miércoles, 17 de diciembre de 2014

Rosa Montero OCULTO TRAS LAS PALABRAS

 


P. Se conoce muy poco entorno a su vida. Se sabe de su expulsión de la Universidad, junto con Aranguren y Tierno. Ha dedicado media vida a destruir lo que le han hecho ser en la otra media. Ronda los cincuenta años y en su alambicado discurso termina definiéndose como «un ejemplo bastante aceptable de persona corriente».

R. Antes de que le dé usted a ese chisme quisiera puntualizar dos cosas, una respecto al método y otra al objeto. 

(Encendidos los cigarrillos primerizos para cubrir el vacío inicial, intercambiados esos saludos mecánicos de siempre, tan a la espera de, e instalados más o menos apropiadamente en unas sillas, yo había intentado cándidamente poner en marcha el magnetófono y comenzar así la entrevista;)

R. En cuanto a lo primero, guardo unas experiencias bastante desagradables de las entrevis­tas que me han hecho con magnetófono. Porque...


Palabras, palabras, palabras. El aire en torno a su cabeza se espesa en silabas dichas o por decir y se hace hasta tal punto tangible que una llega a esperar, entre maravillada y sobrecogida, que Agustín García Calvo se manifieste en toda su gloria y aparezca fulminantemente nimbado por un halo fonético. Antes de comenzar la entrevista, pues, habrá que hablar, discutir y precisar durante largo rato. Da una chupada a su cigarrillo inglés y dice que, claro, puesto que una entrevista es en definitiva un texto escrito más, es tal vez preferible escribirla desde el principio, y así. «en las últimas entrevistas he llegado prácticamente a dictar», sin intentar resolver el conflicto entre palabra hablada y escrita, «porque se tiene la ilusión de poder reproducir la palabra hablada y eso es imposible», aunque, añadiera inmediatamente, siempre en guardia consigo mismo, «habría que discutir también la ilusión de la escritura». 


P. ¿Y respecto al contenido?


R. En cuanto a eso, es que no quiero hablar de mi persona. No quiero fomentar la curiosidad morbosa que la gente siente por lo privado. Si algo de lo que digo vale, ahí está ello.

Es la suya, sin embargo, una insistencia amable y pálida, puede que tímida. Sus objeciones no resultan irritantes, obcecadas ni gratuitas: forman parte seguramente de su manera de ser él mismo. Al final accederá a usar magnetófono y terminaremos hablando de cosas personales. Y esta claudicación, en la difícil y rigurosa trayectoria en la que García Calvo vive, debe ser una más de sus muchas e inevitables derrotas cotidianas.


P. En los archivos, en los servicios de documentación que he consultado para hacerle la entrevista, no hay un solo dato suyo de tipo personal, precisamente. De usted se saben las ocho detenciones, el exilio, su trayectoria pública. De usted se conocen los miles de folios que componen su obra. En definitiva es usted sólo como un montón de palabras, nada más. ¿No puede ser esto un peligro? ¿No se pierde vida?



R. Plantea una serie de problemas casi metafísicos en torno a la persona con todo esto que me ha dicho. Voy a desenredar dos o tres de ellos. En primer lugar hace referencia a unos cuantos datos anecdóticos o históricos que yo nunca he tenido especial interés en ocultar ni en publicar. Y da la impresión que esos datos anecdóticos le parecen algo relativamente superficial, que por debajo hay otra cosa. Yo soy descaradamente escéptico respecto a eso. Pien­so que esto que se llama persona es efectiva­mente un personaje teatral, que no es más que teatro, que las diferencias consisten en la cali­dad: a veces se hace un teatro mejor y a veces peor. Y lo que se llama sinceridad normalmente no es más que mal teatro, un teatro naturalista al estilo del siglo pasado, para seguir con la com­paración. Y pienso que si uno tuviera la capaci­dad de ser continuamente ingenioso, nunca tendría que recurrir al fácil expediente de ser sincero. De manera que ya ve que la visión de la personalidad, de la persona, es en mi eti­mológica. A alguien le puede parecer esto desconsolador, pero solamente será a aquel que tenga una especie de fe, casi de religión, en la persona. Quien no la tenga, al contrario, puede encontrar esta concepción teatral de la vida de las personas consoladora y alentadora. Otra cuestión que plantea es la relación entre todo esto más o menos biográfico y la producción de las palabras, y me pregunta si no me da miedo la posibilidad de quedar reducido a ser ese montón, o más bien serie, de palabras escritas u orales... Desde luego hay una parte en mí, que a lo mejor no es mía, que desearía perderse por ese camino. ¡Qué más quisiera uno que poder decir «no soy más que una voz» !Por desgracia esto no se cumple nunca, uno, aparte de una voz, es siempre una historia, y además, por doble desgracia, lo uno tiende a mezclarse con lo otro, es decir, que las posibilidades de verdad o de hermosura que pudiera haber en la voz están continuamente amenazadas por la intromisión de los intereses históricos y personales que usted dice que están por debajo, y que pueden estar por debajo o por encima, dependiendo de la concepción de los niveles del alma, según Freud u otros. Por debajo o por encima el caso es que están comprometiéndose y estorbando todo. Uno está siempre demasiado condenado a ser una persona. Y el intento de liberar un poco la voz, de dejar que a través de uno pasen palabras que no se sabe de dónde vienen ni a dónde van, es un intento constante, dificultoso. El conseguir esto es una aspiración de algo que hay en uno, a lo mejor de las palabras mismas, que quieren verse libres. Luego hay otra parte, que eviden­temente tiene que tener miedo. Tiene que tener miedo de perder su persona como tiene miedo de morirse. Una parte que puede ser muy considerable, puede ser una fuente de preocu­pación y angustia, pero que no por eso tenemos que hacerle demasiado caso, creo que hay más bien buena razón para despreciarla, sin que se sepa ya a estas alturas quién es el que desprecia y qué es lo que se desprecia.

Es Agustín García Calvo la más perfecta máquina de hablar que he conocido. Una máquina de alta precisión, exacta, prodigiosa. Pero lo más portentoso de todo, a no dudar, es que lo que dice tiene sentido. Su discurso es impecable: avanza como una espiral demole­dora, dando vueltas sobre sí mismo para sos­layar las trampas conceptuales. Le viene chico el lenguaje, desvirgado como está por el peso de significados establecidos, y por ello lo destruye. Buscando una nueva expresión imagina un nuevo mundo, y ahí, en esa tierra de nadie, haciéndose y deshaciéndose en un continuo, flotando en un magma de cosas a las que él se niega a denominar para no institucionalizarlas («lanzarse a defender cosas como el amor y el placer es una equivocación porque en el mismo acto de defenderlas las denominan y éste es un peligro de que lleguen a ser». Por favor, 1978), destrozando meticulosamente todo lo que es e intentando no ser con una aplicación enterne­cedora, este Agustín García Calvo de elástica mente se balancea, acróbata magnífico, sobre un alambre mágico y circense: un alambre que, a estas alturas, una ya no sabe si encuadrar en el ser o en el no siendo. Y en su vandálica alegría es algo así como un Atila incruento y zamorano que agosta a su paso los campos de rutinarias y malas hierbas.


P. No sé nada de su vida biográfica, como ya he dicho, pero si le parece podríamos intentar un juego. Adivino en usted, por ejemplo, un matrimonio temprano y quizá una adscripción a las congregaciones marianas o algo así en la adolescencia.


R. Únicamente me queda, si quiero acceder a entrar en el juego biográfico que me propone, me queda hacer teatro, claro. No decirle menti­ras, pero haré teatro con los datos que me pa­rezcan más útiles para ello. Me limito a centrar­me en sus adivinaciones. Ese personaje más bien odioso que citan, pensador ácrata, ca­tedrático, etcétera, está hecho no por mí, sino por mí y los demás, como todos los personajes de cada uno, supongo. Efectivamente este perso­naje está hecho a base de materiales más o me­nos lejanos, más o menos verdaderos. Estos materiales están simplificados, se ha practicado sobre ellos una continua abstracción, por parte de la opinión ajena, por parte de la opinión de uno, que hace que al final quede reducido a mero pretexto, a pura significación. Respecto a lo que puede haber en esos restos históricos, respecto a sus conjeturas, acierta en una y se equivoca en otra, lo cual es bastante significati­vo, me parece, y por eso me detengo en ello. Es verdad como dato histórico lo del matrimonio muy temprano, porque mi hijo mayor tiene diecinueve años menos que yo, pero en cambio no tiene ninguna razón lo de mi adscripción en la adolescencia y ni siquiera en la niñez a nin­guna congregación mariana o sociedad de otro tipo. Mi educación fue más bien laica, sobre todo gracias a mi padre, cuya memoria aprove­cho para honrar en este momento; no estudié nunca más que en escuelas e institutos naciona­les ni estuve nunca inscrito en ningún tipo de congregación ni sociedad. Lo que había de reli­gión en mi vida eran discusiones muy interesantes, discusiones teológicas que alguna rara vez tuve con mi madre, que era muy pro­fundamente religiosa, pero que tampoco me forzó nunca a la práctica de los ritos católicos más allá de una cierta edad, más allá de mi primera comunión. Y la verdad es que, en el nivel de la vida cotidiana, eso es todo lo que tuve que ver con religiones.


Claro que Agustín García Calvo también es o no es ese personaje de delimitados perfiles ex­ternos que todos conocen, aquel catedrático de Filología Latina que fue expulsado de la Uni­versidad en el 65, junto a Aranguren, Tierno Galván y otros, que entre el 65 y el 69 fue dete­nido ocho veces, que fue confinado en Níjar en el estado de excepción, que en el 69 se exiló a París, en donde mantuvo una célebre tertulia en el café La Boule d'Or, que dio clases en Nanterre y Lille, que, por fin, a principios del 77 volvió a España y a su cátedra. Y también es o no es piedra fundamental de la Comuna Antinacio­nalista Zamorana, nacida en Paris, que dio a la luz diversos y sustanciosos comunicados. Y así, de forma individual o comunal, García Calvo es autor de varios panfletos (sobre el marxismo, sobre los modos de integración del movimiento estudiantil, el Manifiesto de la Comuna Antinacionalista Zamorana, el Comunicado urgente contra el despilfarro), libros en prosa y verso (Sermón del ser y el no ser, Cartas de negocios a José Requejo) y obras de teatro: Feniz o la man­ceba de su padre y la tragicomedia musical Iliu Persis. Se le define como pensador ácrata y es a no dudar un personaje fundamental de la Es­paña de hoy, un hombre al que algunos juzgan pintoresco y que otros mitifican. Porque, como prueba palpable de la vitalidad maléfica que pueden tener las cosas cuando se ponen a ser, García Calvo ha sido tomado por muchos jóve­nes de anhelos contraculturales difusos por un dios de recambio, por un profeta de bolsillo.


P. He dicho lo de la congregación mariana porque quizá advierta en usted una especie de misticismo a la hora de concebir su no mundo, una concepción casi religiosa pero en negativo.


R.  Creo que le entiendo. En este momento habla como muchas veces he oído hablar a la gente y con un motivo que es bastante fácil de comprender y de discutir. Es que se piensa que cualquier negación se hace en nombre de una afirmación, de alguna creencia más o menos oculta. Es comprensible que se piense de esta manera, porque uno está acostumbrado a un proceso que todos los días se produce, que es que el lenguaje activo, o sea, el habla, empieza por negar. Y entonces, en el momento siguiente, apenas la negación viva ha funcionado, se reca­pacita y se concibe aquello mismo en que se ha estado negando, y aquello, naturalmente, se vuelve algo positivo en el momento en que se recapacita sobre ello. Yo digo, por ejemplo, «no al trabajo», y en el momento siguiente ese no al trabajo se convertirá en algo perfectamente positivo como ocio, zanganería o cualquier cosa por el estilo. Este proceso es constante, de modo que no es raro que usted y la gente en general piense que cuando se está negando ya se está partiendo de una fe. Bueno, a mí lo único que me mueve a seguir hablando es que no creo que esto sea necesario, que sea fatal. Sé que uno en cuanto a persona, en el sentido que antes decía­mos, está siempre condenado a tener demasiada fe y a seguir creyendo en demasiadas cosas, porque la persona está hecha, como Dios, a base de fe. Pero el proceso para destruir esas creen­cias o ideas que lo sustentan a uno no tiene por qué ser un proceso vano. A lo mejor, aunque no esté demostrado, es verdad que se puede destruir sin que esto signifique que esté uno fatalmente condenado a reconstruir, es decir, a  reconvertir en ideas positivas aquello que em­pezaba siendo negación de ideas. De manera que cabe, aunque digo que no está demostrado, que uno pueda irse limpiando relativamente de creencias y de fe. Desde luego en mi deseo y en mi intención yo lo que estoy es cada vez más pobre de todo esto.


P. Habla usted de esa larga marcha que su­pone el ir limpiándose de creencias. ¿De cuántas se ha librado usted? Aunque ésta es una pre­gunta que no se puede responder numérica­mente, me gustaría saber un poco cómo ha sido el proceso interior de cambio, de ese cambio que también se ha reflejado externamente desde aquel García Calvo que,  según me ha contado un discípulo suyo, iba a dar clases vestido con una gabardina de exhibicionista hasta el de hoy, que usa ropas digamos mucho más imaginati­vas.


R. Efectivamente, a esa pregunta de cuantas creencias he perdido no se puede responder con números, como dice, aunque tal vez se pudiera responder si yo no tuviera tan mala memoria. Más tarde le podré citar algunas de aquéllas que me parecen importantes, es decir, de aquéllas cuyo peso debía ser considerable en el manteni­miento de la estructura de mi persona, puesto que al perderlas he sentido un gran alivio. Pero antes quiero aludir a lo de la vestimenta. Ya le he dicho que no tenga nada contra el teatro, y que poco a poco he ido sintiendo que lo más honesto que se puede hacer en la vida de uno es aprender a hacer mejor su teatro. La vestimenta tiene su importancia en el teatro, como sabe, y efectivamente, me resulta curioso repasar la historia indumentaria de estos últimos años. Cuando yo era un muchacho y empecé a dar clases en el Instituto y en la Universidad, muy pronto, recién acabada la carrera, era muy difícil permitirse extravagancias vestimentarias. No me fallaba entonces deseo también y además lo intentaba, aun contra la corriente. Pero, la verdad es que tengo que reconocer que hasta los veintitantos años o más accedí a ves­tirme con trajes de estos espantables que han dominado ya cerca de un siglo la indumentaria masculina, con su pantalón y su chaqueta y hasta su corbata. Era difícil encontrar entonces, y lo intentaba, una tela verde oscura o una tela violeta para un traje de hombre. Las épocas de la gabardina morada a la que aludes y un posterior abrigo con un cuello de piel verde oscuro con el que me sorprendió todavía el pro­nunciamiento estudiantil en Madrid eran un poco distintas, pero seguía siendo realmente muy difícil sin hacer un esfuerzo y una violencia desmesurada intentar hacer nada en cuanto a vestimenta. Justamente fueron los años sesenta, con el pronunciamiento estudiantil y los movi­mientos concomitantes, los que me permitieron dejar de sentirme tan extravagante en la vestimentaria como hasta entonces me había senti­do, porque entonces entre los estudiantes y la gente joven por lo menos empezó a desarrollar­se muy rápidamente la tendencia a romper con el uniforme de la moda masculina tradicional, y con la asimilación más o menos intensa de las sugerencias de los que entonces llamaban hip-pies, la verdad es que se volvió muy fácil no sólo vestirse un poco teatralmente sino pasar relati­vamente desapercibido, sin que aquello fuera demasiado violento ni escandaloso. Es para mí un motivo de tristeza que estos últimos años de los setenta hayan representado una marcha atrás a este respecto. Resulta que he vuelto a ser más bien extravagante en vestimenta, más que en los sesenta, y no por culpa mía, porque du­rante estos últimos lustros no creo que haya aumentado ni disminuido mucho en el grado de extravagancia, sino precisamente por la vuelta a la normalidad, a la ortodoxia y a la seriedad, unas veces tradicional, otras veces militarizante, en los uniformes no sólo de los chicos sino de las chicas también, que con pretexto de lo práctico se han adscrito al pantalón y se han dedicado a vestirse con colores y formas si no militares por lo menos serias. De manera que lo siento, y una de las cosas que pienso hacer cuando me venga a la cabeza y tenga tiempo es incitar a la gente que tengo alrededor para que vuelvan a mejorar este aspecto del juego teatral que es la indumentaria. Creo que con motivo de esta salida por la histo­ria vestimentaria he dicho ya gran parte de lo que quería saber, respecto a la pérdida de creencias, pero no quiero incumplir mi promesa de citar las más pesadas. La verdad es que yo, mientras estaba, por ejemplo, en el matrimonio o estaba en la enseñanza, creía firmemente en lo uno y en lo otro, y que mi ruptura con lo uno y con lo otro coincidió con la pérdida de la fe. De manera que la práctica y la denuncia teórica han venido en mí bastante ligadas, con fases, natu­ralmente, de conflicto más bien desgarrador. No te hablo de las formas de creencia más ar­caicas, como las típicamente religiosas, que para mí acabaron de perderse casi del lodo ya entre los doce o trece años y desde luego desde los dieciséis o diecisiete. Pero estas otras sustitutas, y principalmente la fe en la familia nuclear o matrimonial y la fe en las instituciones pe­dagógicas fueron más difíciles de erradicar. La fe en las instituciones pedagógicas, en mis pri­meros años de docencia, que fueron quizá de­masiado tempranos, sin que me diera tiempo a pensar en qué me metía, llegaron hasta el extre­mo, y es una confesión que hago con mucha vergüenza, de creer en la justicia respecto a calificaciones y todo eso. Hubo dos o tres años en el Instituto en que suspendía incluso, y trata­ba de hacerlo, naturalmente, de la manera más justa y más sería. Esto pasó pronto, pero de todas maneras conservaba una fe en la posible eficacia de una labor de enseñanza. El experi­mento que me llevó a desconfiar de esto, a ver cada vez más claro que había un conflicto irre­parable entre la intención de descubrir en común con otros y conversar o discutir con otros, y el hecho de hacer esto dentro de una institución pedagógica, fue un proceso largo y bastante doloroso para mí, que termino con muy dichosa coincidencia cuando los estudian­tes comenzaron a removerse en España en el 65. Yo había tal vez un año antes entrado en crisis definitiva con mi profesión como profesor de Universidad, y esta coincidencia me permitió sentirme sin más entre los estudiantes como si todos hubiéramos estado toda la vida pensando lo mismo, aunque no nos lo hubiéramos dicho. 

 P. Y la familia...

R. Con respecto a matrimonio y familia suce­dió algo parecido. La verdad es que no he intentado nunca de una manera muy constante reemplazamientos por otras instituciones de convivencia cotidiana. Las hordas o clanes en los que vagamente he estado metido han sido más bien cosas pasajeras, muy poco coactivas. En fin, mi tendencia, desde luego, es más bien hacia eso, hacia una vida un poco de horda, relativamente desorganizada, donde los com­ponentes no sean ni en número fijo, ni, desde luego, ligados por estructuras muy precisas, y, por tanto, esto que puede ser revolucionario por un lado es, al mismo tiempo, de lo más tradicio­nal, porque significa la vuelta a la antigua fami­lia de nuestros pueblos, la familia de tíos, abue­los, cuñados, yernos y demás parientes, que viven en varias casas más o menos interrelacionadas, con osmosis entre sí. Pero todo esto es a nivel vago y experimental, porque como le he dicho, lo que rehúyo es que la rotura con una cosa se convierta en la creencia positiva de otra.



P. Usted ha dicho varias veces que la nega­ción de la familia tradicional ha dado como resultado una pareja institucional que es aún más horrible. Lo cierto es que la familia está en crisis, la pareja también. Y, sin embargo, nece­sitamos relacionarnos los unos con los otros...


R. En primer lugar, habría que precisar que el ataque contra la familia nuclear, a la cual puede usted llamar estatal, se hace porque esta es la forma actual y dominante, es decir, que las instituciones tienen una cara eterna y luego tienen manifestaciones del momento, y aunque uno no olvide nunca la cara eterna de las insti­tuciones, uno tiende a atacar aquellas institu­ciones que le tocan más de cerca, que le parecen más peligrosas y dominantes, de modo que no es cosa que uno se ponga a atacar las formas de convivencia de clases de la Polinesia, sino las formas de familia que uno padece de forma más directa. Por eso, no hay que confundir esta institución de la familia nuclear con la de la pareja, porque la de la pareja es algo que toca, más bien, a eso otro de lo eterno, yo no voy a decir que sus raíces se pierdan en la Naturaleza y que los hombres sean monógamos como las aves, porque no creo en eso, pero, desde luego, se pierden muchos milenios de profundidad antes de la historia. La institución del Amor con mayúscula o de la pareja es algo de otro orden mucho más serio que, desde luego, no se puede combatir con los mismos medios que se comba­te la familia nuclear, aunque entre lo uno y lo otro haya una relación íntima. Por tanto, si las propuestas contra lo uno, contra la familia nu­clear, no de alternativa, sino propuestas de for­mas provisionales de combate, pueden reducir­se a cosas como las que antes le sugería (tratar, si no de manera sistemática, de encontrarse vi­viendo en hordas, en clanes indefinidos, y no porque uno crea que vaya a fundar otra institu­ción, sino porque uno sabe que mientras está combatiendo con una a la que ha renunciado, por ejemplo, la familia nuclear, tampoco es capaz de quedarse sólo, de quedarse en el aire, y. entonces, atendiendo a estas necesidades de convivencia tiene que buscarse otras cosas que sean lo menos caras posibles, en mis años de París, por ejemplo, estas necesidades mías se veían casi satisfechas con ver a unos cuantos amigos por la noche en una tertulia en La Boule d'Or, en cosas tan tontas como esa), bien, pues si, algún sentido tiene hablar de estos remedios provisionales para mientras se acaba de destruir fuera y dentro de uno mismo lo otro, en cambio, no son las mismas tácticas lasque se pueden usar respecto al Amor con mayúscula y la pareja. Ahí, en realidad, uno honestamente descubre hasta qué punto llega su impotencia frente a poderes tan terribles como éste. El poder de estas instituciones prehistóricas como el Amor y la pareja lo aprende uno a su costa durante muchos años, ve hasta qué punto, otros o uno mismo, pueden llegar a pagar con la vida, o por lo menos con desgracias enormemente caras, el intento de romper con estas instituciones, y. por tanto, uno se vuelve, no voy a decir tímido o cobarde frente a ellas, pero si precavido, porque esta es una lucha muy larga y muy profunda. Y como uno no desconfía del todo en las posibili­dades de la palabra, por supuesto que una parte de esta lucha ha de ser denunciar la cosa. Porque la cosa, desde hace milenios, se ha venido esta­bleciendo de tal forma que, aunque el Amor y la pareja sean cosas culturales están tan profundas que pertenecen al nivel subconsciente y casi automático. La situación tradicional ha sido que las mujeres no se plantearan el problema, pa­ra las mujeres era como si fuera naturaleza el creer en el Amor y en el destino a la pareja. Los hom­bres que, sin embargo, habían impuesto a las mu­jeres esta creencia como salvaguarda de sus intereses, eran incapaces de entender lo que eso quería decir, pero una vez, que las otras tenían fundada su vida en saberlo y en creerlo, ellos tenían que hacer como si lo supieran, fingir que lo sabían. Y esta especie de convivencia a nive­les automáticos o subconscientes, es la que se ha establecido y ha seguido vigente. La mujer tenía su destino en que alguien le dijera «te quiero». Estaba convencida de que entendía lo que eso quería decir. Ahora podemos ver que no lo en­tendía, no hay nadie que entienda eso, pero ella estaba convencida de que si. El otro, el encar­gado de decir «te quiero», no lo entendía, pero sabía que aquella fórmula era la manera, el pago por el que había que pasar para conseguir algunos fines, una pretendida satisfacción erótica o simplemente tranquilidad y acomodo en este mundo. Y este acuerdo aparente en la falsedad profunda es lo que ha constituido la trama de nuestras vidas durante milenios y mi­lenios.


P. ¿Usted ha dicho «te quiero» alguna vez?

R. Bueno... tal vez pueda tener algún interés responder a esta pregunta sin dar demasiadas precisiones. La verdad es que he pasado por varias relaciones de estas de pareja, es decir, típicas y catastróficas, aunque cada uno tuviera su originalidad. En ellas, la fórmula sacramen­tal por la que preguntas, «te quiero», como tal forma sacramental, la verdad es que no la he pronunciado nunca, en realidad ni siquiera la primera vez, que fue la del matrimonio, en par­te, gracias a que apiadadas de mi timidez o resistencia las otras me ahorraron el trabajo. Excepto una vez, que ahora me parece curioso recordar, porque el acontecimiento se produjo justamente en el momento de la tragedia, en la rotura, es decir, después de años de relación amorosa en la que ni por una parte ni por la otra se había producido la fórmula sacramen­tal. Entonces al final cuando empezaron ya los grandes horrores hubo un momento en que se produjo uno tan grande que yo, efectivamente, me encontré muy mal durante muchos días. Y entonces fue en medio de los avatares, que pue­de imaginar, y en un momento de reencuentro con la otra parte, cuando me sentí obligado de la manera más... casi me atrevería a decir es­pontánea, u obligada, a pronunciar la fórmula sacramental aunque acompañada de la correc­ción que no podía por menos de hacer aun en aquel grado de miseria suma, de modo que la fórmula quedaba reducida a un «te quiero, pero estoy en contra», una cosa así. Por aquel enton­ces, había leído un texto, creo que era en De Profundis, de Oscar Wilde, que dice que: «Nunca se dice impunemente te quiero.» Y en aquella ocasión, la única, me acordé muchas veces de la frase porque, efectivamente, experi­menté hasta qué punto todavía me costó en la prolongación de aquella rotura el haber dicho «te quiero». Y no es que la otra persona se aprovechara, sino que lo pagué en el sentido de que eso, efectivamente, tiene un valor sacramental que cambia la configuración de uno mismo.
 
P. Ha hablado usted de cuando entró en Con­flicto con su profesión de profesor, en el 64. ¿Cómo se plantea la vuelta actual a la Universi­dad?


R. Mi vuelta ahora a España a la cátedra, fue muy problemática para mí, me costó meses darle vueltas al asunto. Al fin he venido y lo que menos querría es justificar mi decisión y justifi­car el hecho de que esté ahí, ocupando un puesto catedrático, ganando un sueldo de catedrático y dependiendo del Ministerio de Educación, o como se llame eso, cosas todas vergonzosas y de las que no quiero defenderme en ningún mo­mento, prefiero quedar así, como lo que soy, una persona incongruente y manchada por estas lacras y todo lo demás. ¿Cómo lo puedo soportar, simplemente? Pues no lo sé muy bien, pero yo creo que un poco gracias a aprovecharme de que la Universidad está en un proceso de derrumbamiento muy acelerado, en medio del cual es más fácil que le dejen a uno pasar casi desapercibido y es más fácil, tal vez, intentar aprovechar las clases y la relación con los estu­diantes para cosas que no tengan nada que ver con la disciplina académica. Esto y la sensación de provisionalidad, pues no hasta cuándo podre resistirlo, es lo que hace que pueda ir resistiéndolo. Pero vuelvo a decir que esta ex­plicación no tiene un carácter de justificación. La Universidad, a pesar de su derrumbamiento, sigue siendo la Universidad, y a pesar de todo, yo sigo estando en una nómina, y por muy desvirtuada que esté la institución, todo esto sigue siendo verdad y, por tanto, intolerable y, por tanto, inadmisible y algo que uno más ho­nesto que yo, probablemente, no aceptaría.


P. Ha hablado usted de desgarros. Y. sin em­bargo, a través de su elaborado discurso mental, usted parece distanciado de las cosas, como si no sintiera ni padeciera, según el dicho popular. ¿Qué hace usted frente a los pequeños miedos cotidianos, al dolor de muelas, al primer signo de vejez, al presentimiento de la muerte?


R. Pues nada, lo que todo el mundo. Pienso que a lo largo de la entrevista ha ido quedando de relieve hasta qué punto soy un ejemplo bas­tante aceptable de persona corriente. Como originalidad podría añadir que tal vez esté más avanzado en mí que en otros la costumbre de seguir pensando en medio de las pasiones y de los desgarramientos, lo cual ocasionalmente puede hacer estos desgarramientos más desga­rradores, pero pienso que esto tampoco es muy excepcional y que le pasa a mucha gente tam­bién. Y es que esa pretensión, esa necesidad de ser uno mismo, de mantener su propia máscara, encuentra un correctivo, para mi bastante dulce, que consiste en reconocer que esa originalidad se reduce a la repetición de lo de todo el mundo. Lo que le pasa a uno es lo que le pasa a cualquiera, especialmente en materia de encontrar­se en los deleites y tormentos amorosos, en ma­teria de habérselas con la angustia de la muerte.


P. ¿Y cómo combate esa angustia?


R. ¿Qué puede haber de original en mis tácti­cas? Muy poca cosa, la verdad. Tal vez lo único original es la falta de pretensiones. No sé, no puedo explicárselo, porque éste sería un tema que me arrastraría tanto que no acabaríamos nunca de hablar, y en vez de decirle lo que hago me pondría a hacerlo directamente, y esto sería aquí inoportuno. De modo que me limito a decirle que uno de los procedimientos para luchar contra la muerte es tratar de engañarla, es decir, que reconociendo su carácter ideal, puesto que la muertes es sólo el miedo a la muerte futura, cabe de alguna manera hacerle trampa, honestamente trampa.

Estamos en Zamora, en ese caserón destarta­lado que fue de su padre y en el que hoy viven gen­tes más o menos de su familia. En él ha cogido García Calvo unas habitaciones espartanas casi vacías, a excepción de los libros. Unas habita­ciones tristes, ajenas, como de paso: en su falta de mimo por el entorno se advierte su deseo de provisionalidad, de carecer de objetos que le aten. Ronda los cincuenta años, pero está joven y, sobre lodo, quiere estarlo. El pelo le trepa por las mejillas en unas complicadas patillas, cuya forma ha debido estudiar detenidamente. Viste unos vaqueros ajustados y una camisa amplia que disimulan esos pocos kilos de más que le bailan en la cintura, y del cuello cuelgan tres gruesas bolas de ámbar. Naturalmente se le adivina coqueto («soy muy narciso», dirá después), y hay algo en su aspecto como de revancha a una juventud personal carente de posibilidades vitales que murió asfixiada por las grises y lamentables franelas de posguerra. Co­mo si se estuviera vengando del tiempo robado, Agustín García Calvo ha dedicado media vida a destruir lo que le han hecho de ser en la otra media. Y en esta destrucción, en su discurso intimo, en la palabra, quizá encuentre García Calvo su consuelo, su rejuvenecimiento coti­diano, su paraguas contra la futilidad y el mie­do. Su defensa. ■



Agustín García Calvo


lunes, 15 de diciembre de 2014

CONTRA BERGAMÍN (MARTINETES) Isabel Escudero





   El nacionalismo patriótico mira al porvenir; el matriótico, al pasado. El nacionalismo que sólo mira a lo presente es un nacionalismo mortal: un patrioterismo y matrioterismo suicida.



     Antonio Machado, menos sevillano que su hermano Manuel, menos puro poeta cuando se castellanizaba demasiado, decía que un andaluz andalucista es un andaluz de tercera clase; pero se equivocaba: porque si ser andalucista en un andaluz es querer muy expresa y expresivamente parecerlo, es andaluz lo es, al parecer, mucho más andaluz mientras más lo parece. “la mujer ha de ser buena –y parecerlo que es más”, escribió Cervantes (suponemos que en Sevilla). Al andaluz, bueno o malo, no le basta ser andaluz, sino parecerlo, que es más- y mejor.



    Lo que piensa el hombre del amor –le decía una mujer a su propia cabeza encantadora- yo nunca lo entiendo. Si lo entendieras –le respondió su cabeza vana- no serías una mujer; una mujer que entiende lo que el hombre piensa del amor no merece llamarse una mujer: porque no merece sentirlo.



   La frase ingeniosa, y, al parecer, irreverente, creo que de Barbey d´Aurevilly, diciéndonos que Santa Teresa flirteaba con Nuestro Señor Jesucristo, tiene verdadero sentido espiritual y profunda resonancia católica cuando la españolizamos de nuevo, entendiendo que, para la mujer española, aristócrata, burguesa o popular: dama o petimetra o currutuca; maja o manola; señorita o chula; el flirteo ha sido siempre una pasión amorosa exhaustiva de la feminidad: el más delicado y violento barroquismo de la coquetería.



   Si el humanismo de los humanistas fue un inhumano escamoteo del hombre; como el liberalismo de los liberales un servil escamoteo de la libertad. Y como el feminismo, de la feminidad: un servil e inhumano escamoteo de la mujer. Escamoteo gramatical y retórico. En definitiva, charlatanismo charlatino.



   El hombre sólo es hombre de veras, como cantaba Píndaro, cuando aprende cuando aprende a serlo de verdad sexualmente diferenciado. La mujer, lo mismo. El androginismo tan característico de nuestra época trueca estos aprendizajes propios haciéndolos comunes o comunicables. Que la mujer se dedica al aprendizaje de varón es cosa que salta a la vista... Y que el hombre a un aprendizaje femenino si no nos parece tan evidente es porque nos lo enmascara con “machismo” feminizante; por ejemplo, el abusivo y enteramente feminista del naturalismo y los deportes.



   El hombre es hombre –decía Scheler- cuando dice que no a la vida. ¿Y la mujer, mujer, cuando dice que sí a la muerte?



   El hombre es una pregunta. La mujer es una respuesta. El enigma equívoco de la feminidad en la mujer moderna es que se adelanta a ofrecerse  como respuesta, sin esperar a ser preguntada.



   La mayoría de los matrimonios modernos se rigen por la ley del divorcio preestablecido.



   “El hombre no es un animal racional”, afirma Merleau-Ponty. Exacto. Porque no puede ser un animal por más que quiera. ¿La mujer tampoco? Pues parecería que el misterio enigmático de la mujer es haber quedado pendiente de una solución definitiva entre la animalidad y el hombre. Es lo que se llama fabulosamente la tentación de Eva.



   “La monogamia para el hombre es un pecado contra natura” –me decía un filósofo- “como la poligamia para la mujer”. “Suponiendo”  –le respondí- “que el hombre y la mujer sean de la misma naturaleza, que pertenezcan a una misma especie natural. Suposición bastante dudosa y arriesgada”.



   Decía el ingenioso madrileño Jacinto Benavente “que la mujer, considerada por sí misma, es muy superior al hombre; pero que es muy inferior al perro considerada como compañero del hombre”. Afortunadamente, los perros no hablan, pensamos nosotros.



   Si la música..., digo, la mujer, dijera la verdad, mentiría.



   La egolatría es naturalmente femenina. Cuando se corrobora en figura de mujer adquiere su expresión veraz: exhibicionista, gesticulante, teatralizada por un marimacho espectacular de comedianta.



   “Serás como Dios”, o “como dioses”, le dijo al hombre el tentador satánico. Pero no se lo dijo a la mujer. Por eso hay tantísimas  mujeres que quisieran ser “como el hombre”: o, mejor diríamos, “como hombres. Y se equivocan mortalmente al rechazar sus privilegios divinos para poder tener “derechos humanos”.

 

   La mujer no puede tener derechos humanos (ni sus obligaciones correspondientes, por supuesto). Tiene privilegios divinos. Como la niñez. Y tal vez la vejez.



   El exhibicionismo de la mujer desnuda en el escenario o la pantalla no es pornográfico; es agresivamente anafrodisíaco. No peca solamente contra el amor, sino contra el puro deseo erótico: contra el misterio sobrenatural del sexo. Schopenhauer diría que interrumpe o impide la “meditación del genio de la especie”.



   La religiosidad de la mujer es superior, estéticamente, a la del hombre, por que no es más que un espectáculo.



   La belleza de la piedad, en la mujer, nace de su inutilidad. Por eso es completamente desinteresada.



   La mujer no sobra en la iglesia, porque forma parte del culto.



   El encanto de la mujer en el arrepentimiento se debe a su pureza, porque, en ellas, es el pecado quien se arrepiente de sí mismo.



   No os golpeéis vuestro pecho delicado, encantadoras penitentes, ni os arrebujéis, sollozantes, en el susurro misterioso de la confesión. ¿Para qué, si en vosotras el pecado y la gracia van siempre juntos?



   Una mujer que no se hace esclava de un hombre solamente, lo es de todos.



   No deis ni recibáis ninguna caricia de amor que no provenga de una violencia o de una fuerza contenida. Sólo una mano fuerte puede acariciar con blandura.



   El amor verdadero es acariciador y violento; nadie ama tan delicadamente como las fieras.



   El hombre procede de la naturaleza; la mujer es todavía naturaleza.



   La personalidad de la mujer es un resultado de la cultura, como el paisaje; el hombre los ha humanizado.



   Para la mujer, civilización es domesticidad.



  Se dice de un animal que es inteligente, y también se dice de una mujer; pero en ninguno de los dos casos suele ser apropiado decirlo. Claro está que por muy distinto motivo.

  

  Que las mujeres se pinten indica más que nada su falta de civilización. Los salvajes también se pintan. Sólo que lo hacen mucho mejor, pintándose redondeles y rayas, arbitrariamente, mientras que las mujeres se pintan imitando del natural.



   La femineidad es mimética: artificiosamente natural.



   Los hombres para vivir se hacen ideales: las mujeres se hacen ilusiones.



  Las últimas Tules y los últimos tules coincidieron mentirosamente en un mismo afán supersticioso y serpentino, salomónico y saloménico: mágico, ilusorio, impúdico y danzante. (A bombo y platillo de Ricardo Straus.) Empeño turbiamente sexual, falsamente profético. El ombligo del mundo: danza del vientre y séptimo velo; o la Biblia al revés. Enigma de una esfinge de cartón pintado y pluma de serpiente con cascabeles: Freud y su bufón. O sus bufones.

Bibliografía:

-         Aforismos de la cabeza parlante.
-         El cohete y la estrella.
-         Las ideas liebres.
                           -       La cabeza a pájaros.

sábado, 13 de diciembre de 2014

PALABRAS CONTRA NEURONAS




PALABRAS CONTRA NEURONAS
 ¿Agustín García Calvo?
De ‘De viva voz’  2003

Me trasmiten amigos, de páginas de divulgación científica de algún Rotativo que otro, declaraciones que soltara por ahí un gran biólogo, Premio Nóbel por cierto (¿dónde andarán los tiempos en que, de muchacho, ese Premio se me aparecía venerado y seña suprema de proezas del ingenio y del bien hacer? Menos mal que me dí cuenta a tiempo de por dónde iba el progreso de la Cultura, que ha llegado ya al punto en que los Grandes Premios, Nóbel, Óscar o Beatificación Pontificia, se han convertido en un criterio casi seguro de la inanidad, inoperancia, servicio al Futuro del Régimen y falsedad, de aquello en lo que recaigan ésos u otros de los Grandes Premios de las Artes y las Ciencias), el cual, por lo visto, dictaminaba, con esa seguridad que ustedes ven en la cara de todo Alto Ejecutivo, acerca de cuestiones como (a) que son las neuronas humanas las que no saben reproducirse y ello se debe a que tenemos que tener una memoria larga de muchos años (no sé si diría siglos), (b) que eso de que ciertas funciones, si la parte correspondiente del cerebro se estropea, puedan aprovechar otra parte para seguirse realizando es cosa que se produce gracias a ciertas synápsies entre neuronas, pero que están severamente limitadas por condiciones del organismo y su desarrollo, (c) que así, a eso de los 11 años, ya no se producen synápsies nuevas, y que (d), por tanto, no se puede ya más tarde aprender a hablar una lengua "sin acento", o sea sin las peculiaridades que denuncian al estranjero.
No sé cuánto de esacto habrá quedado, a través de la noticia de mis amigos, del intermedio de los periodistas y de la propia elocución vulgarizante del biólogo (lo de synápsies lo escribo yo así, "en griego, para mayor claridad", como dice el don Hermógenes de Moratín), pero tampoco importa demasiado, porque aquí de lo que se trata es de tomar esas declaraciones como ejemplo ilustre de la doctrina y confusión que cunde por toda partes en la Ciencia. Se trata, en suma, de dictar Leyes del organismo (aunque sea humano, el pobre) que condicionan cualquier cosa de las que puedan hacerse ni decirse, que someten todo a esas Leyes, supuestamente físicas, como, en el caso (c), lo de 'pubertad' u '12 años'. Y, pese a que nuestros biólogos viven en el mismo mundo en que algunos físicos, honestos o locos por obra de la propia investigación, siguen debatiéndose con el problema de que 'el observador', el acto de observación (y aun quizá el cálculo mismo) no pueden menos de entrar también en la configuración de 'lo observado', y pese a que hasta ese biólogo, en (a), parece decir que es una necesidad de la Historia, de una memoria histórica (y de un Tiempo de inversiones a largo plazo), lo que paraliza la facultad de reproducirse de las neuronas, sin embargo, el caso es que, en definitiva, son las neuronas las que mandan, y la relación del organismo "físico" con sus funciones se toma sólo en uno de los dos sentidos de esa synápsis o conexión: las neuronas son la causa. Y ni siquiera se acuerdan de aquello que en el diálogo de Platón suena, que es el invento de la escritura lo que acorta y amortece nuestra memoria.
Por cierto que, tocante a (d), he conocido yo a una que, sabiendo sólo y malamente francés escrito, al caer y quedar en Francia a sus cuarentaytantos, al cabo de dos años hablaba, según testimonio de franceses que la oían, "sin acento". ¿Será que la pubertad se le había retrasado enormemente y seguía teniendo synápsies de neuronas? No, señores; y oigan el secreto de por qué la mayoría de los adultos, como el portugués del chascarrillo, no aprenden bien una lengua nueva: eso que llaman, muy mal, "acento'' consiste en que no han entendido (para luego dejarlo sumirse en la subcosciencia) el convenio del nuevo sistema, fonemas y prosodias por ejemplo (todos entes astractos y convencionales), y tratan de seguir adaptándolo al convenio gramatical, fonemas o prosodias, de su lengua propia. Así no hay quien hable, y las peculiaridades acústicas no son más que manifestación de esa falta de desprendimiento del convenio astracto de uno para entrar en otro. Lo cual no tiene que ver con las neuronas; ni con la edad: pues, si bien, mayoritariamente, la Persona o Alma (no, no las neuronas) tiende a endurecerse con los años, la facultad de desprenderse del convenio idiomático en que se ha formado, de abandonar la Fe, está ahí siempre abierta.

EL TREN PUEDE MÁS. Agustín García Calvo





Coordinadora Estatal
en Defensa del Ferrocarril 
Agustín García Calvo 
Madrid, 7 de mayo de 1986

                                                                                  Nota previa


Reproducimos aquí el texto del «Manifiesto de la Coordina­dora en Defensa del Ferrocarril», escrito por Agustín García Cal­vo, como declaración de amor al tren, y por cierto, no declara­ción positiva, o sea, falsa, como él mismo dijo en otra parte («que la declaración de tu amor sea sólo el No de tu odio»), sino de ese amor que se levanta contra aquello que lo impide y lo mata: el Capital, el Estado, el Dinero, el Automóvil, la Gasolina, la susti­tución del camino por el Destino, la conversión de la vida en Tiempo vacío...



También se levanta contra la reducción del tren a lirismo y cultura, que es otro modo sutil de matarlo (por lo cual también esta republicación en una revista de Pensamiento será para él un albur: o la revista sirve acaso para la estensión del Manifiesto en­tre otros públicos o el Manifiesto queda integrado como objeto cultural en la revista), por eso ataca a esa Moral (Política) que des­de pequeñitos nos impone una idea de oposición entre lo útil y lo agradable.



1. Razones de la lucha por el tren y la vía férrea



No se lucha por el ferrocarril por aquello de que sea bonito, romántico, del tiempo de los abuelos, y demás piropos envenenados que  le digan Ellos, los que querrían, desde Arriba, condenarlo a la His­toria y los Museos. ¡Museo y tumba para Ellos!



No se lucha por el ferrocarril tampoco porque seamos ferrovia­rios y nuestros intereses laborales estén ligados a su mantenimiento y desarrollo: de las reivindicaciones laborales de los ferroviarios ya se ocupan, a su manera, los Sindica­tos. Aquí se trata de otra lucha. Y esta coordinadora tiene cierta­mente entre sus hombres ferrovia­rios, que, como tales, conocen más de cerca los poderes y funciones del tren y de la vía, y conocen también los mecanismos de lucro y mala ad­ministración que, desde Arriba, im­piden el desenvolvimiento y mejo­ra del ferrocarril; pero están tam­bién en ella otros que no son ferro­viarios, sino usuarios del tren y ciu­dadanos que sienten el desastre de la vigente política de transportes.



No estaríamos metidos en tal contienda ni nos pondríamos ahora a hablarle de ella al público, si no fuera por la simple razón de que el ferrocarril es útil y práctico, ahora y para todo el mundo; y son, por tanto, razones de utilidad, frente a la inutilidad y daño de los medios de transporte impuestos desde Arri­ba, las que alientan esta lucha, en la que se invita a participar a más gente que no quiera seguir dejándo­se engañar en este asunto.




2.  Fundamento de esta lucha en el poder y utilidad del ferrocarril



El tren y la vía férrea son el in­vento capaz y poderoso para resol­ver cualesquiera de los problemas de transporte de viajeros o de mer­cancías que puedan presentarse.



Aún en la situación presente, en que la imposición de medios de transporte inferiores ha venido im­pidiendo y desviando el desarrollo de las posibilidades ilimitadas que el ferrocarril en sí tiene, la superio­ridad del invento es evidente para cualquiera: en la urbe, una red de tranvías y ferrocarriles subterrá­neos es capaz de resolver limpia­mente, dejando las calles habita­bles y respirables para la gente, cualesquiera exigencias de circula­ción, a un coste siempre económico frente al barullo torpe y asfixiante del tráfico urbano que irracional­mente se nos impone. En el trans­porte por los campos, basta compa­rar las ineficacias y molestias re­cuas de camiones machacando au­topista con el simple y poderoso tren de mercancías que puede en un momento reemplazar a la recua en­tera; o recordar el infierno del trá­fico de autos, con las cifras de muertos que lo adornan (cifras in­herentes a la estupidez misma del procedimiento, incorregibles con todas las medidas que se tomen para ordenar el caos) y pensar la fa­cilidad con que el desarrollo nor­mal de tramos de vía férrea y de do­ble vía y la multiplicación de tre­nes que haga falta pueden eliminar el enorme costo y tormento de las cansadas carreteras y caravanas de automóviles


    3.  Equivocación del progreso y venta de un futuro falso



Parece como si lo que Ellos pretendieran fuese la conversión de los campos en desiertos (esas esta­ciones estúpidamente abandona­das, que daban vida a tantos pue­blos) y de las ciudades en conglo­merados de bloques y de pistas, donde sólo pueden vivir los auto­móviles. Y quieren hacer creer a la gente que eso es necesario, que es lo que los tiempos mandan, y que a tal futuro estamos condenados.



Reina una equivocación de la idea de 'progreso': era progreso in­ventar y mejorar las máquinas que servían para el uso y disfrute de la gente, para aliviar sus trabajos y hacer placenteras sus andanzas: el dominio del Estado y el Capital ha vuelto del revés la cosa, y converti­da la idea de 'progreso' (o de 'de­sarrollo') en medio de renovar las formas de esclavitud, hace que la imposición y venta y atenciones de más y más máquinas inútiles vuel­va cada vez más agobiantes el tra­bajo y la diversión al mismo tiem­po.



Y esa equivocación y engaño quieren Ellos hacérnoslo pasar por Futuro inevitable, por Destino de la Humanidad. Y todavía, cuando ya el acelerado agotamiento de sus re­cursos de venta de inutilidades les fuerza a multiplicar a toda prisa sus despilfarros y la idiotez de la burocracia y propaganda que los promueven, quieren seguir ven­diéndonos como dinámica marcha hacia el Futuro lo que no son más que espasmos de una economía y política decrépita y enloquecida.



Pero acá abajo sabemos que no hay ningún Futuro ni nada fatal en ello, sino intereses de Capital y Es­tado, que ya sólo por el despilfarro acelerado pueden sostenerse y a los que la mentira sirve. Y es contra esos intereses y mentira contra los que defendemos el ferrocarril, ata­cando la imposición de medios de transporte más inhábiles y menos poderosos, pero que no lo dejan desarrollarse según sus posibilidades de utilidad para la gente.



Contra la idea de un Futuro trazado de antemano, levantamos la voz para clamar que hay vías que no están trazadas, que no hay más caminos que los que vayamos abriendo en lo desconocido.





4. La mentira de la libertad personal con auto, y cómo la imposición se convierte en gusto personal



La gran ventaja con que la pro­paganda trata de seguir imponien­do el automóvil (con dispendios mi­llonarios ya sólo de propaganda para mantener la fe en que siguen saliendo autos nuevos y hay por tanto que comprarse otro) consiste en aquello de que el auto sirve para la libertad personal, para que cada uno vaya adonde quiera. La menti­ra de esa pretensión (muy propia, por cierto, de la falsificación de la noción de 'libertad' en los regíme­nes democráticos) estalla ya a los ojos de cualquiera, especialmente si es uno a quien le han vendido otro cochecito personal y ha expe­rimentado la esclavitud que con él le han vendido. Ya es hora de pro­clamar lo que cualquiera siente: que el auto nos condena a todos a ser chóferes y mecánicos, sirvientes del dominio y el engaño: el tren nos vuelve a todos libres y señores.



Pero es que la imposición des­de Arriba de esa falsificación del Progreso y de los medios de trans­porte más inútiles se realiza sobre todo por medio del siguiente truco: la implantación de la idea en el almita de cada súbdito y cliente, de modo que él crea que la idea y los gustos que allí se le han imbuido son su idea y sus gustos propios y personales de cada uno. Esto es lo que hace más difícil esta lucha por el tren y la vía férrea contra los me­dios de transporte inferiores im­puestos a las poblaciones, contra el auto y sus autopistas y también contra el empeño en desarrollar fuera de necesidad el avión mismo.





Pero también en contra de esa dificultad de que cada individuo de las masas tenga que creer personal­mente lo que le mandan y que pue­da llegar a contestar tan convenci­do que a él le gusta el auto, y el au­tocar con vídeo, y el ambiente de aeropuerto y las filas de camiones por la noche, contra eso de que el enorme peso de los intereses de Arriba se traduzcan en gusto y en idea dentro de cada alma, también contra eso se levantan nuestras vo­ces y nuestros brazos.



5. Que la guerra por los mejores medios de transporte es posible hoy y siempre



   Y esta guerra por devolver a la gente los medios de transporte úti­les, que es guerra por un progreso verdadero, a pesar de las presiones que de Arriba se ejerzan y del en­gaño que domine en cada número de la Masa, esta guerra no está per­dida hasta que se pierda.



Más bien, en estos días, la ace­leración de la locura de Ellos, cada vez más evidente, no deja de dar al­gún aliento de confianza para proseguirla.





6. Que no caben componendas ni debe esperarse nada de reclamaciones hacia Arriba



Ha de rechazarse en esta guerra la consabida componenda de El ferrocarril para sus sitios y fun­ciones, el auto para los suyos y las suyas: porque hace más de medio siglo que el auto viene ocupando los sitios y funciones del ferrocarril.



Ni cabe esperar que los Orga­nismos de Gobierno encargados (por Ellos mismos) de la política de transportes, ni tampoco los de la RENFE misma, puedan hacer nun­ca nada por remediar estos errores, sino seguir haciendo lo que está he­cho: dominados están Ellos por la idea de Desarrollo equivocada y por su falsa imagen de Futuro (na­die tiene más necesidad de enga­ñarse que los propios dirigentes en­cargados de engañar a las poblacio­nes), y así, no podrán más que se­guir promoviendo los estúpidos de­sastres previsibles: suprimir líneas férreas con el ridículo pretexto de la rentabilidad, que copian servil­mente de la Empresa de construc­ción o producción de inutilidades, en vez de multiplicar las líneas an­chas o estrechas seguir haciendo la doble vía por donde haga falta, y aumentando y mejorando los servi­cios de trenes de viajeros y mercan­cías, llevando vida a pueblos y ciu­dades; y en cambio, seguir invir­tiendo miles y miles de millones en la promoción de las viejas y mortí­feras empresas de la gasolina, del auto y de la autopista, y la RENFE misma traicionando descarada­mente al ferrocarril, al sustituir los servicios que abandona por autoca­res que lleven, para más insulto, el rótulo de RENFE y que contribu­yan al desastre de la carretera y al aburrimiento de los viajes; o si se acuerdan Ellos del ferrocarril en sus planes de inversiones, será sólo para lo que está mandado, compe­tir con el avión y el autocar, espe­cialmente en velocidad, que se su­pone que nos hace tanta falta a to­dos (y aun eso, claro, para unos cuantos trenes de un par de líneas entre tres o cuatro centros sobredesarrollados a costa del abandono de campos y ciudades), en vez de se­guir desarrollando la vía y el tren precisamente en las ventajas in­comparables que el invento del ca­mino de hierro y de la ristra de vagones tiene como propias y con las que nunca pueden competir autocares, ni cochecitos, ni aviones.





7. Luchar por el ferrocarril es luchar por el progreso verdadero


Y es así que reconociendo lo inevitable de ese abandono y trai­ción del ferrocarril desde Arriba, desesperando de toda reclamación que hacia Arriba, RENFE o Minis­terios o Consejerías, pueda dirigir-se, tenemos por tanto que ponernos desde abajo, de entre la gente, ferroviarios o usuarios de transpor­tes, a luchar por el ferrocarril por los varios procedimientos que se nos ocurran. A lo que esta Coordi­nadora invita a cualesquiera que sientan la utilidad del ferrocarril y estén hartos de sufrir el desastre y el engaño de la vigente política de transportes.



Luchar por el ferrocarril y con­tra los medios de traslado que, sos­tenidos sólo por enormes intereses, agobian y dificultan nuestras vidas, es lo mismo que luchar por el pro­greso y la utilidad de veras contra el falso Futuro que se nos quiere se­guir vendiendo.