miércoles, 17 de diciembre de 2014

Rosa Montero OCULTO TRAS LAS PALABRAS

 


P. Se conoce muy poco entorno a su vida. Se sabe de su expulsión de la Universidad, junto con Aranguren y Tierno. Ha dedicado media vida a destruir lo que le han hecho ser en la otra media. Ronda los cincuenta años y en su alambicado discurso termina definiéndose como «un ejemplo bastante aceptable de persona corriente».

R. Antes de que le dé usted a ese chisme quisiera puntualizar dos cosas, una respecto al método y otra al objeto. 

(Encendidos los cigarrillos primerizos para cubrir el vacío inicial, intercambiados esos saludos mecánicos de siempre, tan a la espera de, e instalados más o menos apropiadamente en unas sillas, yo había intentado cándidamente poner en marcha el magnetófono y comenzar así la entrevista;)

R. En cuanto a lo primero, guardo unas experiencias bastante desagradables de las entrevis­tas que me han hecho con magnetófono. Porque...


Palabras, palabras, palabras. El aire en torno a su cabeza se espesa en silabas dichas o por decir y se hace hasta tal punto tangible que una llega a esperar, entre maravillada y sobrecogida, que Agustín García Calvo se manifieste en toda su gloria y aparezca fulminantemente nimbado por un halo fonético. Antes de comenzar la entrevista, pues, habrá que hablar, discutir y precisar durante largo rato. Da una chupada a su cigarrillo inglés y dice que, claro, puesto que una entrevista es en definitiva un texto escrito más, es tal vez preferible escribirla desde el principio, y así. «en las últimas entrevistas he llegado prácticamente a dictar», sin intentar resolver el conflicto entre palabra hablada y escrita, «porque se tiene la ilusión de poder reproducir la palabra hablada y eso es imposible», aunque, añadiera inmediatamente, siempre en guardia consigo mismo, «habría que discutir también la ilusión de la escritura». 


P. ¿Y respecto al contenido?


R. En cuanto a eso, es que no quiero hablar de mi persona. No quiero fomentar la curiosidad morbosa que la gente siente por lo privado. Si algo de lo que digo vale, ahí está ello.

Es la suya, sin embargo, una insistencia amable y pálida, puede que tímida. Sus objeciones no resultan irritantes, obcecadas ni gratuitas: forman parte seguramente de su manera de ser él mismo. Al final accederá a usar magnetófono y terminaremos hablando de cosas personales. Y esta claudicación, en la difícil y rigurosa trayectoria en la que García Calvo vive, debe ser una más de sus muchas e inevitables derrotas cotidianas.


P. En los archivos, en los servicios de documentación que he consultado para hacerle la entrevista, no hay un solo dato suyo de tipo personal, precisamente. De usted se saben las ocho detenciones, el exilio, su trayectoria pública. De usted se conocen los miles de folios que componen su obra. En definitiva es usted sólo como un montón de palabras, nada más. ¿No puede ser esto un peligro? ¿No se pierde vida?



R. Plantea una serie de problemas casi metafísicos en torno a la persona con todo esto que me ha dicho. Voy a desenredar dos o tres de ellos. En primer lugar hace referencia a unos cuantos datos anecdóticos o históricos que yo nunca he tenido especial interés en ocultar ni en publicar. Y da la impresión que esos datos anecdóticos le parecen algo relativamente superficial, que por debajo hay otra cosa. Yo soy descaradamente escéptico respecto a eso. Pien­so que esto que se llama persona es efectiva­mente un personaje teatral, que no es más que teatro, que las diferencias consisten en la cali­dad: a veces se hace un teatro mejor y a veces peor. Y lo que se llama sinceridad normalmente no es más que mal teatro, un teatro naturalista al estilo del siglo pasado, para seguir con la com­paración. Y pienso que si uno tuviera la capaci­dad de ser continuamente ingenioso, nunca tendría que recurrir al fácil expediente de ser sincero. De manera que ya ve que la visión de la personalidad, de la persona, es en mi eti­mológica. A alguien le puede parecer esto desconsolador, pero solamente será a aquel que tenga una especie de fe, casi de religión, en la persona. Quien no la tenga, al contrario, puede encontrar esta concepción teatral de la vida de las personas consoladora y alentadora. Otra cuestión que plantea es la relación entre todo esto más o menos biográfico y la producción de las palabras, y me pregunta si no me da miedo la posibilidad de quedar reducido a ser ese montón, o más bien serie, de palabras escritas u orales... Desde luego hay una parte en mí, que a lo mejor no es mía, que desearía perderse por ese camino. ¡Qué más quisiera uno que poder decir «no soy más que una voz» !Por desgracia esto no se cumple nunca, uno, aparte de una voz, es siempre una historia, y además, por doble desgracia, lo uno tiende a mezclarse con lo otro, es decir, que las posibilidades de verdad o de hermosura que pudiera haber en la voz están continuamente amenazadas por la intromisión de los intereses históricos y personales que usted dice que están por debajo, y que pueden estar por debajo o por encima, dependiendo de la concepción de los niveles del alma, según Freud u otros. Por debajo o por encima el caso es que están comprometiéndose y estorbando todo. Uno está siempre demasiado condenado a ser una persona. Y el intento de liberar un poco la voz, de dejar que a través de uno pasen palabras que no se sabe de dónde vienen ni a dónde van, es un intento constante, dificultoso. El conseguir esto es una aspiración de algo que hay en uno, a lo mejor de las palabras mismas, que quieren verse libres. Luego hay otra parte, que eviden­temente tiene que tener miedo. Tiene que tener miedo de perder su persona como tiene miedo de morirse. Una parte que puede ser muy considerable, puede ser una fuente de preocu­pación y angustia, pero que no por eso tenemos que hacerle demasiado caso, creo que hay más bien buena razón para despreciarla, sin que se sepa ya a estas alturas quién es el que desprecia y qué es lo que se desprecia.

Es Agustín García Calvo la más perfecta máquina de hablar que he conocido. Una máquina de alta precisión, exacta, prodigiosa. Pero lo más portentoso de todo, a no dudar, es que lo que dice tiene sentido. Su discurso es impecable: avanza como una espiral demole­dora, dando vueltas sobre sí mismo para sos­layar las trampas conceptuales. Le viene chico el lenguaje, desvirgado como está por el peso de significados establecidos, y por ello lo destruye. Buscando una nueva expresión imagina un nuevo mundo, y ahí, en esa tierra de nadie, haciéndose y deshaciéndose en un continuo, flotando en un magma de cosas a las que él se niega a denominar para no institucionalizarlas («lanzarse a defender cosas como el amor y el placer es una equivocación porque en el mismo acto de defenderlas las denominan y éste es un peligro de que lleguen a ser». Por favor, 1978), destrozando meticulosamente todo lo que es e intentando no ser con una aplicación enterne­cedora, este Agustín García Calvo de elástica mente se balancea, acróbata magnífico, sobre un alambre mágico y circense: un alambre que, a estas alturas, una ya no sabe si encuadrar en el ser o en el no siendo. Y en su vandálica alegría es algo así como un Atila incruento y zamorano que agosta a su paso los campos de rutinarias y malas hierbas.


P. No sé nada de su vida biográfica, como ya he dicho, pero si le parece podríamos intentar un juego. Adivino en usted, por ejemplo, un matrimonio temprano y quizá una adscripción a las congregaciones marianas o algo así en la adolescencia.


R. Únicamente me queda, si quiero acceder a entrar en el juego biográfico que me propone, me queda hacer teatro, claro. No decirle menti­ras, pero haré teatro con los datos que me pa­rezcan más útiles para ello. Me limito a centrar­me en sus adivinaciones. Ese personaje más bien odioso que citan, pensador ácrata, ca­tedrático, etcétera, está hecho no por mí, sino por mí y los demás, como todos los personajes de cada uno, supongo. Efectivamente este perso­naje está hecho a base de materiales más o me­nos lejanos, más o menos verdaderos. Estos materiales están simplificados, se ha practicado sobre ellos una continua abstracción, por parte de la opinión ajena, por parte de la opinión de uno, que hace que al final quede reducido a mero pretexto, a pura significación. Respecto a lo que puede haber en esos restos históricos, respecto a sus conjeturas, acierta en una y se equivoca en otra, lo cual es bastante significati­vo, me parece, y por eso me detengo en ello. Es verdad como dato histórico lo del matrimonio muy temprano, porque mi hijo mayor tiene diecinueve años menos que yo, pero en cambio no tiene ninguna razón lo de mi adscripción en la adolescencia y ni siquiera en la niñez a nin­guna congregación mariana o sociedad de otro tipo. Mi educación fue más bien laica, sobre todo gracias a mi padre, cuya memoria aprove­cho para honrar en este momento; no estudié nunca más que en escuelas e institutos naciona­les ni estuve nunca inscrito en ningún tipo de congregación ni sociedad. Lo que había de reli­gión en mi vida eran discusiones muy interesantes, discusiones teológicas que alguna rara vez tuve con mi madre, que era muy pro­fundamente religiosa, pero que tampoco me forzó nunca a la práctica de los ritos católicos más allá de una cierta edad, más allá de mi primera comunión. Y la verdad es que, en el nivel de la vida cotidiana, eso es todo lo que tuve que ver con religiones.


Claro que Agustín García Calvo también es o no es ese personaje de delimitados perfiles ex­ternos que todos conocen, aquel catedrático de Filología Latina que fue expulsado de la Uni­versidad en el 65, junto a Aranguren, Tierno Galván y otros, que entre el 65 y el 69 fue dete­nido ocho veces, que fue confinado en Níjar en el estado de excepción, que en el 69 se exiló a París, en donde mantuvo una célebre tertulia en el café La Boule d'Or, que dio clases en Nanterre y Lille, que, por fin, a principios del 77 volvió a España y a su cátedra. Y también es o no es piedra fundamental de la Comuna Antinacio­nalista Zamorana, nacida en Paris, que dio a la luz diversos y sustanciosos comunicados. Y así, de forma individual o comunal, García Calvo es autor de varios panfletos (sobre el marxismo, sobre los modos de integración del movimiento estudiantil, el Manifiesto de la Comuna Antinacionalista Zamorana, el Comunicado urgente contra el despilfarro), libros en prosa y verso (Sermón del ser y el no ser, Cartas de negocios a José Requejo) y obras de teatro: Feniz o la man­ceba de su padre y la tragicomedia musical Iliu Persis. Se le define como pensador ácrata y es a no dudar un personaje fundamental de la Es­paña de hoy, un hombre al que algunos juzgan pintoresco y que otros mitifican. Porque, como prueba palpable de la vitalidad maléfica que pueden tener las cosas cuando se ponen a ser, García Calvo ha sido tomado por muchos jóve­nes de anhelos contraculturales difusos por un dios de recambio, por un profeta de bolsillo.


P. He dicho lo de la congregación mariana porque quizá advierta en usted una especie de misticismo a la hora de concebir su no mundo, una concepción casi religiosa pero en negativo.


R.  Creo que le entiendo. En este momento habla como muchas veces he oído hablar a la gente y con un motivo que es bastante fácil de comprender y de discutir. Es que se piensa que cualquier negación se hace en nombre de una afirmación, de alguna creencia más o menos oculta. Es comprensible que se piense de esta manera, porque uno está acostumbrado a un proceso que todos los días se produce, que es que el lenguaje activo, o sea, el habla, empieza por negar. Y entonces, en el momento siguiente, apenas la negación viva ha funcionado, se reca­pacita y se concibe aquello mismo en que se ha estado negando, y aquello, naturalmente, se vuelve algo positivo en el momento en que se recapacita sobre ello. Yo digo, por ejemplo, «no al trabajo», y en el momento siguiente ese no al trabajo se convertirá en algo perfectamente positivo como ocio, zanganería o cualquier cosa por el estilo. Este proceso es constante, de modo que no es raro que usted y la gente en general piense que cuando se está negando ya se está partiendo de una fe. Bueno, a mí lo único que me mueve a seguir hablando es que no creo que esto sea necesario, que sea fatal. Sé que uno en cuanto a persona, en el sentido que antes decía­mos, está siempre condenado a tener demasiada fe y a seguir creyendo en demasiadas cosas, porque la persona está hecha, como Dios, a base de fe. Pero el proceso para destruir esas creen­cias o ideas que lo sustentan a uno no tiene por qué ser un proceso vano. A lo mejor, aunque no esté demostrado, es verdad que se puede destruir sin que esto signifique que esté uno fatalmente condenado a reconstruir, es decir, a  reconvertir en ideas positivas aquello que em­pezaba siendo negación de ideas. De manera que cabe, aunque digo que no está demostrado, que uno pueda irse limpiando relativamente de creencias y de fe. Desde luego en mi deseo y en mi intención yo lo que estoy es cada vez más pobre de todo esto.


P. Habla usted de esa larga marcha que su­pone el ir limpiándose de creencias. ¿De cuántas se ha librado usted? Aunque ésta es una pre­gunta que no se puede responder numérica­mente, me gustaría saber un poco cómo ha sido el proceso interior de cambio, de ese cambio que también se ha reflejado externamente desde aquel García Calvo que,  según me ha contado un discípulo suyo, iba a dar clases vestido con una gabardina de exhibicionista hasta el de hoy, que usa ropas digamos mucho más imaginati­vas.


R. Efectivamente, a esa pregunta de cuantas creencias he perdido no se puede responder con números, como dice, aunque tal vez se pudiera responder si yo no tuviera tan mala memoria. Más tarde le podré citar algunas de aquéllas que me parecen importantes, es decir, de aquéllas cuyo peso debía ser considerable en el manteni­miento de la estructura de mi persona, puesto que al perderlas he sentido un gran alivio. Pero antes quiero aludir a lo de la vestimenta. Ya le he dicho que no tenga nada contra el teatro, y que poco a poco he ido sintiendo que lo más honesto que se puede hacer en la vida de uno es aprender a hacer mejor su teatro. La vestimenta tiene su importancia en el teatro, como sabe, y efectivamente, me resulta curioso repasar la historia indumentaria de estos últimos años. Cuando yo era un muchacho y empecé a dar clases en el Instituto y en la Universidad, muy pronto, recién acabada la carrera, era muy difícil permitirse extravagancias vestimentarias. No me fallaba entonces deseo también y además lo intentaba, aun contra la corriente. Pero, la verdad es que tengo que reconocer que hasta los veintitantos años o más accedí a ves­tirme con trajes de estos espantables que han dominado ya cerca de un siglo la indumentaria masculina, con su pantalón y su chaqueta y hasta su corbata. Era difícil encontrar entonces, y lo intentaba, una tela verde oscura o una tela violeta para un traje de hombre. Las épocas de la gabardina morada a la que aludes y un posterior abrigo con un cuello de piel verde oscuro con el que me sorprendió todavía el pro­nunciamiento estudiantil en Madrid eran un poco distintas, pero seguía siendo realmente muy difícil sin hacer un esfuerzo y una violencia desmesurada intentar hacer nada en cuanto a vestimenta. Justamente fueron los años sesenta, con el pronunciamiento estudiantil y los movi­mientos concomitantes, los que me permitieron dejar de sentirme tan extravagante en la vestimentaria como hasta entonces me había senti­do, porque entonces entre los estudiantes y la gente joven por lo menos empezó a desarrollar­se muy rápidamente la tendencia a romper con el uniforme de la moda masculina tradicional, y con la asimilación más o menos intensa de las sugerencias de los que entonces llamaban hip-pies, la verdad es que se volvió muy fácil no sólo vestirse un poco teatralmente sino pasar relati­vamente desapercibido, sin que aquello fuera demasiado violento ni escandaloso. Es para mí un motivo de tristeza que estos últimos años de los setenta hayan representado una marcha atrás a este respecto. Resulta que he vuelto a ser más bien extravagante en vestimenta, más que en los sesenta, y no por culpa mía, porque du­rante estos últimos lustros no creo que haya aumentado ni disminuido mucho en el grado de extravagancia, sino precisamente por la vuelta a la normalidad, a la ortodoxia y a la seriedad, unas veces tradicional, otras veces militarizante, en los uniformes no sólo de los chicos sino de las chicas también, que con pretexto de lo práctico se han adscrito al pantalón y se han dedicado a vestirse con colores y formas si no militares por lo menos serias. De manera que lo siento, y una de las cosas que pienso hacer cuando me venga a la cabeza y tenga tiempo es incitar a la gente que tengo alrededor para que vuelvan a mejorar este aspecto del juego teatral que es la indumentaria. Creo que con motivo de esta salida por la histo­ria vestimentaria he dicho ya gran parte de lo que quería saber, respecto a la pérdida de creencias, pero no quiero incumplir mi promesa de citar las más pesadas. La verdad es que yo, mientras estaba, por ejemplo, en el matrimonio o estaba en la enseñanza, creía firmemente en lo uno y en lo otro, y que mi ruptura con lo uno y con lo otro coincidió con la pérdida de la fe. De manera que la práctica y la denuncia teórica han venido en mí bastante ligadas, con fases, natu­ralmente, de conflicto más bien desgarrador. No te hablo de las formas de creencia más ar­caicas, como las típicamente religiosas, que para mí acabaron de perderse casi del lodo ya entre los doce o trece años y desde luego desde los dieciséis o diecisiete. Pero estas otras sustitutas, y principalmente la fe en la familia nuclear o matrimonial y la fe en las instituciones pe­dagógicas fueron más difíciles de erradicar. La fe en las instituciones pedagógicas, en mis pri­meros años de docencia, que fueron quizá de­masiado tempranos, sin que me diera tiempo a pensar en qué me metía, llegaron hasta el extre­mo, y es una confesión que hago con mucha vergüenza, de creer en la justicia respecto a calificaciones y todo eso. Hubo dos o tres años en el Instituto en que suspendía incluso, y trata­ba de hacerlo, naturalmente, de la manera más justa y más sería. Esto pasó pronto, pero de todas maneras conservaba una fe en la posible eficacia de una labor de enseñanza. El experi­mento que me llevó a desconfiar de esto, a ver cada vez más claro que había un conflicto irre­parable entre la intención de descubrir en común con otros y conversar o discutir con otros, y el hecho de hacer esto dentro de una institución pedagógica, fue un proceso largo y bastante doloroso para mí, que termino con muy dichosa coincidencia cuando los estudian­tes comenzaron a removerse en España en el 65. Yo había tal vez un año antes entrado en crisis definitiva con mi profesión como profesor de Universidad, y esta coincidencia me permitió sentirme sin más entre los estudiantes como si todos hubiéramos estado toda la vida pensando lo mismo, aunque no nos lo hubiéramos dicho. 

 P. Y la familia...

R. Con respecto a matrimonio y familia suce­dió algo parecido. La verdad es que no he intentado nunca de una manera muy constante reemplazamientos por otras instituciones de convivencia cotidiana. Las hordas o clanes en los que vagamente he estado metido han sido más bien cosas pasajeras, muy poco coactivas. En fin, mi tendencia, desde luego, es más bien hacia eso, hacia una vida un poco de horda, relativamente desorganizada, donde los com­ponentes no sean ni en número fijo, ni, desde luego, ligados por estructuras muy precisas, y, por tanto, esto que puede ser revolucionario por un lado es, al mismo tiempo, de lo más tradicio­nal, porque significa la vuelta a la antigua fami­lia de nuestros pueblos, la familia de tíos, abue­los, cuñados, yernos y demás parientes, que viven en varias casas más o menos interrelacionadas, con osmosis entre sí. Pero todo esto es a nivel vago y experimental, porque como le he dicho, lo que rehúyo es que la rotura con una cosa se convierta en la creencia positiva de otra.



P. Usted ha dicho varias veces que la nega­ción de la familia tradicional ha dado como resultado una pareja institucional que es aún más horrible. Lo cierto es que la familia está en crisis, la pareja también. Y, sin embargo, nece­sitamos relacionarnos los unos con los otros...


R. En primer lugar, habría que precisar que el ataque contra la familia nuclear, a la cual puede usted llamar estatal, se hace porque esta es la forma actual y dominante, es decir, que las instituciones tienen una cara eterna y luego tienen manifestaciones del momento, y aunque uno no olvide nunca la cara eterna de las insti­tuciones, uno tiende a atacar aquellas institu­ciones que le tocan más de cerca, que le parecen más peligrosas y dominantes, de modo que no es cosa que uno se ponga a atacar las formas de convivencia de clases de la Polinesia, sino las formas de familia que uno padece de forma más directa. Por eso, no hay que confundir esta institución de la familia nuclear con la de la pareja, porque la de la pareja es algo que toca, más bien, a eso otro de lo eterno, yo no voy a decir que sus raíces se pierdan en la Naturaleza y que los hombres sean monógamos como las aves, porque no creo en eso, pero, desde luego, se pierden muchos milenios de profundidad antes de la historia. La institución del Amor con mayúscula o de la pareja es algo de otro orden mucho más serio que, desde luego, no se puede combatir con los mismos medios que se comba­te la familia nuclear, aunque entre lo uno y lo otro haya una relación íntima. Por tanto, si las propuestas contra lo uno, contra la familia nu­clear, no de alternativa, sino propuestas de for­mas provisionales de combate, pueden reducir­se a cosas como las que antes le sugería (tratar, si no de manera sistemática, de encontrarse vi­viendo en hordas, en clanes indefinidos, y no porque uno crea que vaya a fundar otra institu­ción, sino porque uno sabe que mientras está combatiendo con una a la que ha renunciado, por ejemplo, la familia nuclear, tampoco es capaz de quedarse sólo, de quedarse en el aire, y. entonces, atendiendo a estas necesidades de convivencia tiene que buscarse otras cosas que sean lo menos caras posibles, en mis años de París, por ejemplo, estas necesidades mías se veían casi satisfechas con ver a unos cuantos amigos por la noche en una tertulia en La Boule d'Or, en cosas tan tontas como esa), bien, pues si, algún sentido tiene hablar de estos remedios provisionales para mientras se acaba de destruir fuera y dentro de uno mismo lo otro, en cambio, no son las mismas tácticas lasque se pueden usar respecto al Amor con mayúscula y la pareja. Ahí, en realidad, uno honestamente descubre hasta qué punto llega su impotencia frente a poderes tan terribles como éste. El poder de estas instituciones prehistóricas como el Amor y la pareja lo aprende uno a su costa durante muchos años, ve hasta qué punto, otros o uno mismo, pueden llegar a pagar con la vida, o por lo menos con desgracias enormemente caras, el intento de romper con estas instituciones, y. por tanto, uno se vuelve, no voy a decir tímido o cobarde frente a ellas, pero si precavido, porque esta es una lucha muy larga y muy profunda. Y como uno no desconfía del todo en las posibili­dades de la palabra, por supuesto que una parte de esta lucha ha de ser denunciar la cosa. Porque la cosa, desde hace milenios, se ha venido esta­bleciendo de tal forma que, aunque el Amor y la pareja sean cosas culturales están tan profundas que pertenecen al nivel subconsciente y casi automático. La situación tradicional ha sido que las mujeres no se plantearan el problema, pa­ra las mujeres era como si fuera naturaleza el creer en el Amor y en el destino a la pareja. Los hom­bres que, sin embargo, habían impuesto a las mu­jeres esta creencia como salvaguarda de sus intereses, eran incapaces de entender lo que eso quería decir, pero una vez, que las otras tenían fundada su vida en saberlo y en creerlo, ellos tenían que hacer como si lo supieran, fingir que lo sabían. Y esta especie de convivencia a nive­les automáticos o subconscientes, es la que se ha establecido y ha seguido vigente. La mujer tenía su destino en que alguien le dijera «te quiero». Estaba convencida de que entendía lo que eso quería decir. Ahora podemos ver que no lo en­tendía, no hay nadie que entienda eso, pero ella estaba convencida de que si. El otro, el encar­gado de decir «te quiero», no lo entendía, pero sabía que aquella fórmula era la manera, el pago por el que había que pasar para conseguir algunos fines, una pretendida satisfacción erótica o simplemente tranquilidad y acomodo en este mundo. Y este acuerdo aparente en la falsedad profunda es lo que ha constituido la trama de nuestras vidas durante milenios y mi­lenios.


P. ¿Usted ha dicho «te quiero» alguna vez?

R. Bueno... tal vez pueda tener algún interés responder a esta pregunta sin dar demasiadas precisiones. La verdad es que he pasado por varias relaciones de estas de pareja, es decir, típicas y catastróficas, aunque cada uno tuviera su originalidad. En ellas, la fórmula sacramen­tal por la que preguntas, «te quiero», como tal forma sacramental, la verdad es que no la he pronunciado nunca, en realidad ni siquiera la primera vez, que fue la del matrimonio, en par­te, gracias a que apiadadas de mi timidez o resistencia las otras me ahorraron el trabajo. Excepto una vez, que ahora me parece curioso recordar, porque el acontecimiento se produjo justamente en el momento de la tragedia, en la rotura, es decir, después de años de relación amorosa en la que ni por una parte ni por la otra se había producido la fórmula sacramen­tal. Entonces al final cuando empezaron ya los grandes horrores hubo un momento en que se produjo uno tan grande que yo, efectivamente, me encontré muy mal durante muchos días. Y entonces fue en medio de los avatares, que pue­de imaginar, y en un momento de reencuentro con la otra parte, cuando me sentí obligado de la manera más... casi me atrevería a decir es­pontánea, u obligada, a pronunciar la fórmula sacramental aunque acompañada de la correc­ción que no podía por menos de hacer aun en aquel grado de miseria suma, de modo que la fórmula quedaba reducida a un «te quiero, pero estoy en contra», una cosa así. Por aquel enton­ces, había leído un texto, creo que era en De Profundis, de Oscar Wilde, que dice que: «Nunca se dice impunemente te quiero.» Y en aquella ocasión, la única, me acordé muchas veces de la frase porque, efectivamente, experi­menté hasta qué punto todavía me costó en la prolongación de aquella rotura el haber dicho «te quiero». Y no es que la otra persona se aprovechara, sino que lo pagué en el sentido de que eso, efectivamente, tiene un valor sacramental que cambia la configuración de uno mismo.
 
P. Ha hablado usted de cuando entró en Con­flicto con su profesión de profesor, en el 64. ¿Cómo se plantea la vuelta actual a la Universi­dad?


R. Mi vuelta ahora a España a la cátedra, fue muy problemática para mí, me costó meses darle vueltas al asunto. Al fin he venido y lo que menos querría es justificar mi decisión y justifi­car el hecho de que esté ahí, ocupando un puesto catedrático, ganando un sueldo de catedrático y dependiendo del Ministerio de Educación, o como se llame eso, cosas todas vergonzosas y de las que no quiero defenderme en ningún mo­mento, prefiero quedar así, como lo que soy, una persona incongruente y manchada por estas lacras y todo lo demás. ¿Cómo lo puedo soportar, simplemente? Pues no lo sé muy bien, pero yo creo que un poco gracias a aprovecharme de que la Universidad está en un proceso de derrumbamiento muy acelerado, en medio del cual es más fácil que le dejen a uno pasar casi desapercibido y es más fácil, tal vez, intentar aprovechar las clases y la relación con los estu­diantes para cosas que no tengan nada que ver con la disciplina académica. Esto y la sensación de provisionalidad, pues no hasta cuándo podre resistirlo, es lo que hace que pueda ir resistiéndolo. Pero vuelvo a decir que esta ex­plicación no tiene un carácter de justificación. La Universidad, a pesar de su derrumbamiento, sigue siendo la Universidad, y a pesar de todo, yo sigo estando en una nómina, y por muy desvirtuada que esté la institución, todo esto sigue siendo verdad y, por tanto, intolerable y, por tanto, inadmisible y algo que uno más ho­nesto que yo, probablemente, no aceptaría.


P. Ha hablado usted de desgarros. Y. sin em­bargo, a través de su elaborado discurso mental, usted parece distanciado de las cosas, como si no sintiera ni padeciera, según el dicho popular. ¿Qué hace usted frente a los pequeños miedos cotidianos, al dolor de muelas, al primer signo de vejez, al presentimiento de la muerte?


R. Pues nada, lo que todo el mundo. Pienso que a lo largo de la entrevista ha ido quedando de relieve hasta qué punto soy un ejemplo bas­tante aceptable de persona corriente. Como originalidad podría añadir que tal vez esté más avanzado en mí que en otros la costumbre de seguir pensando en medio de las pasiones y de los desgarramientos, lo cual ocasionalmente puede hacer estos desgarramientos más desga­rradores, pero pienso que esto tampoco es muy excepcional y que le pasa a mucha gente tam­bién. Y es que esa pretensión, esa necesidad de ser uno mismo, de mantener su propia máscara, encuentra un correctivo, para mi bastante dulce, que consiste en reconocer que esa originalidad se reduce a la repetición de lo de todo el mundo. Lo que le pasa a uno es lo que le pasa a cualquiera, especialmente en materia de encontrar­se en los deleites y tormentos amorosos, en ma­teria de habérselas con la angustia de la muerte.


P. ¿Y cómo combate esa angustia?


R. ¿Qué puede haber de original en mis tácti­cas? Muy poca cosa, la verdad. Tal vez lo único original es la falta de pretensiones. No sé, no puedo explicárselo, porque éste sería un tema que me arrastraría tanto que no acabaríamos nunca de hablar, y en vez de decirle lo que hago me pondría a hacerlo directamente, y esto sería aquí inoportuno. De modo que me limito a decirle que uno de los procedimientos para luchar contra la muerte es tratar de engañarla, es decir, que reconociendo su carácter ideal, puesto que la muertes es sólo el miedo a la muerte futura, cabe de alguna manera hacerle trampa, honestamente trampa.

Estamos en Zamora, en ese caserón destarta­lado que fue de su padre y en el que hoy viven gen­tes más o menos de su familia. En él ha cogido García Calvo unas habitaciones espartanas casi vacías, a excepción de los libros. Unas habita­ciones tristes, ajenas, como de paso: en su falta de mimo por el entorno se advierte su deseo de provisionalidad, de carecer de objetos que le aten. Ronda los cincuenta años, pero está joven y, sobre lodo, quiere estarlo. El pelo le trepa por las mejillas en unas complicadas patillas, cuya forma ha debido estudiar detenidamente. Viste unos vaqueros ajustados y una camisa amplia que disimulan esos pocos kilos de más que le bailan en la cintura, y del cuello cuelgan tres gruesas bolas de ámbar. Naturalmente se le adivina coqueto («soy muy narciso», dirá después), y hay algo en su aspecto como de revancha a una juventud personal carente de posibilidades vitales que murió asfixiada por las grises y lamentables franelas de posguerra. Co­mo si se estuviera vengando del tiempo robado, Agustín García Calvo ha dedicado media vida a destruir lo que le han hecho de ser en la otra media. Y en esta destrucción, en su discurso intimo, en la palabra, quizá encuentre García Calvo su consuelo, su rejuvenecimiento coti­diano, su paraguas contra la futilidad y el mie­do. Su defensa. ■



Agustín García Calvo


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