o inercia y ver las cosas tal como verdaderamente SON, sólo con ser capaces de dejarnos alumbrar por el Caballero y olvidar de catalogarlo como loco; así Sancho: "Y con tanto ahinco afirmaba Don Quijote que eran ejércitos, que Sancho vino a creer y a decirle: —Señor, pues qué hemos de hacer nosotros?" (I I8); y Cervantes no, pero el buen periodista Guerchunoff allá desde la  Argentina  nos  cuenta  en  su  precioso librillo La Jofaina Maravillosa cómo las mozas del partido quedan después de la marcha de D. Quijote, viéndose a si mismas como SON, transformadas en su verdadero ser: "Oímonos llamar doncellas, sin áni­mo de burla, y por defendernos hubiera embestido a los gigantes y a los dragones. Cuitada de mí! Soy la hija del remendón de Toledo, a quien la gente maltrata y sólo busca en los recodos del camino o en la oscuri­dad de la calleja. Al aparecer este señor de espada y adarga, con lla­marme doncella devolvióme la doncellez. Tomándome por señora, hízome señora. Ya no soy la Tolosa: soy doña Tolosa, según prometíle ser. Pues, sépalo vuestra merced, hay palabras que pueden más que un bálsamo y valen más que un regalo en rubias monedas. La suya lavóme el alma”. Verdad que está el desagradecido Andresillo que se arrepiente de haberse fiado jamás del Caballero y reniega de todos los caballeros andantes, y pide no más un socorro para llegar a ganarse la vida a Se­villa (I 31). Ah, pero Andrés sigue viviendo todavía después del segundo encuentro, y vive 50 años y dos siglos y tres siglos, y a principios del nuestro viene a ser el pequeño niño judío Guerchunoff, que, aprendiz maltratado y abofeteado por los patronos en una fábrica de Buenos Aires, por la noche en su choza, leyendo con su madre (que ni entendía nuestro idioma) la aventura de Don Quijote, se siente verdaderamente vengado por el Caballero de todas las afrentas de los amos.
Sí: cuando somos capaces de mirar al DEBER SER de las cosas, to­dos estamos de acuerdo: es algo objetivo en que todos participamos y no ilusiones de encantadores. Es por otra parte muy sencillo: para ver y proclamar la pureza de una mujer no hace falta andar averiguando y conociendo (conocer es lo contrario de entender: demasiado nos conocemos!) : basta con verla y proclamarla sin más; porque la mujer ES verdaderamente virginal, y lo que cada una sea no importa nada, por­que es mujer y por tanto virginal: "contra cuerdos y contra locos está obligado cualquier caballero andante a volver por la honra de las mu­jeres, CUALESQUIERA QUE SEAN" (I 25). Y qué fuerte comunidad si cada uno viera en el otro, no a Fulano con sus pústulas y hemorroides, sino al Hombre, como ES, como debe ser, sin miedo de que por negarse a ver la "realidad" lo llamaran Quijote! (III 9). En cambio, sobre la llamada realidad no hay acuerdo posible. Recordad el capítulo 45 de la primera parte: Don Quijote, mostrando con todas las razones cómo es yel­mo la bacía, llega a tanto que todos los huéspedes de la venta entre bro­mas y veras, acaban proclamándola yelmo, sino el dueño —naturalmen­te— a quien un interés demasiado práctico en el asunto le impedía más fuertemente de seguir al Caballero. En cuanto acerca de si la albarda de que Sancho despojara al barbero es jaez o albarda, como cosa de menos momento, no quiere declarase, y no sin secreta ironía les deja que lo decidan los demás, que por estar libres de encantamiento podrán verlo mejor: entonces los huéspedes acuden primero al criterio episte­mológico del democrático Berkeley: a decidirlo por votos; pero como el resultado no contenta, se viene a decidir a porrazos y a transformar el patio de la venta en campo de Agramante.
Pero a pesar de todo, a pesar de todo —habrá quien piense para sí todavía— esto de ver las cosas como SON porque DEBEN SER, no deja de ser un violento artificio, una desfiguración, o mejor, una configura­ción de lo natural, de lo bruto y sin figura. Pero qué es la razón hu­mana desde el principio, qué es toda la Palabra que en el principio era?: configuración, artificiosa configuración de la masa bruta, absolutamente inaprensible, que pueda yacer bajo las palabras. Lo malo es precisa­mente que la razón o palabra no prosiga implacablemente su obra de configuración o creación de cosas que, después de haber alcanzado por convención el nombre abstracto mesa, el nombre abstracto hombre, que tienen en sí todo lo que una mesa y un hombre deben ser, todo aquello en que todos los que hablan están de acuerdo respecto a lo que es un hombre o una mesa, siga todavía preso el pensamiento práctico de esos encantadores de la inercia y el miedo, atento a las peculiaridades indi­viduales que llaman realidad, a esta mesa, a este hombre, y resistiéndose a ver la verdad de la realidad común que los nombres comunes encierran.
He aquí que en nuestros días un oscuro filósofo, de los más lúcidos denunciantes de los problemas de nuestro mundo, alemán de ascendencia italiana, desterrado en América desde el nacismo, Teodoro W. Ador­no, nos describe en su libro Mínima Moralia (trad. italiana 1954) cuál es la verdadera tarea de la dialéctica: la dialéctica, que es aquella activi­dad que Sócrates inventó para derruir el funesto buen sentido y seguridad del saber de los hombres, hasta dejarlos, por el desconcierto y la desesperación de sus criterios habituales de conocimiento, mollares y desnudos a la posible herida de Otro Rayo; y al describirnos Teodoro W. Adorno la dialéctica, podemos bien darnos cuenta de que se trata de una actividad bastante parecida, a la de la caballería andante tal como Don Quijote la entiende.
Dice así en las pp. 68-69: "la misión de la dialéctica es poner la zan­cadilla a las cuerdas opiniones acerca de la inmodificabilidad del mundo, cultivadas por los poderosos que han ocupado sus asientos... La razón dialéctica es la irrazonabilidad frente a la razón dominante: sólo en cuanto la confuta y la derrota, llega a ser ella misma racional... La dia­léctica no puede detenerse delante de los conceptos de sano y enfermo, ni tampoco delante de aquellos otros, estrechamente afines, de razonable e irrazonable.  Una vez que ha reconocido como enfermo lo universal dominante y sus proporciones —y esto en el sentido más literal, definido por la paranoia, por la proyección morbosa— ve la única celda de curación en aquello que, medido con las medidas de aquel orden, se antoja enfermo, excéntrico, paranoide y aun, sin más contemplaciones, loco; y es verdad hoy, como en la Edad Media, que sólo los chiflados dicen la verdad al amo. Bajo este aspecto, la misión del dialéctico sería la de permitir a la verdad del chiflado llegar a la consciencia de su propia razón, consciencia sin la cual, por lo demás, perecería en el abismo de aquella enfermedad que el cuerdo buen sentido de los otros sin piedad le impone".
Don Quijote —ya lo hemos visto— es en general, mientras la violencia externa o la blandura de sus propias entrañas no le hace vacilar, ese dialéctico consciente de la razón de su locura ("yo se quién soy"); y su lógica, las reglas a que su razonar y su obrar están sometidas, son rigurosas hasta el extremo: "todo cuanto yo he hecho, hago e hiciere va muy puesto en razón y muy conforme a las reglas de caballería, que las sé mejor que cuantos caballeros las profesaron en el mundo", (I 25), es decir, a las normas de la más precisa dialéctica; y hasta los sensatos eran capaces de reconocer el bonísimo juicio y admirable discurrir de Don Quijote, "en cuanto no tocara a las cosas de caballería"; es decir, en cuanto no fuera demasiado en serio la cosa, y la tranquilidad de ellos pudiera verse afectada por hacer demasiado caso del caballero.
Así era en conclusión de consciente, rigurosa y clara la lógica y la valentía de este verdadero Sócrates de la Mancha; y así vemos, sin que nadie pueda echarse atrás, hasta qué punto la sinrazón de Don Quijote, lejos de ser una desviación de la razón, o paranoia, no es otra cosa que la culminación de las funciones mismas que la razón humana tiene: pri­mero configurar al mundo y hacerlo ser como ES y no como los encanta­dores quieren; y segundo, juntar a todos los hombres en esa comunidad de la comunión en la superior realidad de los nombres comunes, es de­cir, de las cosas tal como SON porque DEBEN SER.
Oh, no temáis: no creáis que todas estas cosas las digo (a pesar de que me ponga a veces un poco vehemente y abogadesco) con el ánimo de convenceros ni persuadiros a nada: sería una lucha quijotesca, una desigual contienda entre la corta honda de mis deslavazadas palabras y el jayán descomunal del instinto de conservación que a todos nos pue­de. Porque, después de todo, el caso es que tenemos que salir de aquí y volvernos a nuestras casas, y sentirnos a gusto en ellas, tal como son; y aunque sospechemos que "nadie tiene derecho a sentirse en su casa" (y el ejemplo de don Quijote aguija a pensarlo) sin embargo está esa infinita fuerza de la inercia que quiere que sigamos siendo como somos, no como debemos ser, y esa fuerza se ingeniará para amañar nuestro intelecto a su servicio, y sugerirnos mil maneras de catalogar a don Qui­jote, de encerrarlo, inofensivo, en la jaula de la carreta, y catalogar y encerrar junto a él, si es preciso, a este humilde comentador suyo, con toda la compañía de Guerchunoffs y Zenones y Zapirópulos y Unamunos y Sócrates y Adornos y Juanes de Mairena, a unos como locos, a otros como herejes, a otros como corruptores de jóvenes, como sofistas, en fin de cualquier manera que elimine eficazmente el lejano peligro que para  la sensatez y tranquilidad  pudieran  suponer.
Porque sí: éste es el último punto que quería tratar con vosotros. Todo esto —dirá alguno— está muy bien para libro, para teoría; pero una cosa es la teoría y el libro y otra lo práctico, lo práctico, las realidades, la necesidad de todos los días. Está muy bien, y forma mucho y eleva el espíritu leer libros y oír conferencias. O recitando poesías, todos recibimos con gusto las desfiguraciones de la realidad y las metáforas descabelladas. Pero es metáfora: lo malo es cuando cosas tan distintas como el libro y la vida empiezan a mezclarse, y la teoría trata de hacerse vida. El peligro está en tomarse los libros, por santos que sean, al pie de la letra.
Claro: tiene usted razón: son dos cosas muy distintas; y ahora caigo en que el mezclar la una con la otra fue la verdadera locura de don Quijote: don Quijote es el ejemplo del hombre que se sale de sus casi­llas, que se sale al ancho mundo, en virtud de los libros, a fuerza de tragar palabras y de tomárselas al pie de la letra, y de mezclarlas con la vida:: "se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro y los días de turbio en turbio; y así del poco dormir y del mucho leer... Rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que le pareció conveniente y necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de su república, hacerse caballero andante o irse por todo el mundo con sus armas y caballo..." (1 1). Aquí tenéis el salto descabellado desde los libros al Campo de Montiel.
Verdad es que, hoy que celebramos la fiesta del Libro, y precisa­mente en honra de este Libro, yo, si me dejara llevar, si me atreviera, debería decir que precisamente la gracia del libro, de la teoría, está en que se confunda con la vida, en que se tome al pie de la letra, en que nos saque de nuestras casillas. Pero claro: no me atrevo a decir esto, no: tengo miedo de que alguno me catalogara como quijote o como cual­quier otro título peor todavía, y hasta que se me sugiriera la posibilidad de acudir a los servicios de algún honesto psiquiatra, aprovechando es­tos días que la cruzada por el cuidado de la salud mental está desarrollándose.
Y no, claro: pensándolo bien y cuerdamente, lo que debo hacer por el contrario es explicaros y dejar bien sentado que la locura de don Quijote no consiste tanto en ver las cosas de una manera rara como en que las palabras se hicieran carne en él, en su pobre cuerpo enjuto y avellanado y se lanzara en virtud de ellas a pegar lanzazos por ahí a diestro y siniestro. Y debo asimismo recordaros aquel verso de Sófocles, que vivió noventa anos, el más cuerdo y sereno de todos los poetas del mundo: pollês anoías kaí tó therâsthai kená: "de gran falta de juicio es también el lanzarse a cazar cosas vacías, los imposibles". Esa era la anoía de don Quijote: cazar los imposibles, las cosas vacías.
Verdad es que, a propósito de esto de las cosas vacías, y de la posibilidad de que la única cosa llena que haya sean los llamados imposi­bles, me viene un pasaje del Quijote que tenía pensado citaros tam­bién, aquel en que (I 52) el cabrero, que separa bien los libros de la vida, dice ante don Quijote: "eso me asemeja... a lo que se lee en los li­bros de caballeros andantes, que hacían todo eso que de este hombre vuestra merced dice; puesto que para mí tengo o que vuestra merced se burla o que este gentilhombre debe tener vacíos los aposentos de la cabeza. —Sois un grandísimo bellaco— dijo a esta sazón don Quijote—, y vos sois el vacío y el menguado: que yo estoy más lleno que jamás lo estuvo la muy..." Ah, pero hemos logrado hacer montar a don Quijote en cólera, y esto no está bien. Vamos a dejarlo aquí.
Y en cuanto a su pobre comentador de este día, creo que también ha caído un poco en ese mismo pecado, de dejarse llevar demasiado por las teorías y confundirlas un poco con la vida misma. Por lo cual os pide perdón: sin duda la seguida y ahincada lectura de Don Quijote todos estos días ha acabado por sorberle el seso un poco y hacerle to­márselo al pie de la letra y desvariar un tanto. Por lo cual os pide per­dón otra vez. No os preocupéis. Al fin y al cabo, todo son palabras. 

 Sevilla, 22-24 de Abril de 1959. Agustín García Calvo

Gracias Ricardo por tu arrullamiento siempre atento! Ay!

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