miércoles, 18 de diciembre de 2013

243





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Como un pobre pescador, que siente algo en que el anzuelo
ha mordido y que le tira del sedal el río abajo,
lo primero, de que ve que no le cede a embobinar y que la caña
se le comba como un ocho, va largando hilo y más hilo, y por la orilla
va corriéndole a la par a pies descalzos,
por chinarro y por cañones de mimbreras,


mientras pinta en el magín la pingüe presa mildorada,
sea acaso viejo lucio carnicero de una arroba
o salmón descomunal que hasta saltara río arriba el dique nuevo,
sea anguila de tres varas que le dé bajo la negra piel abasto
de ricura para el guiso o el ahume,
que del ansia ya los ojos le destellan

y le vive el corazón en esperanza, hasta que, al cabo,
tiene ya que entrarse al agua y, atollando por el grollo,
va acercándose a la presa, que ha quedado al fin varada en las raíces
de los sauces, y ni flota ni se hunde, y ya la ve, y lo reconoce,
que era un tronco malpodrido que entre aguas
arrastrara la corriente traicionera,


y, al saberlo, de la rabia, arroja caña y aparejos
contra el falso pez, y se echa derrengado en grava y cieno,
y las horas del afán y de esperanza se le cuajan en el pecho,
como de algas repodridas, grumo hediondo, y la miseria de su vida
para siempre, igual que siempre, ya los bofes
y los vidrios de los ojos le amortaja

como a verde moscardón la telaraña, que le falla
y al fin vive, y que ya dejan de agitársele las patas,
así yo te perseguía por la yerba de los años, niña blanca,
y la charca de las horas, y a mis manos te sentía ya viniendo
en un giro de tus piernas, en un vuelo
de las alas que en los hombros te nacieran,

presa tú maravillosa del amor, la nunca vista,
la de masa la más rica, la de pulpa suculenta
que viniera a apaciguar los largos dientes de mi hambre y redimiera
la miseria de mi vida con almíbar de los higos de tu cuenco,
que quizá tus ojos claros en un tiemblo
de tus párpados de lilas prometían,

y así, ahora que te has hecho una mujer de las mujeres,
que he dejado de quererte y que conozco lo que eras,
me he quedado en esta orilla con el ciego corazón enratijado
en viscosa fría gasa de una doble perdición, la tuya y mía,
y las horas y los años que he gastado
en tu acecho y a tu caza vanamente


se me arrojan en tropel a las espaldas y me gritan
como ánimas de niños que dejó morir de hambre
mal cuidado de sus guardas, y sin tí que no eres tú y sin la mentira
del amor que negramente me abrasaba, se me abre sola al frente
la miseria de mi invierno y el amago
de la basca malvacía de la muerte.




¿Agustín García Calvo?

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