domingo, 21 de diciembre de 2014

LA MANCHITA DE LA UÑA. Miguel de Unamuno y Jugo



LA MANCHITA DE LA UÑA


       Procopio abrigaba lo que se podría llamar la superstición de las supersticiones, o sea la de no tenerlas. El mundo le parecía un misterio, aunque de insignificancia. Es decir, que nada quiere decir nada. El sentido de las cosas es una invención del hombre, supersticioso por naturaleza. Toda la filosofía -y para Procopio la religión era filosofía en niñez o en vejez, antes o después de su virilidad mental- se reducía al arte de hacer charadas, en que el todo precede a las partes, a mi primera, mi segunda, mi tercera, etcétera. El supremo aforismo filosófico de Procopio, el a y el zeda de su sabiduría, era este: «Eso no quiere de­cir nada». No hay cosa que quiera decir nada, aunque diga algo; lo dice sin querer. En rigor el hombre no piensa más que para hablar, para comunicarse con sus semejantes y asegurarse así de que es hombre.
Un día Procopio, al ir a cortarse las uñas -operación que llevaba a cabo muy a menudo-, observó que en la base de la uña del dedo gordo de la mano derecha, y hacia la izquierda, se le había aparecido una manchita blanca, como una peca. Cosa orgánica, no pegadiza; cosa del tejido. «¡Bah! -se dijo-, irá subiendo según crece la uña y acabará por desaparecer; un día la cortaré con el borde de la uña misma». Y se propuso no volver a pensar en ello. Pero como el hombre propone y Dios dispone, dispuso Dios que Procopio no pudiese quitarse del espíritu la manchita blanca de la uña.
       Cuando se puso una vez, al poco del descubrimiento, a escribir Pro-copio, la manchita no le dejaba llevar la pluma por donde él quería. «¡Pero esto es una estupidez! -se decía, irritado contra sí mismo-; ¡si esto no quiere decir nada!, ¡degradantes supersticiones!». Recordaba que cuando niño se le había dicho que esas pintitas blancas en las uñas son mentiras y que les salen a los niños mentirosos; pero él ni era ya niño -ni viejo todavía- ni recordaba haber dicho, ni haberse dicho, recientemente mentira alguna de consideración. Además, aquello no quería decir nada. Y salió de paseo al campo, a ver si con el aire libre y soleado se le quitaba la pintita aquella del magín.
    ¡Que si quieres! Más fácil le habría sido quitársela de la uña. «¿Pero qué puede querer decir una cosa así? -se decía, sin querer decirse-. ¿Qué puede querer decir? ¡Claro está que nada! Alguna causa tendrá, ¡claro!, porque no hay efecto sin causa, y esto es indudablemente efecto, efecto de algo; por algo me ha salido esta manchita en la uña y precisamente en la del dedo gordo de la mano derecha y no en ninguna otra de las diez. ¿A ver?». Y se puso a examinar las demás uñas. Y luego se dijo: «No hay efecto sin causa, como no hay causa sin efecto; pero ¿para qué me ha salido esta manchita?... ¿Manchita?». Y se puso a cavilar si era o no mancha. Porque las manchas le parecía que han de tirar a negro. «Sin embargo, sin embargo -se añadió-, blanco sobre negro es tan mancha como negro sobre blanco; en una levita negra mancha la leche como en una pechera de camisa blanca la tinta». 

Creía con estas cavilaciones trascendentales poder desechar de su magín la manchita; pero ¡quia!, ¡ni por esas! Ya la cuestión no era lo que aquella pintita significaría, sino si significaba o no algo. Y en rigor, si hay algo que signifique cosa alguna.
Procopio creía no creer en «agüeros», hechicerías y cosas supersticiosas -creencia que, según le habían enseñado en el Padre Astete[1], es pecaminosa-; pero la superstición de Procopio era que nada quiere decir nada, que ninguna cosa tiene significación. «Y si no, vamos a ver -se decía-: ¿qué quiere decir esto de que yo me llame Procopio?, ¿por qué me hizo bautizar con ese nombre mi padre, que, por su parte, se llamaba Wilibrordo?, y tenía, por cierto, un hermano, tío mío, Burgundóforo...». Mas ni aun así... 

No, no lograba con estas digresiones apartar su obsesión de la manchita. La pequita estaba allí, en la uña, sonriéndose, sí, sonriéndose irónicamente y diciéndole: «Adivina, adivinanza, ¿qué hace el huevo en la paja? Y yo, ¿qué hago aquí?». Y era un huevo, un huevecillo -un ovillo- de pesares trascendentales. Conque no quería decir nada, ¿eh? Pues, por lo menos, decía querer. ¿Y decir querer no es acaso el colmo del querer decir? La pequita decía querer amargarle el poso de las aguas del espíritu, el sedimento de las supersticiones.
Empezó la cosa -ya le llamaba, hablando consigo mismo, «la cosa»- a causarle un íntimo desasosiego, algo como un cosquilleo del cauce del alma. ¡Dolor, no! Dolor no era; no llegaba a dolor. Pero algo que no le dejaba descansar, como cuando no se acuerda uno del nombre de su padre o de su hijo o del propio nombre. Y recordaba cómo, siendo niño, tuvo que salir de la iglesia dejando de oír una misa, a que devotísimamente asistía, porque no podía dominar los cosquilleos a despabilar los mocos de las velas del altar. Y se le reprodujo aquella congoja infantil.
¿Se pintaría la uña? ¿Se la rasparía? ¿Se la cortaría? Mejor era dejarla crecer. Y acaso con su deseo de que desapareciese la misterio­sa -sí, ¡misterio, misterio!- manchita fuera creciendo más deprisa la uña. Porque... ¿no influye acaso la voluntad en el crecimiento, más o menos lento, de las uñas?
«Dicen que a Newton -se decía Procopio- se le ocurrió lo de la gra­vitación viendo caer una manzana... 

Cuentos, ¡claro! Pero ¿no será la aparición de esta manchita en mi uña algo así como la caída de una manzana newtoniana? Y ahora, ¿qué descubro yo?». Y se puso a pensar qué es lo que descubriría. Porque necesitaba descubrir algo; el ánimo le pedía un descubrimiento. Solo que como nada significaba nada... ¿Descubriría esto: que nada significaba nada? Creía tenerlo descubierto, mas para sí solo; y cuando no logra uno descubrir a los otros lo que cree tener descubierto, empieza a sospechar que ni a sí mismo se lo descubrió.
«¿Y si yo pudiese demostrar -se añadió- que la cosa no significa nada?». Empezó a asustarse. La obsesión de la manchita no le dejaba pensar en otras cosas más serias. ¿Más serias? ¿Y por qué más serias?
Procopio se volvió a su casa con la mente henchida de intenciones de pensamientos. La manchita de la uña se le había convertido en una nebulosa cósmica de la razón. Y no quería dormirse, no fuera que la manchita se le convirtiese en sueño... Procopio tenía un supersticioso horror a las supersticiones.


[1] Es decir, en el famoso Catecismo de la doctrina Cristiana de este jesuíta, uno de los más difundidos desde finales del siglo xvi.

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