P. Se conoce muy poco entorno a su vida. Se sabe de su expulsión de la Universidad, junto con Aranguren y Tierno. Ha dedicado media vida a destruir lo que le han hecho ser en la otra media. Ronda los cincuenta años y en su alambicado discurso termina definiéndose como «un ejemplo bastante aceptable de persona corriente».
R. Antes
de que le dé usted a ese
chisme quisiera puntualizar dos
cosas, una respecto
al método y otra al objeto.
(Encendidos los cigarrillos primerizos para cubrir el vacío
inicial, intercambiados esos saludos mecánicos de siempre, tan
a la
espera de, e
instalados
más o
menos apropiadamente en unas
sillas, yo había intentado cándidamente poner en marcha el magnetófono y
comenzar así la entrevista;)
R. En cuanto a lo primero, guardo
unas experiencias bastante desagradables de las entrevistas que me han hecho
con magnetófono. Porque...
Palabras, palabras, palabras. El
aire en torno a su cabeza se espesa en silabas dichas o por decir y se hace
hasta tal punto tangible que una llega a esperar, entre maravillada y
sobrecogida, que Agustín García Calvo se manifieste en toda su gloria y aparezca
fulminantemente nimbado por un halo fonético. Antes de comenzar la entrevista,
pues, habrá que hablar, discutir y precisar durante largo rato. Da una chupada a
su cigarrillo inglés y dice que, claro, puesto que una entrevista es en
definitiva un texto escrito más, es tal vez preferible escribirla desde el
principio, y así. «en las últimas entrevistas he llegado prácticamente a
dictar», sin intentar resolver el conflicto entre palabra hablada y escrita,
«porque se tiene la ilusión de poder reproducir la palabra hablada y eso es
imposible», aunque, añadiera inmediatamente, siempre en guardia consigo mismo,
«habría que discutir también la ilusión de la escritura».
P. ¿Y respecto al contenido?
R. En cuanto a eso, es que no quiero
hablar de mi persona. No quiero fomentar la curiosidad morbosa que la gente
siente por lo privado. Si algo de lo que digo vale, ahí está ello.
Es la suya, sin embargo, una
insistencia amable y pálida, puede que tímida. Sus objeciones no resultan
irritantes, obcecadas ni gratuitas: forman parte seguramente de su manera de ser
él mismo. Al final accederá a usar magnetófono y terminaremos hablando de cosas
personales. Y esta claudicación, en la difícil y rigurosa trayectoria en la que
García Calvo vive, debe ser una más
de
sus muchas
e
inevitables
derrotas cotidianas.
P. En los archivos, en los
servicios de documentación que he
consultado para
hacerle la entrevista, no hay un
solo dato suyo de tipo personal, precisamente. De usted se saben las ocho
detenciones, el exilio, su trayectoria pública. De usted se conocen los miles de
folios que componen su obra. En definitiva es usted sólo como un montón de
palabras, nada más. ¿No puede ser esto un peligro? ¿No se pierde vida?
R. Plantea una serie de
problemas casi metafísicos en torno a la persona con todo esto que me ha dicho.
Voy a desenredar dos o tres de ellos. En primer lugar hace referencia a unos
cuantos datos anecdóticos o históricos que yo nunca he
tenido
especial
interés en
ocultar ni en publicar. Y da la
impresión que esos datos anecdóticos le parecen algo relativamente superficial,
que por debajo hay otra cosa. Yo soy descaradamente escéptico respecto a eso.
Pienso que esto que se llama persona es efectivamente un personaje teatral,
que no es más que teatro, que las diferencias consisten en la calidad: a veces
se hace un teatro mejor y a veces peor. Y lo que se llama sinceridad normalmente
no es
más que mal teatro, un teatro
naturalista al estilo del
siglo
pasado, para seguir con la
comparación. Y pienso que si uno tuviera la capacidad de ser continuamente
ingenioso, nunca tendría que recurrir al fácil expediente de ser sincero. De
manera que ya ve que la visión de la personalidad, de la persona, es en mi
etimológica. A alguien le puede parecer esto desconsolador, pero solamente será
a aquel que tenga una especie de fe, casi de religión, en la persona.
Quien
no la tenga, al
contrario, puede
encontrar esta concepción teatral de la vida de las personas consoladora y
alentadora. Otra cuestión que plantea es la relación entre todo esto más o menos
biográfico y la producción de las palabras, y me pregunta si no me da miedo la
posibilidad de quedar reducido a ser ese montón, o más bien serie, de palabras
escritas u orales... Desde luego hay una parte en mí, que a lo mejor no es mía,
que desearía perderse por ese camino.
¡Qué más
quisiera uno que
poder
decir «no soy más
que una voz» !Por desgracia esto no se cumple nunca, uno, aparte de una voz, es
siempre una historia,
y
además, por doble desgracia, lo
uno tiende a mezclarse con lo otro, es decir, que las posibilidades de verdad o
de hermosura que pudiera haber en la voz están continuamente amenazadas por la
intromisión de los intereses históricos y personales que usted dice que están
por debajo, y que pueden estar por
debajo o por encima, dependiendo
de la concepción de
los niveles del alma, según Freud u otros. Por debajo o por encima el caso es
que están comprometiéndose y estorbando todo. Uno está siempre demasiado
condenado a ser una persona. Y el intento de liberar un poco la voz, de dejar
que a través de uno pasen palabras que no se sabe de dónde vienen ni a dónde
van, es un intento constante, dificultoso. El conseguir esto es una aspiración
de algo que hay en uno, a lo mejor
de las palabras
mismas, que quieren verse libres.
Luego hay otra parte, que evidentemente tiene que tener miedo. Tiene que tener
miedo de perder su persona como tiene miedo de morirse. Una parte que puede ser
muy considerable, puede ser una fuente de preocupación y angustia, pero que no
por eso tenemos que hacerle demasiado caso, creo que hay más bien buena razón
para despreciarla, sin que se sepa ya a estas alturas quién es el que desprecia
y qué es lo que se desprecia.
Es Agustín García Calvo la más perfecta máquina de hablar que he conocido. Una
máquina de alta precisión, exacta, prodigiosa. Pero lo más portentoso de todo, a
no dudar, es que lo que dice tiene sentido. Su discurso es impecable: avanza
como una espiral demoledora, dando vueltas sobre sí mismo para soslayar las
trampas conceptuales. Le viene chico el lenguaje, desvirgado como está por el
peso de significados establecidos, y por ello lo destruye. Buscando una nueva
expresión imagina un nuevo mundo, y ahí, en esa tierra de nadie, haciéndose y
deshaciéndose en un continuo, flotando en un magma de cosas
a las que él se niega a denominar para no institucionalizarlas («lanzarse a
defender cosas como el amor y el placer es una equivocación porque en el mismo
acto de defenderlas las denominan y éste es un peligro de que lleguen a ser».
Por favor,
1978), destrozando meticulosamente todo lo que es
e intentando no ser
con una aplicación enternecedora, este Agustín García Calvo de elástica mente
se balancea, acróbata magnífico, sobre un alambre mágico y circense: un alambre
que, a estas alturas, una ya no sabe si encuadrar en el ser
o en el no siendo.
Y en su vandálica alegría es algo así como un Atila incruento y zamorano que
agosta a su paso los campos de rutinarias y malas hierbas.
P. No sé nada de su vida biográfica,
como ya he dicho, pero si le parece podríamos intentar un juego. Adivino en
usted, por ejemplo, un matrimonio temprano y quizá una adscripción a las
congregaciones marianas o algo así en la adolescencia.
R. Únicamente me queda, si quiero acceder a entrar en el juego biográfico que me
propone, me queda hacer teatro, claro. No decirle mentiras, pero haré teatro
con los datos que me parezcan más útiles para ello. Me limito a centrarme en
sus adivinaciones. Ese personaje más bien odioso que citan, pensador ácrata,
catedrático, etcétera, está hecho no por mí, sino por mí y los demás, como
todos los personajes de cada uno, supongo. Efectivamente este personaje está
hecho a base de materiales más o menos lejanos, más o menos verdaderos. Estos
materiales están simplificados, se ha practicado sobre ellos una continua
abstracción, por parte de la opinión ajena, por parte de la opinión de uno, que
hace que al final quede reducido a mero pretexto, a pura significación. Respecto
a lo que puede haber en esos restos históricos, respecto a sus conjeturas,
acierta en una y se equivoca en otra, lo cual es bastante significativo, me
parece, y por eso me detengo en ello. Es verdad como dato histórico lo del
matrimonio muy temprano, porque mi hijo mayor tiene diecinueve años menos que
yo, pero en cambio no tiene ninguna razón lo de mi adscripción en la
adolescencia y ni siquiera en la niñez a ninguna congregación mariana o
sociedad de otro tipo. Mi educación fue más bien laica, sobre todo gracias a mi
padre, cuya memoria aprovecho para honrar en este momento; no estudié nunca más
que en escuelas e institutos nacionales ni estuve nunca inscrito en ningún tipo
de congregación ni sociedad. Lo que había de religión en mi vida eran
discusiones muy interesantes, discusiones teológicas que alguna rara vez tuve
con mi madre, que era muy profundamente religiosa, pero que tampoco me forzó
nunca a la práctica de los ritos católicos más allá de una cierta edad, más allá
de mi primera comunión. Y la verdad es que, en el nivel de la vida cotidiana,
eso es todo lo que tuve que ver con religiones.
Claro que Agustín García Calvo también es o no es ese personaje de delimitados
perfiles externos que todos conocen, aquel catedrático de Filología Latina que
fue expulsado de la Universidad en el 65, junto a Aranguren, Tierno Galván y
otros, que entre el 65 y el 69 fue detenido ocho veces, que fue confinado en
Níjar en el estado de excepción, que en el 69 se exiló a París, en donde mantuvo
una célebre tertulia en el café La Boule d'Or, que dio clases en Nanterre y
Lille, que, por fin, a principios del 77 volvió a España y a su cátedra. Y
también es o no es piedra fundamental de la Comuna Antinacionalista Zamorana,
nacida en Paris, que dio a la luz diversos y sustanciosos comunicados. Y así, de
forma individual o comunal, García Calvo es autor de varios panfletos (sobre el
marxismo, sobre los modos de integración del movimiento estudiantil, el
Manifiesto de la Comuna Antinacionalista Zamorana,
el Comunicado urgente contra el despilfarro),
libros en prosa y verso (Sermón del ser y el no ser, Cartas de negocios a
José Requejo) y
obras de teatro: Feniz o la manceba de su padre y
la tragicomedia musical
Iliu Persis.
Se le define como pensador ácrata y es a no dudar un personaje fundamental de la
España de hoy, un hombre al que algunos juzgan pintoresco y que otros
mitifican. Porque, como prueba palpable de la vitalidad maléfica que pueden
tener las cosas cuando se ponen a ser, García Calvo ha sido tomado por muchos
jóvenes de anhelos contraculturales difusos por un dios de recambio, por un
profeta de bolsillo.
P. He dicho lo de la congregación mariana porque quizá advierta en usted una
especie de misticismo a la hora de concebir su no mundo, una concepción casi
religiosa pero en negativo.
R. Creo que le entiendo. En este momento habla como muchas veces he oído hablar a
la gente y con un motivo que es bastante fácil de comprender y de discutir. Es
que se piensa que cualquier negación se hace en nombre de una afirmación, de
alguna creencia más o menos oculta. Es comprensible que se piense de esta
manera, porque uno está acostumbrado a un proceso que todos los días se produce,
que es que el lenguaje activo, o sea, el habla, empieza por negar. Y entonces,
en el momento siguiente, apenas la negación viva ha funcionado, se recapacita y
se concibe aquello mismo en que se ha estado negando, y aquello, naturalmente,
se vuelve algo positivo en el momento en que se recapacita sobre ello. Yo digo,
por ejemplo, «no al trabajo», y en el momento siguiente ese no al trabajo se
convertirá en algo perfectamente positivo como ocio, zanganería o cualquier cosa
por el estilo. Este proceso es constante, de modo que no es raro que usted y la
gente en general piense que cuando se está negando ya se está partiendo de una
fe. Bueno, a mí lo único que me mueve a seguir hablando es que no creo que esto
sea necesario, que sea fatal. Sé que uno en cuanto a persona, en el sentido que
antes decíamos, está siempre condenado a tener demasiada fe y a seguir creyendo
en demasiadas cosas, porque la persona está hecha, como Dios, a base de fe. Pero
el proceso para destruir esas creencias o ideas que lo sustentan a uno no tiene
por qué ser un proceso vano. A lo mejor, aunque no esté demostrado, es verdad
que se puede destruir sin que esto signifique que esté uno fatalmente condenado
a reconstruir, es decir, a
reconvertir en ideas positivas aquello que empezaba siendo negación de
ideas. De manera que cabe, aunque digo que no está demostrado, que uno pueda
irse limpiando relativamente de creencias y de fe. Desde luego en mi deseo y en
mi intención yo lo que estoy es cada vez más pobre de todo esto.
P. Habla usted de esa larga marcha que supone el ir limpiándose de creencias.
¿De cuántas se ha librado usted? Aunque ésta es una pregunta que no se puede
responder numéricamente, me gustaría saber un poco cómo ha sido el proceso
interior de cambio, de ese cambio que también se ha reflejado externamente desde
aquel García Calvo que, según me ha contado un discípulo suyo, iba a dar clases
vestido con una gabardina de exhibicionista hasta el de hoy, que usa ropas
digamos mucho más imaginativas.
R. Efectivamente, a esa pregunta de cuantas creencias he perdido no se puede
responder con números, como dice, aunque tal vez se pudiera responder si yo no
tuviera tan mala memoria. Más tarde le podré citar algunas de aquéllas que me
parecen importantes, es decir, de aquéllas cuyo peso debía ser considerable en
el mantenimiento de la estructura de mi persona, puesto que al perderlas he
sentido un gran alivio. Pero antes quiero aludir a lo de la vestimenta. Ya le he
dicho que no tenga nada contra el teatro, y que poco a poco he ido sintiendo que
lo más honesto que se puede hacer en la vida de uno es aprender a hacer mejor su
teatro. La vestimenta tiene su importancia en el teatro, como sabe, y
efectivamente, me resulta curioso repasar la historia indumentaria de estos
últimos años. Cuando yo era un muchacho y empecé a dar clases en el Instituto y
en la Universidad, muy pronto, recién acabada la carrera, era muy difícil
permitirse extravagancias vestimentarias. No me fallaba entonces deseo también y
además lo intentaba, aun contra la corriente. Pero, la verdad es que tengo que
reconocer que hasta los veintitantos años o más accedí a vestirme con trajes de
estos espantables que han dominado ya cerca de un siglo la indumentaria
masculina, con su pantalón y su chaqueta y hasta su corbata. Era difícil
encontrar entonces, y lo intentaba, una tela verde oscura o una tela violeta
para un traje de hombre. Las épocas de la gabardina morada a la que aludes y un
posterior abrigo con un cuello de piel verde oscuro con el que me sorprendió
todavía el pronunciamiento estudiantil en Madrid eran un poco distintas, pero
seguía siendo realmente muy difícil sin hacer un esfuerzo y una violencia
desmesurada intentar hacer nada en cuanto a vestimenta. Justamente fueron los
años sesenta, con el pronunciamiento estudiantil y los movimientos
concomitantes, los que me permitieron dejar de sentirme tan extravagante en la
vestimentaria como hasta entonces me había sentido, porque entonces entre los
estudiantes y la gente joven por lo menos empezó a desarrollarse muy
rápidamente la tendencia a romper con el uniforme de la moda masculina
tradicional, y con la asimilación más o menos intensa de las sugerencias de los
que entonces llamaban
hip-pies,
la verdad es que se volvió muy fácil no sólo vestirse un poco teatralmente sino
pasar relativamente desapercibido, sin que aquello fuera demasiado violento ni
escandaloso. Es para mí un motivo de tristeza que estos últimos años de los
setenta hayan representado una marcha atrás a este respecto. Resulta que he
vuelto a ser más bien extravagante en vestimenta, más que en los sesenta, y no
por culpa mía, porque durante estos últimos lustros no creo que haya aumentado
ni disminuido mucho en el grado de extravagancia, sino precisamente por la
vuelta a la normalidad, a la ortodoxia y a la seriedad, unas veces tradicional,
otras veces militarizante, en los uniformes no sólo de los chicos sino de las
chicas también, que con pretexto de lo práctico se han adscrito al pantalón y se
han dedicado a vestirse con colores y formas si no militares por lo menos
serias. De manera que lo siento, y una de las cosas que pienso hacer cuando me
venga a la cabeza y tenga tiempo es incitar a la gente que tengo alrededor para
que vuelvan a mejorar este aspecto del juego teatral que es la indumentaria.
Creo que con motivo de esta salida por la historia vestimentaria he dicho ya
gran parte de lo que quería saber, respecto a la pérdida de creencias, pero no
quiero incumplir mi promesa de citar las más pesadas. La verdad es que yo,
mientras estaba, por ejemplo, en el matrimonio o estaba en la enseñanza, creía
firmemente en lo uno y en lo otro, y que mi ruptura con lo uno y con lo otro
coincidió con la pérdida de la fe. De manera que la práctica y la denuncia
teórica han venido en mí bastante ligadas, con fases, naturalmente, de
conflicto más bien desgarrador. No te hablo de las formas de creencia más
arcaicas, como las típicamente religiosas, que para mí acabaron de perderse
casi del lodo ya entre los doce o trece años y desde luego desde los dieciséis o
diecisiete. Pero estas otras sustitutas, y principalmente la fe en la familia
nuclear o matrimonial y la fe en las instituciones pedagógicas fueron más
difíciles de erradicar. La fe en las instituciones pedagógicas, en mis primeros
años de docencia, que fueron quizá demasiado tempranos, sin que me diera tiempo
a pensar en qué me metía, llegaron hasta el extremo, y es una confesión que
hago con mucha vergüenza, de creer en la justicia respecto a calificaciones y
todo eso. Hubo dos o tres años en el Instituto en que suspendía incluso, y
trataba de hacerlo, naturalmente, de la manera más justa y más sería. Esto pasó
pronto, pero de todas maneras conservaba una fe en la posible eficacia de una
labor de enseñanza. El experimento que me llevó a desconfiar de esto, a ver
cada vez más claro que había un conflicto irreparable entre la intención de
descubrir en común con otros y conversar o discutir con otros, y el hecho de
hacer esto dentro de una institución pedagógica, fue un proceso largo y bastante
doloroso para mí, que termino con muy dichosa coincidencia cuando los
estudiantes comenzaron a removerse en España en el 65. Yo había tal vez un año
antes entrado en crisis definitiva con mi profesión como profesor de
Universidad, y esta coincidencia me permitió sentirme sin más entre los
estudiantes como si todos hubiéramos estado toda la vida pensando lo mismo,
aunque no nos lo hubiéramos dicho.
P. Y la familia...
R. Con respecto a matrimonio y familia sucedió algo parecido. La verdad es que
no he intentado nunca de una manera muy constante reemplazamientos por otras
instituciones de convivencia cotidiana. Las hordas o clanes en los que vagamente
he estado metido han sido más bien cosas pasajeras, muy poco coactivas. En fin,
mi tendencia, desde luego, es más bien hacia eso, hacia una vida un poco de
horda, relativamente desorganizada, donde los componentes no sean ni en número
fijo, ni, desde luego, ligados por estructuras muy precisas, y, por tanto, esto
que puede ser revolucionario por un lado es, al mismo tiempo, de lo más
tradicional, porque significa la vuelta a la antigua familia de nuestros
pueblos, la familia de tíos, abuelos, cuñados, yernos y demás parientes, que
viven en varias casas más o menos interrelacionadas, con osmosis entre sí. Pero
todo esto es a nivel vago y experimental, porque como le he dicho, lo que rehúyo
es que la rotura con una cosa se convierta en la creencia positiva de otra.
P. Usted ha dicho varias veces que la negación de la familia tradicional ha
dado como resultado una pareja institucional que es aún más horrible. Lo cierto
es que la familia está en crisis, la pareja también. Y, sin embargo,
necesitamos relacionarnos los unos con los otros...
R. En primer lugar, habría que precisar que el ataque contra la familia nuclear,
a la cual puede usted llamar estatal, se hace porque esta es la forma actual y
dominante, es decir, que las instituciones tienen una cara eterna y luego tienen
manifestaciones del momento, y aunque uno no olvide nunca la cara eterna de las
instituciones, uno tiende a atacar aquellas instituciones que le tocan más de
cerca, que le parecen más peligrosas y dominantes, de modo que no es cosa que
uno se ponga a atacar las formas de convivencia de clases de la Polinesia, sino
las formas de familia que uno padece de forma más directa. Por eso, no hay que
confundir esta institución de la familia nuclear con la de la pareja, porque la
de la pareja es algo que toca, más bien, a eso otro de lo eterno, yo no voy a
decir que sus raíces se pierdan en la Naturaleza y que los hombres sean
monógamos como las aves, porque no creo en eso, pero, desde luego, se pierden
muchos milenios de profundidad antes de la historia. La institución del
Amor
con mayúscula o de la pareja es algo de otro orden mucho más serio que, desde
luego, no se puede combatir con los mismos medios que se combate la familia
nuclear, aunque entre lo uno y lo otro haya una relación íntima. Por tanto, si
las propuestas contra lo uno, contra la familia nuclear, no de alternativa,
sino propuestas de formas provisionales de combate, pueden reducirse a cosas
como las que antes le sugería (tratar, si no de manera sistemática, de
encontrarse viviendo en hordas, en clanes indefinidos, y no porque uno crea que
vaya a fundar otra institución, sino porque uno sabe que mientras está
combatiendo con una a la que ha renunciado, por ejemplo, la familia nuclear,
tampoco es capaz de quedarse sólo, de quedarse en el aire, y. entonces,
atendiendo a estas necesidades de convivencia tiene que buscarse otras cosas que
sean lo menos caras posibles, en mis años de París, por ejemplo, estas
necesidades mías se veían casi satisfechas con ver a unos cuantos amigos por la
noche en una tertulia en La Boule d'Or, en cosas tan tontas como esa), bien,
pues si, algún sentido tiene hablar de estos remedios provisionales para
mientras se acaba de destruir fuera y dentro de uno mismo lo otro, en cambio, no
son las mismas tácticas lasque se pueden usar respecto al
Amor con
mayúscula y la pareja. Ahí, en realidad, uno honestamente descubre hasta qué
punto llega su impotencia frente a poderes tan terribles como éste. El poder de
estas instituciones prehistóricas como el
Amor y
la pareja lo aprende uno a su costa durante muchos años, ve hasta qué punto,
otros o uno mismo, pueden llegar a pagar con la vida, o por lo menos con
desgracias enormemente caras, el intento de romper con estas instituciones, y.
por tanto, uno se vuelve, no voy a decir tímido o cobarde frente a ellas, pero
si precavido, porque esta es una lucha muy larga y muy profunda. Y
como uno no
desconfía
del todo
en las posibilidades de la palabra, por supuesto que una parte
de esta lucha ha de ser denunciar la cosa. Porque la cosa, desde hace milenios,
se ha venido estableciendo de tal forma que,
aunque el
Amor y
la pareja sean cosas culturales
están tan profundas que pertenecen al nivel subconsciente y casi automático. La
situación tradicional ha sido que las mujeres no se plantearan el problema,
para las mujeres era como si fuera naturaleza el creer en el
Amor y
en el destino a la pareja. Los
hombres que,
sin embargo, habían impuesto a las mujeres esta creencia como salvaguarda de
sus intereses, eran incapaces de entender lo que eso quería decir, pero una vez,
que las otras tenían fundada su vida en saberlo y en creerlo, ellos tenían que
hacer como si lo supieran, fingir que lo sabían. Y esta
especie de convivencia a niveles automáticos o subconscientes, es la que se ha
establecido y ha seguido vigente. La mujer tenía su destino en que alguien le
dijera «te quiero».
Estaba convencida de que entendía lo que eso quería decir. Ahora podemos ver que
no lo entendía, no hay nadie que entienda eso,
pero ella estaba convencida de que si. El otro, el encargado de decir «te
quiero», no lo entendía, pero sabía que aquella fórmula era la manera, el pago
por el que había que pasar para conseguir algunos fines, una pretendida
satisfacción erótica o simplemente tranquilidad y acomodo en este mundo. Y este
acuerdo aparente en la falsedad profunda es lo que ha constituido la trama de
nuestras vidas durante milenios y milenios.
P.
¿Usted ha dicho «te quiero» alguna vez?
P. Ha
hablado usted de cuando entró en Conflicto
con su profesión de profesor,
en el 64. ¿Cómo se plantea la vuelta actual a la Universidad?
R. Mi
vuelta ahora a España a la cátedra, fue muy problemática para mí,
me costó meses darle vueltas al asunto. Al fin he venido y lo
que menos querría es
justificar mi decisión y justificar el hecho de que esté ahí,
ocupando un puesto catedrático, ganando un sueldo de catedrático y dependiendo
del Ministerio de Educación,
o como se llame eso,
cosas todas vergonzosas y de las que no quiero defenderme en ningún momento,
prefiero quedar así,
como lo que soy,
una persona incongruente
y manchada por estas lacras y todo lo demás. ¿Cómo lo puedo soportar,
simplemente? Pues no lo sé muy bien, pero yo
creo que un poco gracias a aprovecharme de que la Universidad está en un proceso
de derrumbamiento muy acelerado, en medio del cual es más fácil que le dejen a
uno pasar casi desapercibido y es más fácil, tal vez,
intentar aprovechar las clases y la relación con los estudiantes para cosas que
no tengan nada que ver con la disciplina académica. Esto y la sensación de
provisionalidad,
pues no sé
hasta cuándo podre resistirlo, es lo que hace que pueda ir resistiéndolo. Pero
vuelvo a decir que esta explicación no tiene un carácter de justificación. La
Universidad, a pesar de su derrumbamiento,
sigue siendo la Universidad, y
a pesar de todo, yo sigo estando en una nómina, y por muy desvirtuada que esté
la institución, todo esto sigue siendo verdad y,
por tanto, intolerable y,
por tanto, inadmisible y algo que uno más honesto que yo,
probablemente, no
aceptaría.
P. Ha
hablado usted de desgarros. Y. sin embargo, a través de su elaborado discurso
mental, usted parece distanciado de las cosas, como si
no sintiera
ni padeciera,
según el dicho popular. ¿Qué
hace usted frente a los pequeños miedos cotidianos, al dolor de muelas, al
primer signo de vejez, al presentimiento de la muerte?
R.
Pues nada, lo que todo
el mundo. Pienso
que a lo largo de la entrevista
ha ido quedando de relieve hasta qué punto
soy
un ejemplo bastante aceptable
de persona corriente. Como originalidad podría añadir que tal vez esté más
avanzado en mí que en otros la costumbre de seguir pensando en medio de las
pasiones y de los desgarramientos, lo cual ocasionalmente puede hacer estos
desgarramientos más desgarradores, pero pienso que esto tampoco es muy
excepcional y que le pasa a mucha gente también. Y es que esa pretensión, esa
necesidad de ser uno mismo, de mantener su propia máscara, encuentra un
correctivo, para mi bastante dulce, que consiste en reconocer que esa
originalidad se
reduce a la repetición de lo de
todo el mundo.
Lo que le pasa a uno es lo que le pasa a cualquiera, especialmente en materia de
encontrarse
en los deleites y tormentos
amorosos, en materia de habérselas con la angustia de la muerte.
P. ¿Y
cómo combate esa angustia?
R.
¿Qué puede haber de original en mis tácticas? Muy poca cosa, la verdad. Tal vez
lo único original es la falta
de pretensiones. No sé,
no puedo explicárselo, porque éste sería un tema que me arrastraría tanto que no
acabaríamos nunca de hablar, y en vez de decirle lo
que hago me pondría a
hacerlo
directamente, y esto sería aquí
inoportuno. De modo que me limito a decirle que uno de los procedimientos para
luchar contra la muerte es tratar de engañarla, es decir, que reconociendo su
carácter ideal, puesto que la muertes es sólo el miedo a la muerte futura, cabe
de alguna manera hacerle trampa, honestamente trampa.
Estamos en Zamora, en ese caserón destartalado que fue de su padre y en el que
hoy viven gentes más o menos de su familia. En él ha cogido García Calvo unas
habitaciones espartanas casi vacías, a excepción de los libros. Unas
habitaciones tristes, ajenas, como de paso:
en
su
falta
de mimo por el entorno se advierte su deseo de provisionalidad, de carecer de
objetos que le aten. Ronda los cincuenta años, pero está joven y,
sobre lodo, quiere estarlo.
El pelo le trepa
por las mejillas en unas complicadas patillas, cuya forma ha debido estudiar
detenidamente. Viste unos vaqueros ajustados y una camisa amplia que disimulan
esos pocos kilos de más que le bailan en la cintura, y del cuello cuelgan tres
gruesas bolas de ámbar. Naturalmente se le adivina coqueto («soy muy narciso»,
dirá después), y hay algo en su aspecto como de revancha a una juventud personal
carente de posibilidades vitales
que murió asfixiada por
las grises y lamentables franelas de posguerra. Como si se estuviera vengando
del tiempo robado, Agustín García Calvo ha dedicado media vida a destruir lo que
le han hecho de ser en la otra media. Y en esta
destrucción, en su discurso intimo, en la palabra, quizá encuentre
García Calvo su consuelo, su rejuvenecimiento cotidiano, su paraguas contra la
futilidad y el miedo. Su defensa. ■
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