lunes, 13 de julio de 2015

Locura de la Ciencia y Conciencia. Por Agustín García Calvo

Henry Scott Tuke
 Locura de la Ciencia
Publicado en La Razón.-
09 del 10 del 2002
Y, si el Régimen está loco, tan enajenado de sentido común como en la entrega anterior os recordaba con algunas muestras, ¿cómo no va a estar loca la Ciencia que rige el Régimen (léase en los 2 sentidos) que nos da cuenta de la Realidad? Siempre, desde que hay un mundo que tiene que saberse, dar cuenta de sí mismo, toda Teología o Filosofía o Ciencia han estado necesariamente locas: no puede ser por menos, ya que tenían que encargarse, una tras otra de razonar la Fe que sostiene la Realidad (sin Fe no hay Realidad que valga; bien lo sabe nuestro Régimen, que cada día, por T.V. y demás medios, se dedica a hacerles ver a las poblaciones que la R. es la R., no sea que se olviden y pase algo), y el empeño de razonar la Fe es una obsesión y un sinsentido.
La gente, con lo de sentido común que les queda por debajo de sus Personas, se ha venido siempre apercibiendo de eso, y murmurándolo a veces por lo bajo; pero ¿quién va a decir en voz alta "Es falso, es una locura esto que nos cuentan: el Rey está desnudo", quién va a alzar la voz contra el Mago de la Tribu, los Curas de Almas, los Doctores de la Iglesia, ni menos en nuestros días contra la Ciencia que les suministran por vulgarización a todo trapo, cuando sabe que detrás del Mago, de los Curas, de los Científicos está, con todos su sables y cañones a punto, el Señor, Estado o Capital, dispuesto a defender la Fe por cualquier Medio, a eliminar descreídos por degüellos, fusilamientos, batallas, guerritas de una Fe con otra (para que no se descubra que son la misma) y cuando, peor todavía, cada quisque para el sustento de su propia Persona necesita la misma Fe? 
De las locuras de las viejas Ciencias o Religiones, el mundo reposando en la concha de una tortuga que nada sobre las aguas de abajo, las llamas eternas del Infierno, las huríes que Alá les guarda a los fieles que mueran por la Idea Santa, ya os habréis reído a veces (es fácil, desde la Fe cierta que la Ciencia les proporciona), pues bueno, reíos ahora un poco de la que les toca y hoy domina (en buen consorcio, por lo demás, con los restos de magias y creencias que medran a su amparo), reíos, si podéis, de las últimas locuras de la Física o Ciencia de la Realidad más avanzada, la de los Quanta, que se empeña en casarse con la Relatividad General que el genio del pasado siglo nos legara; por ejemplo, el intento, viejo desde Demócrito y Epicuro por lo menos, de buscarle a este mundo, aparentemente tan desordenado, una ley o regularidad por remisión a los elementos mínimos, que por combinación darían en las vastas irregularidades y complejidad de la realidad palpable, mientras ellos tendrían estructuras y leyes simples y matemáticas, ha progresado hasta nuestros días en el sentido de trascender, de la observación más o menos indirecta de los elementos subatómicos, a la prosecución del cálculo más allá, hasta dar en tiritas o culebrillas que serían trillones y trillones de veces más pequeñas que un átomo de hidrógeno, inasequibles a toda observación (al cálculo no hay quien le ponga límites: para eso ha incluido lo de ’infinito’ en su aparato), pero que servirían para superar el dilema de pensar el elemento o como onda o como partícula, y así hallarían (es, al fin, de lo que se trata) el punto de conexión entre razón matemática y realidad física. 
El intento se hunde en un abismo de locura; pero eso no quita que los vulgarizadores más vendidos lo traduzcan en términos concebibles y reales, y les hagan tratar con esas culebrillas o, para el caso, con los agujeros negros del cielo como si fueran unas cosas, partes de la Realidad. "Pero es que" me dirá: alguno "fundándose en tales cálculos o teorías, se pueden preparar esperimentos y predecir los resultados". Sí, señores: el criterio de veracidad es el éxito en la predicción; o sea aquello de los medievales de la verdad como ’adecuación a la cosa’; como si no supiéramos por acá que la Realidad es, en efecto, bastante congruente consigo misma; y, mientras los problemas se planteen dentro de la Realidad y de sus términos, son muy altas las probabilidades de éxito, lo mismo en Física que en Finanzas (el éxito es un premio de la FE): ahora, si la Física viene a dar en la locura de esplicar el Todo, de concebir (¿desde dónde?) la Realidad misma, ahí se le abre el abismo de la verdad sin fin. Otro día contaré lo que está pasando con la luz.

Henry Scott Tuke, All Hands to the Pumps, 1888-89
Conciencia
Publicado en La Razón.-
13 del 11 del 2002

Andábamos el otro miércoles, en la tertulia política del Ateneo de Madrid, averiguando en torno a la necesidad de «causa», que en las últimas formas de la Física sigue imperando, cada vez más en contra de los descubrimientos de la propia Física, y volvíamos por ahí a cómo esa necesidad la promueve la necesidad de «culpa», sin la cual no hay Persona de uno (uno es su culpa), lo mismo que no hay Realidad sin causa, tan mentira la causa como la culpa, pero tan poderosas; y recaíamos en el Génesis hebraico, cuando Adán, descubierto, le echa la culpa a la mujer, y la mujer, a su vez, a la serpiente. Pero en lo que hoy deseo detener un rato a los lectores es el momento anterior, cuando Dios, al salir al jardín a tomar el fresco por la tarde, no viendo por allí a Adán, vocea «¿Dónde estás?», y entonces sale Adán (con Eva detrás ¬se entiende¬) de su escondrijo entre los matorrales, y confiesa: «Al ruido de ti que oí por el jardín, me entró vergüenza, como desnudo que yo estaba, y me escondí». Con lo cual, ya tiene la Justicia de Dios el camino abierto: «¿Quién te ha hecho saber que estás desnudo? ¿Es que has comido...?». Etcétera. Es el momento del saber-de-sí-mismo, de la conciencia: en el saber de su desnudez, nace la Persona, que hasta ese momento no ha nacido. Preguntemos pues a nuestra vez nosotros qué es eso de la conciencia. Que se nos ha metido con el éxito arrollador del término latino con-scius, que significaba a la vez algo como «cómplice» (con otros; en algún malhecho, naturalmente) y ya «cosciente» (consigo mismo, y, naturalmente, de su culpa). Y ¿lo que eso ha venido a dar de sí! Ya saben: hay «conciencia»; que es moral mayormente, y «cosciencia» que quiere no serlo tanto: ¿cómo si pudiera haber una Ciencia separada de la Moral y la Política! Cosciente el alma, cosciente, por lo tanto, el átomo. Lo que no se dice tanto es que hay también mucho sub-cosciente y mucha sub-conciencia, que se refiere a las cosas que hace uno sin saber lo que hace, como por ejemplo hablar una lengua que no ha inventado él, ni nadie, que no es personal (ni estatal, por tanto,), sino común, de nadie. Y hay todavía, más abajo (aunque por lo general lo confundan con lo sub-cosciente), hay algo que no se cabe (no digan nunca «existe»: eso para Dios; ni lo llamen «incosciente», que entonces ya lo saben ustedes, y es mentira), algo que queda siempre más allá y por fuera de toda conciencia, y de la Realidad; que es falsa justamente en cuanto pretende ser todo lo que hay. Así el remordimiento de conciencia ha creado tantos y tan potentes fantasmas de la triste Historia, no sólo los tinglados jurídicos (hay que saber esactamente quién ha asesinado a la Marquesa: si no, ¿adónde iríamos a parar?), sino los psiquiátricos (el Yo, ay, donde yo muero) y los científicos, donde, por más que la averiguación misma la ponga en incertidumbre, tiene la Causa que seguirse manteniendo, así sea reduciéndose a un cálculo de probabilidades de relación entre los hechos físicos y las ideas que nos hacemos de ellos; porque, sin Causa, no hay Realidad, ni física ní psíquica; y, sin Realidad... El Señor, en Su progreso hasta nuestros días, no ha hecho sino perfeccionar de más en más el truco que tan buen resultado le diera desde el comienzo de la Escritura, de Su dominio: que cada uno esté preso de la conciencia de sí mismo, y por tanto dedicado a saber cómo se llama la enfermedad que tiene, a procurarse un Puesto en el mundo real y velar por su porvenir hasta la muerte, a averiguar cómo se llama uno de verdad, saber quién es el que sabe, a asegurarse de si te quiero o si eres tú al que quiero, etcétera, etcétera, y que así, ocupado con el cuidado de sí mismo y preocupado con su futuro a corto y largo plazo (hasta las imaginaciones de ultratumba), debatiéndose por hallar, en religión o ciencias, cualquier idea que reafirme su Fe y le esconda el descubrimiento de lo falso en lo que tiene que creer, no pueda nunca hacer nada más que lo que está hecho, previsto por su Dios y por su miedo, y siga así sirviendo fiel al Señor, al Estado y Capital o con la cara que se le presente, y se aleje del peligro y la tentación (siempre abierta, sin embargo) de hacer algo que no sea lo que está hecho, algo no previsto, que no se sabe más que haciéndose.


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