sábado, 14 de diciembre de 2013

LOS DOS SEXOS Y EL SEXO: LAS RAZONES DE LA IRRACIONALIDAD

    Entro a tratar aquí de algo sagrado. «Sagrado» quiere decir, como a muchos de vosotros os suena, desconocido. Lo sagrado es lo desconocido, lo que no se sabe. De forma que, sea lo que sea lo que habéis pensado que pueda haber bajo títulos como «Sexo», «Sexualidad», mi intención es hablar justamente de ello como desconocido y, por tanto, como sagrado, con ese respeto irrespetuoso que lo sagrado me merece y en contra de la falta de respeto con que de ordinario se le trata.

Es desconocido; es sagrado. Bien querría que mi boca acer­tara en este rato a darle voz y razón al coño, esa boca que no habla. Que no habla nunca: cuando otras bocas hablan por él, no es él el que habla. El intento es que el coño pudiera hablar, el coño mismo, y que esto sirviera para llegar a darle en cierto modo voz y razón.
Frente a esto, está la falta de respeto habitual, el intento constante de disimular lo desconocido, de hacer creer que no es desconocido, de hacer creer que se sabe. Y que, por tanto, se puede manejar y contar. Las muestras de esa falta de respeto son innumerables. Esta misma sesión o cursillo en el que estamos es una muestra: es una falta de respeto, y es una pretensión de di­simulo de aquello que amenaza como desconocido. Se piensa que bajo título de Filosofía y sexualidad u otro cualquiera tenemos un tema, un objeto, del que podemos hablar, al que podemos reducir a lo conocido.
Pero las muestras de falta de respeto son innumerables: la manera en que se trata eso que se llama cuerpo (empezando por llamarlo cuerpo ya), en que se le trata a trozos en la medicina, en la vida corriente, en que se llega realmente cada vez más a tener los órganos y los miembros, a poseerlos, y, por tanto, poder hacer donación de riñones, de hígado, de ojos, de lo que sea, esa fragmentación y esa pretensión de poder manejar a tro­zos y por entero eso a lo que pedantescamente se llama cuerpo, es una de las más flagrantes faltas de respeto de aquello desconocido que querría que hablara un poco por mí.
También el empleo para las cosas sexuales de nombres mé­dicos, de cultismos grecolatinos nacidos en la medicina y que sir­ven como una especie de anestesia para aquello amenazante que pudiera haber por debajo de los nombres, esas cosas de decir pene, coito, y nombres por el estilo, son de por sí ya una muestra del intento de aniquilación de esa amenaza de lo sagrado, de lo desconocido, lo que querría que estuviera hablando por mí, en cambio.
Es curioso que esa pretensión de la denominación, del domi­nio por la denominación y especialmente por la denominación pedantesca, medicinal, grecolatina, tiene una raigambre que no sólo se da en la literatura tradicional de los represores, de los confesores (de los confesores, sobre todo, del momento de flore­cimiento del confesionario, en el xvii y por ahí), sino también en la propia literatura galante. Se da por supuesto en las recetas y la casuística de confesionario: evidentemente, si el confesor sabe ya de antemano cuáles son los pecados que se pueden cometer y los tiene catalogados de alguna manera, si puede determinar si, por ejemplo, realizar el coito en la parte exterior del campanario constituye sacrilegio o no, o si la introducción del miembro viril hasta cierto punto constituye coito completo o no lo constituye, si puede hacer eso, es que ya se sabe todo: todo está ya mane­jado y sabido de antemano: se está anulando cualquier posibilidad de que surja lo imprevisto, lo desconocido. Pero también con el diálogo galante de los mismos siglos y los anteriores, hasta cul­minar en La philosophie dans le boudoir, también en este género no puede faltar esa pedagogía de la denominación: una lista de nombres medicinales, grecolatinos, pedantescos, que se le ofrece, por ejemplo, a Eugenia, a la aprendiza de amor, en la propia filosofía del boudoir. Todos esos intentos, por un lado y por otro, son intentos, como veis, de domesticación, de anulación de lo desconocido, de conjura de la amenaza que en ello puede haber para los hombres.
No quiero hablar mucho de los grandes procedimientos de anulación de eso desconocido, que son las instituciones primor­diales del matrimonio y de la prostitución. En otra parte ya he hablado de cómo el matrimonio, institución que no sólo se refiere a las formas consagradas por la Iglesia o por el Estado, sino a cualquier formación del tipo de eso que suele llamarse pareja, constituye un intento sobre todo de domesticación de lo no sa­bido, un cambiazo por el cual, a costa de perder aquella posible amenaza de vida que en el amor había, se nos da una cierta seguridad, una cierta domesticidad. La prostitución es comple­mentaria: lo que se paga, aquello que se puede comprar y vender, es, por excelencia, lo sabido. Ninguna prueba hay para el con­cepto mejor que la del número. Si, en efecto, puedo pagar por un servicio, es que ya sé lo que estoy pagando. El dinero es la prueba del saber. Y, por tanto, en el matrimonio como en la prostitución, se da lo uno y lo otro, en el matrimonio y la pros­titución, en sus formas más arcaicas o en las formas más desarro­lladas que en nuestra época dominan.
En fin, si encontráis en las propias proclamaciones de los muchachos estos decenios pasados, algunas del tipo «Haced el amor», «Faites l’amour, pas la guerre», esa expresión misma de «hacer el amor» (que, entre nosotros, es un galicismo introducido a través del lenguaje eufemístico de las señoras más bien, pero que ha tenido su éxito), esa expresión misma encierra mucho de lo que estoy queriendo sugeriros como procedimientos de anula­ción de lo desconocido, de domesticación, de falsificación: hacer el amor implica que realmente es algo que se hace, es decir, una acción; es decir, en definitiva, un trabajo: es algo que depende de la voluntad, es algo que está sometido a las facultades llamadas superiores; y lo que está sometido a las facultades llamadas supe­riores (la voluntad, la deliberación), es algo que está sometido a las facultades superiores de la sociedad, al Estado, al Capital. Hacer el amor implica deshacer cualquier posibilidad de que pase algo, que pase algo que yo no pueda dominar, y que, por tanto, el Estado no pueda dominar: que pase algo imprevisto, desconocido, incontable. Cuando se dice «Faites l’amour, pas la guerre», se ve el engaño en el que los que así proclamaban caían: es un típico caso de la paloma perdida por haber abandonado a la ser­piente, que debe acompañarla siempre, según la recomendación del Evangelio. Se cae ahí, por buena voluntad, por ingenuidad, en un engaño que hace olvidar que justamente la guerra, la gue­rra de los sexos o como queráis decir, es esto en lo que estamos, y que no se puede hacer esa contraposición de hacer el amor, no la guerra, porque hacer el amor quiere decir intervenir ya activa­mente en esta guerra que consiste sobre todo en la anulación, en la domesticación, de aquello desconocido, que bajo nombre de sexo, nombre de amor, o de cualquier otra manera podía estar latiendo por ahí debajo.
Por desgracia, sucede que esto no es una mera proclamación verbal: sucede que la jodienda, el coito con su nombre más me­dicinal, se convierte, en efecto, en la mayor parte de los casos, en un hacer, en algo voluntario, en algo dominado y que paga la pérdida de cualquier amenaza de paraíso para conseguir a cam­bio eso: el dominio, la sumisión, y, por tanto, la seguridad para vivir: el disimulo de lo desconocido y la tranquilidad respecto a que nada del otro mundo está pasando cuando se hace eso que se llama hacer el amor: que eso también está dentro, que no se va a descubrir ni nos va a pasar nada verdaderamente nuevo y extraño.
Pues bien, aquí también, como os decía, estamos en un caso de intento de disimulo. Venís aquí, sabiéndolo más o menos, a que se os tranquilice respecto a la cuestión, a que se os asegure, a que de manera más o menos científica o más o menos hete­rodoxa se os diga que se sabe qué es eso de lo que estamos hablando, que el sexo, la sexualidad, queden convertidos también en un objeto, un objeto de saber, de investigación, y, por tanto, en algo inocuo, algo que no nos pueda sorprender y hacernos nunca mayor daño.
Quiero, a este propósito, recordar a Freud (al que recordaré unas cuantas veces más a lo largo de esto) de una manera ambi­gua: porque el psicoanálisis no era una ciencia, era en cierto modo lo contrario de la Ciencia: era una disolución: era algo que ponía en peligro precisamente esa integridad o estructura del alma hu­mana (o del yo, con un nombre más moderno), mientras que ya desde el propio Freud esa disolución o descubrimiento peligroso se acompaña de intentos más o menos afortunados de volver a la asimilación, a la domesticación. En ese sentido, pues, recuerdo un precioso ensayo de sus últimos años que se llamaba Análisis terminable e interminable, en el cual muestra de una manera muy clara cómo después de haber levantado las capas sucesivas impuestas por la sociedad y por las convenciones, al fin se llega a lo que él dice la roca viva, que es la animalidad, aquello que está por debajo de todo eso. Pero esa roca viva es en verdad un mar, el mar sin fondo; y en cambio, esa roca viva que pretende ser la animalidad, la vida, cualquier nombre, en verdad no es más que la Biología. Lo que encuentra Freud debajo de todo eso se llama la vida o la animalidad, pero es, en verdad, la Biología: lo que encuentra es la Ciencia: lo que el psicoanálisis piensa en­contrar cuando ha agotado su labor negativa, destructiva, creativa, de levantamiento de ocultaciones y convenciones, esa roca viva, suelo firme que piensa encontrar, sólo lo es gracias a que no es en verdad el mar sin fondo, ni la vida, ni nada de eso, sino Bio­logía, Ciencia. Lo que ahí debajo encuentra Freud es otra vez la Ciencia y la fe en la Ciencia. El cree saber algo de aquello por­que la Ciencia se lo dice, porque hay una Ciencia (Biología, Anatomía, Zoología y demás) que le explica bien qué es eso del ani­mal, qué es eso de la vida. No es sino un caso de la falsificación constante, por la cual, dado el dominio social de aquello a que se alude como Naturaleza, para nosotros la tierra se convierte en Geografía, y así también el cuerpo en Anatomía, y así también la vida en Biología. Y cuando pensamos encontrar algo firme, es gracias a que encontramos, no ello, sino el saber de ello, el saber científico.
Vengamos, pues, a ver qué diablos es esto a lo que suele llamarse en nuestros días sexo. Querría que la figura que aquí tomáramos fuera justamente el revés de la figura de los sexólo­gos, abundantes en nuestra época. Sexólogo encierra en el se­gundo término la alusión al lenguaje y a la razón y como primer término, el sexo: se trata, en verdad, de desarrollar una ciencia, un saber, no un razonamiento, sino una ciencia, un saber, acerca de lo que el primer término tiene denominado como sexo. Que­rría que aquí, por el contrario, fuera otra vez el sexo el que fuera lógos, que fuera la irracionalidad, lo desconocido que está por de­bajo, lo que de alguna manera, al tomar voz de razón, destruyera todas las -logias, todas las ciencias o saberes pretendidos acerca de ello.
La historia de la palabra es realmente muy interesante, y en medio de la infinidad de tesinas inútiles que se hacen todos los días entre nosotros, tesinas y tesis, he aquí una que sería, a mi  parecer, verdaderamente útil, que sería estudiar un poco más detenidamente de lo que yo he podido hacerlo la historia de esta palabra. Esta palabra latina empieza, evidentemente, queriendo denominar las clases fundamentales, los dos sexos y la oposición entre ambos sexos. En latín antiguo la palabra no tiene otro sentido más que ése: sexus quiere decir «uno de los dos sexos», o, como el otro término, secus, que a veces aparece en los auto­res arcaicos (muliere ac airile secus), el sexo, es decir, la división o clase, viril y mujeril, masculina y femenina. Inútil buscar en la antigüedad más usos de la palabra.
Si me permitís por un momento un paréntesis lingüístico, pienso que es bastante razonable pensar que podemos arreglarnos con una sola raíz, que se escribiría seH (-H para designar una aspirante perdida desde la prehistoria, una de las que a veces se llaman laringales), para explicar al mismo tiempo el prefijo de separación sè- que se usa en latín, y al mismo tiempo el adverbio secus, que quiere decir «por separado», «separadamente», y también, lo que para mí sería lo mismo (un uso nominal de ese adverbio), el nombre secus a que antes he aludido y el otro derivado, que es el que ha tenido éxito en nuestras lenguas, sexus. Todos vendrían de lo mismo, de la idea de «separación».
En la época moderna, la palabra, pienso que a mediados del xvii (pero aquí, repito, llamo a la realización de esa tesina o tesis útil, que no está hecha), el nombre empieza a usarse para aludir precisamente a una de las dos clases, como si una de las dos clases fundamentales de la Sociedad fuera el sexo por anto­nomasia, el sexo por escelencia. En autores de fines del xiii y todavía en el xix, franceses especialmente, podréis encontrar que «le sexe» es el femenino, naturalmente. El sexo es lo femenino; y así debió la cosa seguir funcionando, al menos durante un si­glo, hasta que sólo —pienso yo— después de mediados del siglo pasado empiezan las primeras apariciones con este significado que hoy queremos darle a la palabra.
Evidentemente, este significado de «sexo», «sexualidad», que a nosotros tanto nos suena hoy y bajo Cuya bandera venimos a este seminario, es una derivación de ese estadio intermedio en que sexo quiere decir el sexo femenino: el sexo, la sexualidad, son, naturalmente, como esta incursión etimológica nos mues­tra, las mujeres: es lo femenino lo que es el sexo y lo que es la sexualidad. Y esto, naturalmente, es independiente de cualquier forma que las relaciones humanas puedan adoptar: homosexuales, heterosexuales, da igual: sigue siendo válido en general que el sexo no es otra cosa que lo femenino.
Naturalmente, este último significado, esta última evolución semántica de la palabra sexo, sólo se explica como correlativa del previo desarrollo de la palabra amor en el sentido que podemos distinguir como «Amor con mayúscula». Solamente apoyándose en esta evolución de la palabra (desconocida, por supuesto, de los antiguos) que separa un Amor con mayúscula, el amor de ver­dad, el amor de toda una vida, el amor único, etc., etc., podemos explicarnos que la palabra sexo llegue a tener un sentido que es rigurosamente contrapuesto y complementario: quiere decir «ha­cer lo mismo, que le pase a uno lo mismo que en el Amor, pero sin Amor», sin Amor verdadero.
Así es como sigue valiendo la palabra en nuestros días. Se­guimos llamando sexo con más o menos asco o con más o menos exaltación a aquello que precisamente es lo mismo que en el Amor, pero sin Amor de verdad. La evolución semántica es paralela a  aquella que hace que la noción misma de «cuerpo» se desarrolle, empezando esta vez ya desde los antiguos, como correlativa e inmediatamente después de que se ha desarrollado la noción de  «alma»: veis bien el paralelo y no tengo por qué insistir en ello. Así como el cuerpo se desarrolla por imitación de y en contra­posición con el alma, así esto que llamamos sexo hoy día se de­sarrolla en contraposición con y por imitación de aquello que se llama el Amor verdadero.
Entre los dos se arreglan para impedir cualquier aparición de eso desconocido que querría que estuviera hablando por mí. El pecado contra el amor sin mayúscula ni minúscula es justamente la separación; y en este pecado estamos incurriendo todos los días: esta insistencia en la separación entre lo que es Amor de veras y lo que es sexo es justamente el fundamento de todas las nuevas y más poderosas formas de represión. Permitidme que emplee, aunque sea un poco entre comillas, este término: «peca­do». Ese es el pecado contra el amor, que quiere decir el pecado contra lo desconocido, contra lo imprevisible, contra la vida. Hay un pasaje de una de las cartas de Freud a Fliess, a los  últimos años del siglo, o los primeros de éste que ha atormentado a los editores bastante, y a los comentadores; es un momento en que aparece el nombre de lo femenino: aparece lo femenino en la carta, y Freud en el manuscrito lo dota de tres cruces seguidas. Estas tres cruces son las que han sido objeto de mucho comentario y tormento para los editores: ¿Cuál es el sen­tido de esas tres cruces que acompañan a lo femenino? Algunos de los editores dicen, con razón, que Freud se hace cruces. No es imposible: es normal que un signo de tres cruces represente grá­ficamente el persignarse (ya sabéis, así, con las tres [el orador se persigna]) y que esto se dé en un judío no sería tampoco un inconveniente grave; probablemente la gesticulación del persig­narse y su simbología es independiente del carácter de judío o no que Freud tuviera. En todo caso, hay ahí una especie de signo supersticioso para alejar el maleficio, para alejar de alguna forma algo que se siente como demoníaco, como amenazante. En el momento de trazar esas tres cruces Freud es bien consciente de algo que después, durante largo tiempo, hasta los últimos años, va a olvidar, que es eso de lo desconocido y, por tanto, peligroso, que pueda haber detrás del término de «lo femenino».
Vamos a fijarnos un poco en qué es entonces eso desconocido, peligroso, amenazante, que en lo femenino pueda haber, siendo lo femenino, como antes he mostrado, el sexo propiamen­te dicho, siendo de aquello que ahora llamo femenino de lo que se alimenta la nueva noción de «sexo» entre nosotros. Tenemos que conocerlo a través de su forma de presentación histórica; esto desconocido, esto peligroso, se nos presenta como dominado; por tanto, entre las otras formas de dominio, como sabido o pretendidamente sabido; ya que no hay forma de dominación que no se acompañe de o esté fundada en la pretensión de saber. No hay poder sin mentira; no hay poder sin ejercicio de esta falsifi­cación del saber.
Las mujeres, pues, lo desconocido, son en su aparición his­tórica el sexo dominado. Son el primer ejemplo de la dominación. Os voy a decir unos cuantos tópicos que no por serlo dejan de ser verdaderos. Son el primer ejemplo, el primer caso de domi­nación. Son la primera forma de dinero, según la vieja concepción de Engels. Son la primera forma de dinero, es decir, el intento más flagrante de reducir la cosa desconocida, incontable, innumerable a concepto, a representación abstracta de las cosas, que eso es lo que es el dinero; y las mujeres son, evidentemente, la pri­mera forma de dinero; como la contraposición de los dos sexos es la primera lucha, la primera forma de la lucha de clases, es decir, de esa separación bajo la cual trata constantemente de ocul­tarse la amenaza de lo desconocido.
En una obra de teatro que saqué hace unos años que se llama Iliupersis, donde se cuenta (se cuenta no, porque es una obra de teatro: se hace, se representa) la noche de la caída de Troya, con Eneas y demás y sus mujeres, y donde el coro es el coro de las muchachas troyanas danzando entre las llamas del incendio, hay un momento, una parábasis o interrupción de la acción, en que las muchachas troyanas se quitan sus disfraces, dejan de serlo, se convierten en lo que son, en las vicetiples, y se dedican a recitar unas cuantas cosas a propósito de esto. Os voy a repetir uno de los trozos de lo que estas muchachas o vicetiples dicen:


«Dijo el Inspector del Alma: “A toda hija de papá
es la envidia de ser hombre lo que la hace ser mujer”:
que ella descubre que le falta el aparato del poder,
que ella lo ve, que no lo tiene lo que se tiene que tener;
conque se ve vacío ella y agujero y soledad,
y en lugar de ser lo que es, es el revés de lo que es;
y que por eso lo que busco es compensar y satisfacer
con lo que sea mi vacío y falta constitucional.
Con repollo, con perifollo, con picaporte o sacudidor,
con el amor del gran pispajo y, gozo final, con un bebé,
tanto mejor si nace entero y apto para mear de pie;
sólo con esos consoladores puedo vivir a medias bien;
pero si no, ¿qué soy?: un pozo de odio, envidia, ingratitud;
quiero capar a mis hermanos, como capada yo que estoy,
y al que de todos más envidio a ése... lo amo de verdad.
Eso decía el cipotillo, como cipote que era él,
sin pensar que a mí tres pitos me interesa mi interior
y que la flor de dentro y fuera toda florece a flor de piel.
Pero al Doctor y al sexo fuerte les decimos ¿saben qué?
Ea, niñas, ¿qué decimos a todo el sexo del Doctor?

[El orador, en nombre de las vicetiples, le hace al público cuatro ve­ces el gesto de la higa.]

Fue la envidia en el principio: es verdad, y tan verdad
que antes de esa envidia, hubo otra envidia del revés,
más tenebrosa, más inmensa, más profunda que la mar.
Y  si me dicen “¿Quién envidia?”, “El que puede”, les diré;
porque sólo los potentes impotentes pueden ser.
Y  si preguntan los señores “¿Y qué tenemos que envidiar?”,
a esa pregunta, yo, señores, aunque pudiera responder,
no respondo, por modestia, y por amor a la verdad.»

Voy a aprovechar un poco estos versos, estas recitaciones de estas mujeres algo desmandadas de la Iliupersis. La relación con el poder, esta aparición histórica del sexo desconocido y peli­groso como dominado y domesticado, no puede desconocerse nun­ca. La discusión durante largos años de Freud contra Adler a este propósito es algo que no puede desconocerse; pero en lo que no voy a insistir mayormente. Me interesa más mostraros un poco algunos ejemplos de cómo aparece entre los hombres el terror, o la angustia, o la extrañeza, o la aversión, frente al coño, frente a cualquier aparición más o menos descuidada de aquello desconocido, que pueda estarles diciendo, sin decir, algo por esa boca que no habla. Las apariciones son innumerables, y tampoco voy a pararme mucho a grandes distingos sobre esos sentimientos a los que he aludido con esa serie de palabras: aversión, terror, angus­tia y demás.
Una de las apariciones más triviales es la del fetichismo, esen­cialmente masculino como sabéis. Frente á otras interpretaciones de Freud, que aquí desbarra mucho (él piensa siempre que en todo fetichismo se anda buscando de alguna manera o echando de menos el pene de la madre; no sabe uno para qué diablos podría a uno servirle el pene de su madre, pero en fin...), frente a eso, creo que una interpretación sana del fetichismo es lo que dice la expresión popular «andarse por las ramas». Este andarse por las ramas, tan característico de la masculinidad y que se muestra en formas algo más extremas en el fetichismo, es una de las apa­riciones indirectas, pero muy clara, de esa especie de terror, an­gustia, etc. de la que he hablado.
Piensa Freud, cuando el psicoanálisis trata de volver sobre la teoría, que el descubrimiento por parte del niño de las zonas genitales (por decirlo con el nombre más pedante que se me ocurre y más insultante) femeninas, y las de la madre en especial, es algo como el descubrimiento de una falta. El niño ve que no lo tiene, como dicen esas mujeres. Es falso, pienso. He re­cogido unos cuantos datos de niños a lo largo de estos años. Los niños, en primer lugar, descubren el sexo femenino no como una falta, sino como una herida, como una especie de hachazo.
Uno de los niños, de 9 años, declara la repugnancia o aversión a mirar el coño de su hermanita, algo más pequeña, porque es, literalmente, «como una herida». Es precisamente como una he­rida.                      
Es curioso que esta herida, efectivamente, va a sangrar con la pubertad, va a realizar de alguna manera esa especie de temor infantil; y no hay probablemente entre todos los animales hem­bras que podamos imaginar ninguna cosa tan escandalosa como la menstruación humana; y que tantos latidos todavía de descon­cierto pueda presentarles a muchos hombres, ¿no? Recuerdo todavía cómo mi buen maestro Tovar, una vez, criticando otra de las obras de teatro, el Feniz, se sentía, en medio de las alabanzas por la obra, muy escandalizado de una escena en que Feniz se reboza con la sangre menstrual de la mujer con la que está ha­ciendo esa cosa que se dice hacer el amor. Ese terror de la sangre persiste. Fijaos en que la sangre es precisamente el elemento de Marte, es  la guerra, pero aparece ahí, en las mujeres,  de una manera típicamente contradictoria. Los niños, con la pubertad, por el contrario, van a dar leche; por el contrario leche.
Me conformo con esto para la aparición como herida, y paso a otra cosa que, en cambio, aparece mucho más desarrollada en el psicoanálisis tradicional, en Freud: es la aparición como Medusa. El coño, y especialmente velloso, apareciéndose como un objeto de  descubrimiento terrorífico para el niño, tiene, como cabeza de Medusa, la virtud de dejar a los hombres petrificados cuando aparece: aquello que después encuentra una especie de redención cuando Palas Atenea se la coloca sobre el pecho, for­mando parte de la égida, de la armadura de esa virgen guerrera, de esa hija perfecta de Zeus, que es Palas Atenea. Todo esto, efectivamente, es un simbolismo muy rico del que sólo voy a sacar algunos hilos. Evidentemente, la aparición del coño velludo, es­pecialmente del de la madre, es traumática para el niño, es pro­fundamente terrorífica, se lo confiese o no (la represión puede ser más temprana o más tardía), en primer lugar, porque la mu­jer, el otro sexo, es esencialmente la desnuda, la carente de vello, es el caso justamente más alejado de la animalidad en la visión corriente, porque carece mucho más, está mucho más avanzada, diríamos, en el progreso de alejamiento de la animalidad que los hombres del sexo masculino en cuanto mucho más carente de vello, habiendo perdido mucho más el pelo de la dehesa, como se dice. Por tanto, la aparición del coño velludo es la aparición del vello del animal, pero precisamente en la desnuda, en el caso que se siente como más avanzado de humanidad.
Cuando Freud se ocupa de los contornos de Medusa, de esos vellos, naturalmente, según la aberración inevitable, piensa que los puede equiparar a pequeños penes que andan danzando por ahí; también los pelos se convierten en penes. Esto es una mentira, pero, como muchas de las de Freud, una mentira muy útil, muy ilustrativa. Es evidente que uno puede comparar más bien ese contorno de Medusa, aterrador, con una multitud de clítoris agi­tándose (recordad la aparición de anémonas en el mar y otras apariciones semejantes, ¿no?): penes, vergas masculinas, pero rodeando al centro, al que no llegan. Comparad con esto la imagen de los manuales de Biología que nos acompañan desde pequeños, la imagen del óvulo único rodeado de millones de espermatozoides que intentan entrar allí. Órganos como clítoris, perpetuamente fluctuantes en torno, o como pequeñísimas vergas que tratan de entrar, sería más bien la interpretación del terror, de la angustia, que ante esa visión puede surgir.
En todo caso, esto nos coloca cerca de otra de las apariciones de las formas de terror más tradicionales, que tiene mucho que ver con ella: es el gesto de hacer la higa, que ustedes me han visto hacer ahora mismo al recitar el trozo de la Iliupersis. Es un ejem­plo bueno de cómo la aparición del terror, siendo ya ella un disimulo, siendo un conjuro, trata a su vez de disimularse y confundir. Hay un texto de Rabelais, que creo que Freud mismo recoge y usa, en que un diablo huye delante de una mujer que se levanta las faldas y le muestra el coño, sin más: el coño direc­tamente aparece como un motivo de huida para el demonio; y si ese demonio es un demonio masculino, es un representante, es decir, del terror masculino, entonces la imaginación de Rabelais es muy exacta en ese caso.
En todo caso, hay una mala interpretación respecto al gesto de hacer la higa. Su forma más corriente es ésta [el orador hace el gesto, con el dedo medio agitándose sobre los otros replegados por el pulgar]. Muchos de vosotros puede que hayáis caído en el error, es decir, pensar que esto representa un poco ridículamente un pene que trata de mostrarse en erección, amenazando. Es muy claro que no es así: esto, lo mismo que esta forma [hace el gesto con la punta del pulgar asomando entre índice y medio replega­dos] que aparece algunas veces también, es una representación del coño, y la cosa aparece mucho más clara cuando se le opone al gesto de corte de manga, que éste sí, evidentemente, éste sí [hace corte de manga] que es un gesto fanfarrón y vanaglorioso, representación del pene en erección y amenazando. Frente a esto, este otro es una representación del coño, y ambos gestos vienen desde siglos inmemoriales presentándonos así los actos de la gue­rra de los sexos.
Pero es importante que hombres y mujeres desconozcan una cosa tan sencilla como ésta, hasta el punto de que aseguraría que una buena parte de vosotros no lo había visto así, siendo tan evidente. Esto es una representación del coño con un clítoris tem­blante, y, por tanto, amenazando en el sentido que puede ame­nazar a los hombres la cosa.
Pero el disimulo del conjuro mismo es, como os digo, suma­mente interesante también a nuestro propósito. He aquí, por cier­to, otra tesina o tesis útil frente a las mil inútiles que se podrían hacer. Esta ya la recomendé una vez a un muchacho, que no la pudo llevar a cabo por motivos verdaderamente trágicos y terri­bles, pero vuelvo ante ustedes a recomendarla; creo que na­die se haya molestado en estudiar estos gestos tan importantes, incluso la confusión que aparece, por ejemplo en aquella escena del Libro de Buen Amor en que el patán se enfrenta al predi­cador para hacer por gestos una discusión teológica, y en donde muchos de los gestos que aparecen, evidentemente, pueden redu­cirse al gesto de hacer la higa.
Esto se hacer la higa, es decir que la relación con el higo es clarísima, por otra parte, y es evidente que el higo, como la granada, son símbolos tradicionales del coño, y no de otra cosa; es, por tanto, tanto más sorprendente que la verdadera esencia de este conjuro no se haya puesto más claramente de relieve.
Pero el terror masculino frente al coño, naturalmente, no se refiere sólo a las apariciones formales o pictóricas, sino a las fun­cionales sobre todo: el terror masculino es el terror a la cuantía innumerable.
El sexo dominante sabe que es el dominante precisamente gracias a su limitación. El ser se funda en el número. En eso que llaman las señoras hacer el amor se sabe muy bien que hay una desigualdad tremebunda entre los sexos en principio: los hom­bres son limitados, numéricos; el más atlético de todos los que se pongan a hacer el amor, queda, por así decir, encerrado dentro de números que se cuentan con los dedos de la mano, y general­mente sobran casi todos. Frente a esto, en el otro lado no es que haya mucho sólo: es que no hay ningún motivo de limitación: se siente que no hay ningún motivo de limitación más que, en todo caso, el puro agotamiento, que no se podría llamar cansancio, por­que el cansancio parece correlativo del trabajo, y se supone que en este caso no se trataría de trabajo.
Este terror de la innumerabilidad del placer, o como se le quiera llamar, de la otra parte es, evidentemente, una de las cons­tantes que más aparecen del terror masculino. Recuerdo Mesalina presentada por Juvenal: «Al fin, cansada, pero no rendida (se refiere a una noche de Mesalina —estas fantasías masculinas—, que se había ido a hacer de prostituta por algún sitio), pero no saciada de hombres», que dice, si no recuerdo mal, el hexáme­tro de Juvenal. Pues esta aparición bajo múltiples formas de la innumerabilidad es, efectivamente, uno de los motivos más claros de terror.
Esto tiene mucha relación con otra aparición del objeto de terror en que querría pararme un momento, que se refiere a las formas de la masturbación y a las formas de la imaginación en los dos sexos. La masturbación femenina es típicamente una masturbación ciega, sin relación con imaginaciones, al menos precisas, de escenas ni de órganos ni de partes del varón. Esta masturba­ción femenina, ciega, a lo mejor ha sido precedida en la primera /infancia por una masturbación no ciega de la niña (no he tenido tiempo de repasar un ensayo de la primera época de Freud que se llama Pegan a un niño donde «pegan a un niño» aparece como una especie de fantasía masturbatoria de niñas; no lo recuerdo con mucha exactitud, pero sé que era, más o menos, así). Haya estado o no precedida de esa fase, la masturbación femenina se presenta de ordinario, bajo múltiples  testimonios, como  ciega. Eso deja a los hombres fuera. Algo de eso sienten: se les excluye del verdadero momento de placer, o de abandono, o de arrobo, o de delicia, o de delirio, o de pérdida en la vida, que a las mujeres les pueda corresponder y que se daría precisamente ahí.
Esa exclusión, ese desprecio, ese dejarlo fuera a uno, se sien­te muy bien, sobre todo porque, como se sabe, la masturbación masculina es esencialmente imaginativa, tenazmente presa en la imagen de una mujer, de órganos femeninos, etc., ¿no?; pictórica; de manera que la contraposición no puede menos de sentirse por parte del sexo dominante como una exclusión.
En general, la imaginación en el sexo dominado (y ésta es tal vez una de las formas más escandalosas en que aparece la domi­nación) es una imaginación sumergida, por así decir, una ima­ginación dormida. Para cumplir con las funciones que dentro de la Sociedad Patriarcal se le asignan (y toda sociedad es patriarcal, no lo olvidéis) como sexo dominado, la mujer tiene que carecer de imaginación respecto a lo erótico, respecto a lo amoroso. Es curioso que esta sumersión de la imaginación femenina sea pre­cisamente la preparación para el «Al que quiero es a ti», es decir, para la llegada del Amor verdadero y del centrarse justamente en uno solo. Otra vez la imagen biológica del óvulo con los es­permatozoos, el momento en que de los infinitos espermatozoos hay uno solo que entra, que adquiere una muerte privilegiada, una muerte distinta de la de todos los demás y que, así, queda some­tido a las tareas de procreación junto con el óvulo; esto lo digo a propósito de cómo la imaginación indistinta, vaga, inasible, que no puede dar lugar a imaginerías visuales conscientes (esto es lo que quiere decir «sumergida»), precisamente la preparación para el establecimiento de la imagen única, férreamente impuesta en el alma femenina, del verdadero Amor, del único al que se ama.
Todo esto frente a la imaginación masculina, que, fijaos bien, es una imaginación consciente, por supuesto, y ya dedicada más bien a trozos: se goza, también en el llamado coito, pero sobre todo en la masturbación, con trozos de ella; se la separa, se la analiza en la imaginación. Es la forma de imaginación más con­trapuesta que se puede imaginar a la femenina sumergida.
La imaginación femenina está acompañada de una especie de amnesia. Sobre esto volveré ahora. En todo caso, deseo que quede bien claro esto: es el hecho mismo de que el placer sea ilimitado en principio, sin fin, lo que lo excluye de una imaginería consciente, la cual implicaría ideas, y, por tanto, limitaciones. Es, por tanto, en esta percepción de lo vago, indefinido, por tanto sumergido, de la imaginación femenina, donde encuentro otra de las fuentes de terror para el sexo dominante y que es dominante precisamente por ser limitado.
Ceso aquí en la enumeración de apariciones diversas de terror,  angustia, aversión, repugnancia, etc., frente al coño que a los  hombres pueda amenazar. Quiero contraponerlas con lo venial,  banal, ridículo, del correlativo que podría ser el terror femenino ante la picha o la verga, o cualquier cosa que se quiera llamar el órgano del poder, el aparato del poder.
La cosa es, en comparación, ridícula, venial y superficial, y a este propósito, como veis, entro en una discusión con toda aquella teoría de la inuidia penis que rige una buena parte del análisis freudiano también.
Testimonios: por ejemplo, una niña de 4 años sentada en la cama con una amiguita algo mayor, y señalando la verga del padre dormido, la verga medio fláccida, dice: «Pitito, ¡qué guapo! Yo quería tener uno, pero...» (encogimiento de hombros). Esto es todo lo más terrible que he encontrado en cuanto a invidia penis en el análisis de niñas que he podido recoger por todas partes; más allá de eso no he llegado: «Pitito, ¡qué guapo! Yo quería tener uno, pero...». Esta es la cosa.
La actitud se parece a la del chiste de las dos monjas —per­fectamente inocentes— que ven al jardinero meando contra una tapia, de forma que una de ellas le dice a la otra: «Mire usted, hermana, qué cosa tan práctica». Esa es la alabanza y la envidia que se puede sentir. Efectivamente, es una cosa práctica.
Es una cosa práctica para efectos de la micción y para otros efectos más terribles, que son aquellos a los que antes he alu­dido al hablar de «hacer el amor», es decirr la transformación de aquello desconocido, incontrolable, imprevisto, en un acto, y, por tanto, en un trabajo. Es, realmente, práctico: es un órgano práctico. Pero con esto van envueltas también formas de inver­sión con respecto a la picha o la verga y a su tratamiento por los dos sexos opuestos de las que tendré que hablar todavía más tarde.
¿Qué más hay en las mujeres que se pudiera equiparar, aparte de esa venial apreciación por lo práctico del aparato del poder, que se pudiera comparar con el terror masculino ante el coño? Bueno, de lejos, más de lejos, se podrían encontrar algunas co­sas. Testimonio de Viviana, de 17 años: Una y otra vez, deseo de «volver a meterse dentro» (de la madre, se entiende; en su caso no había ningún amor especial por su madre en concreto): deseo de volver a meterse dentro de la madre. ¿Qué era ese te­rror? Es un terror, evidentemente, de este mundo: es un terror del destino que le espera. Es decir, el destino de la sumisión al imperio del sexo dominante, que es el establecimiento del Amor mayúsculo, con el cual, evidentemente, van ligadas todas las pérdidas del placer anterior a la entrada en sociedad, anterior a la madurez así llamada, la madurez social, que podían estarle ofrecidas a la niña y a la muchacha. Es terror, más bien, ante eso.
Hay también una hipocresía de las mujeres: es la atribución al padre (por ejemplo, los cuentos más o menos justificados de violación por el padre, que también en los registros de Freud, y después, se encuentran en muchas ocasiones): es una atribución hipócrita: es un halago, al mismo tiempo que una inculpación; es característica, justamente, de la situación ambigua de la niña o la muchacha medio sometida. Efectivamente, por un lado ha­laga al poderoso: «El es el que tiene la culpa de que yo me haya perdido o que yo sea desgraciada, o lo que sea», y al decir que tiene la culpa, naturalmente, le hago un reconocimiento de po­der, una zalema.
Lo más importante, tal vez, es la amnesia respecto al placer, respecto al propio placer desconocido, innumerable y vago, a que antes he aludido. Una vez vi una película pornográfica con pretensiones. Se trataba de que una muchacha, Claudine Bécary, se había prestado a presentarse a sí misma como documento: entre muchas escenas verdaderamente poco graciosas y poco incitantes de coitos y así, había una magnífica y larga masturbación por parte de Claudine, después de la cual venía con el director una conversación, y entonces ella respondía..., primero, no volvía (en fin, los múltiples orgasmos; después volveré sobre eso del orgas­mo), no volvía en sí; la llama el director: «¿Estás ahí, Claudi­ne?», y dice: «Sí, pero ahora tengo que olvidarme». Tengo que  olvidarme —quiere decirse— para el trato, para seguir hablando.
La amnesia respecto a los momentos se placer más peligrosos de infinitud que en las mujeres puedan darse es un hecho que uno puede recoger con frecuencia. Realmente se olvidan. Hacen como si no. Reconocen que aquello no es compatible con este mundo.
El propio Freud, en una de sus cartas a Fliess, recoge el caso de la muchacha de veinte años amante de un banquero de sesenta que tenía muchas de esas cosas, orgasmos, en una misma relación: cinco, seis, etc.; y por la cual el banquero le consulta a Freud; y le consulta, sobre todo, precisamente por el fenómeno de amne­sia: ella tiene como desmayos o pérdidas, de los cuales una otra vez se encuentra testimonio: en definitivo, huidas de la rea­lidad, reconocimiento de la incompatibilidad de aquello con esto. Freud, por cierto, en esa carta profetiza de una manera muy malintencionada: dice: «El la casará, y será anestética (entonces no se decía “frígida” y cosas de ésas) con su marido». No se da cuenta de que esa profecía solamente se cumplirá precisamente en el caso de que se trate de una sumisión al poder; que, efec­tivamente, el matrimonio y la sumisión al marido quiera decir una sumisión, con la cual es evidentemente incompatible aquello que todavía, por descuido, podía dársele en la relación extravagante con el banquero de sesenta años. Pero esa desviación de Freud en esa profecía es también reveladora, como —repito— casi todas las que en Freud podemos encontrar.
Esa especie de huida es lo más que puedo encontrar que revele también algo semejante al terror masculino, pero ya veis que, lejos de ser un terror frente a la picha, frente al aparato del poder, es, por el contrario, un reflejo de terror frente al propio sexo, frente al sexo de una misma, lo que aparece.
En lo que os voy a entretener ahora, para irme acercando a terminar, es en el fenómeno, muy importante, de las inversiones o de las vueltas del revés con las que muchos de estos fenómenos o apariciones se presentan en nuestra sociedad.
Por ejemplo, la relación del sexo con la procreación, con la genitalidad. Sabemos que el truco para conjurar el peligro del sexo amenazante de infinitud de las mujeres es ligarlo con la ma­ternidad, convertirlas en madres, pensar de antemano: «Lo que desean realmente es un niño, lo que quieren es ser madres». El procedimiento es tan tradicional, tan repetido, que apenas ten­go que insistir en él.
Bueno, pues ya veis cómo esto es la inversión de lo que se da de hecho. Es en el hombre en el que el placer está ligado así necesariamente con la genitalidad, con la procreación. Es en el hombre en el que el supuesto orgasmo se liga con la eyaculación y, por tanto, con la procreación. En cambio, el placer de las mujeres es gloriosamente inútil, no vale para nada. No sabemos si las hembras de los animales sienten algún placer (¿cómo vamos a saberlo?, claro, no estamos dentro de los animales. Sobre esto del espejo de los animales volveré más tarde), pero en todo caso, en las mujeres el placer es inútil; y es curiosa la fábula, que dura hasta la Edad Moderna bien avanzada y que entre los antiguos recoge, por ejemplo, Lucrecio, del semen femenino, la creencia de que para la procreación tenía que darse una especie de confluencia de los dos semina, del semen masculino y del femenino; es decir, como si los flujos femeninos tuvieran que tener algo que ver necesariamente con la procreación, como los flujos masculinos.
Esta es, como veis, una necesidad de ocultación, de disimulo, que tiene que ver con la vuelta del revés de que hablo. Es, por desgracia para nuestro sexo, el masculino, donde la paternidad está ligada al placer, el placer condenado a la amenaza de la pa­ternidad, mientras que en las mujeres el placer no está ligado a nada, no sirve para nada; es, parece, un lujo de la naturaleza.
Otra de las formas de inversión tiene relación con esto: es la del axioma jurídico del «Pater incertus, mater certissima»; lo que también se dice en español, con el refrán: «Los hijos de mis hijas, nietos míos son; los de mis hijos, lo serán o no»: toda esa obsesión respecto a la verdad, o más bien realidad, de la pa­ternidad que acompaña toda la historia del sexo masculino. El pater es incertus en el sentido de que, en efecto, los esperma­tozoides que rodean al óvulo son sin fin, en principio. ¡Cualquiera sabe cuál es el que llega a ser el verdadero culpable o respon­sable de la paternidad!, etc. Pero esto es un recubrimiento del hecho de que la esencia de ser pater es ser certus precisamente; el pater, la paternidad, es lo que es certum, es decir, definido, definitorio, limitado por tanto, como todo ser y toda definición exige; mientras que es la mujer la que es incerta, en el sentido de indefinida, ilimitada. He aquí cómo hasta en el esquema jurí­dico, pues, podemos descubrir una forma de inversión.
Inversión en el psicoanálisis: presentación del “clítoris” (“clítoris”, palabra, otra vez, medicinal; apenas hay en el lenguaje po­pular, por más que los busque, términos lo bastante extendidos: la pepitilla, decían algunas veces por allá en mi tierra, ¿no? No hay término popular: a ese troceamiento sólo el lenguaje medi­cinal y pedantesco puede llegar), interpretación del clítoris: es una verga pequeñita, es un pene raquítico. Vamos a ver cómo esta interpretación consiste en una inversión de la verdad. Lo que en verdad puede compararse con la picha, no es, por supuesto, el clítoris: es el todo, el cuerpo entero de las mujeres. Esta es la ver­dad: el clítoris es como un pretexto, una de las muchas posibilidades o puntos que pueden servir: pero lo que es objeto del placer, de la perdición en el placer es, evidentemente todo el cuerpo.
Es decir que, como ya alguna vez se ha vislumbrado, el sexo masculino tiene un representante para el amor: la verga, la pi­cha, tiene un representante suyo y él está desdoblado. El hombre está desdoblado: el resto del organismo sirve, ya se sabe, para lo que está mandado, para el trabajo, para la guerra; está hecho para eso; y luego tiene un pequeño representante, un representante cuya insignificancia se mide por centímetros, y la fanfarronería masculina se aferra a esos pocos centímetros como si fuera una cosa del otro mundo, ¿no?; pero, del otro lado, no son unos pocos centímetros: es todo el metro y medio o más del cuerpo humano el que puede corresponder como órgano de placer, como órgano hecho para el amor.                 
La manera en que en la masturbación misma los hombres tratan a su propio aparato es una forma más de comprobar hasta qué punto la equiparación es entre eso y el cuerpo total de la mujer; y que, por tanto, la reducción del clítoris a pene es una falsificación interesante, reveladora.
Es curioso que con respecto a la verga se da una paradoja, que es que es por un lado el órgano aparentemente destinado al amor, destinado al placer, pero al mismo tiempo es el que por su propia constitución convierte ese placer en un arar, según la metáfora tradicional, en un trabajo, en un propiamente hacer el amor. Esas son las dos caras antitéticas que, de pasada, entre paréntesis, quería hacer notar con respecto a la verga, al sexo masculino, al otro sexo.
Pasamos a las nociones últimamente desarrolladas de orgas­mos y demás, nociones verdaderamente traidoras contra el sexo femenino, raíz de mucha de su perdición en la mayor parte de las mujeres. Recuerdo el testimonio de otra muchacha (18 años) des­preciando el placer de los hombres, es decir, dando la vuelta a la situación tradicional, con otra inversión típica: «No sé cómo les puede gustar eso». Ella, implícitamente, comparando con el ver­dadero objeto de disfrute que podía ser la mujer, el sexo («No sé cómo les puede gustar eso. No sé qué interés pueden tener»), ella quería dar la vuelta a lo que está dado vuelta de ordinario: porque se supone que son los hombres los que buscan eso, los que buscan el placer. ¿Por qué? Pues porque lo pagan. ¿Qué tes­timonio hay más evidente de que es uno el que lo busca y el que lo quiere sino el que lo pague? Que lo pague con el matrimonio, que lo pague con el trato de la prostitución, es igual, pero lo bus­ca y lo paga. Así es como se supone que son los hombres los que disfrutan de las mujeres, es decir, al revés de lo que esa muchacha quería decir dándole la vuelta a la cosa.
En realidad, la sumisión de la mujer a los orgasmos —únicos, plurales, sucesivos— es una sumisión a las formas de placer mas­culinas. Es ahí donde ha nacido toda esa noción de la frigidez que domina entre nosotros. El orgasmo se convierte, como muchas ve­ces para los hombres, en algo que hay que perseguir, como un fin, como un premio, como una paga. Entonces, el placer está per­dido; el placer desconocido, imprevisto, está perdido; aquello se convierte en un trabajo: la imposición de lo teleológico anula cualquiera de las posibilidades que el sexo por excelencia, el feme­nino, podía tener en sí.
Respecto al placer de las mujeres, vuelvo otra vez un poco sobre el espejo de los animales, porque esto es otra de las apari­ciones de la inversión, de la vuelta del revés, que me parecen interesantes. La recordáis que hace unos siete u ocho años Mary Sherfey[1] sacó un estudio acerca de la insaciabilidad de las monas, una cosa bastante insólita y un estudio —creo recordar— que era modestamente aterrador para los lectores masculinos, en cuan­to que podían, efectivamente, ver a las mujeres en las monas.
Pero me importa aquí una inversión de ámbito mucho más amplio y de gran importancia, que es la inversión misma del tiem­po, de la idea de evolución. ¿Qué es eso de los animales?, ¿qué es eso de la roca viva que al principio os decía que Freud pensaba encontrar debajo de las convenciones sociales?
Los animales son para nosotros objetos de la Ciencia. Las monas y los monos no nos son nunca conocidos directamente, sino como objetos de una Zoología, de una Biología; de ahí que pueda haber un engaño; ¿por qué tenemos que suponer que las monas, por ejemplo, eran insaciables y que luego las mujeres, con la evolución, se han hecho menos insaciables, más fácilmente sometibles que las monas de Mary Sherfey? Podemos, igualmente, con la misma razón, suponer del revés; podemos suponer que la mujer es el único animal verdadero, Eva en el paraíso, el único animal de verdad, el único animal capaz de la pérdida en el placer, en esa infinitud de la que vengo hablando; y que los animales son degeneraciones: los monos descienden de los hombres, las monas de las mujeres, y las monas de Mary Sherfey son un estadio ya muy degenerado de la capacidad de las mujeres para el placer sin fin; esa supuesta insaciabilidad no es más que un recuerdo en la degeneración, y las yeguas, y las burras y los animales cada vez más abajo, cada vez más degenerados, cada vez más alejados de esa posibilidad que al único animal verdadero, a la mujer, se le ofrecía. Tanta razón hay para esto como para la visión evo­lutiva normal que la Ciencia y la ideación habitual nos ofrecen. Hay, probablemente, una inversión del tiempo en toda esa idea del progreso y de la evolución, y, por si sí o por si no, siempre conviene corregirla, al menos, dándole la vuelta, poniendo del re­vés lo que está del revés, para ver si así queda del derechas.
Ceso también con esto de las formas de inversión (podría encontrar otras muchas) bajo las que el hecho aparece: el hecho, es decir, esa amenaza constante del sexo de las mujeres, del sexo sin fin, ilimitado, sin un fin, incontrolable, imprevisible.
Terror primariamente para los hombres; secundariamente para las mujeres sometidas. Se plantea ahora la curiosa cuestión de por qué, diciendo esto que digo del coño, o más bien diciendo el coño esto que está diciendo por mi boca, si es que acierto, se da, sin embargo, que la mayoría de las mujeres, no sólo es que sean más o menos frígidas y que, como decía honestamente en su can­ción Georges Brassens, «el 95 % de las veces la mujer se aburre follando», con un cómputo probablemente bastante razonable, no sólo que sean frígidas (y lo son por lo que antes he dicho, por la razón teleológica, por el establecimiento del placer como un fin, como algo que hay que perseguir; la sumisión, por tanto, a la ley del trabajo), no sólo que sean más o menos frígidas, en con­tra de todo lo que vengo diciendo del infinito sexo femenino, sino que además sean, en general, también bastante gilipollas, tanto más o menos como los hombres, y con frecuencia superando la cuota; no tal vez, en general, tan pedantes ni brutales como puedan ser los tipos de este sexo, pero gilipollas sí.
A lo mejor la noción de “gilipollez” no os parece lo bastante técnica. Yo voy a precisarla dentro de lo posible. “Gilipollez” quiere decir asimilación de las ideas impuestas desde Arriba, pero asimi­lación en el sentido de que se las toma como ideas y gustos per­sonales de cada uno.  Esto pienso que es una definición de la gilipollez bastante acorde con el uso habitual. Y es evidente que de la condena a esto no se escapan ni las mujeres ni los hombres. Pero este misterio de cómo es que, siendo el sexo femenino esa cosa que ha estado él mismo diciendo todo este rato, las mu­jeres en su mayoría sean así, no es mayormente tampoco miste­rioso. Como Heráclito dice respecto a que, por un lado, la razón es de todos, pero, por otro lado, hoy por hoy, los más, la mayoría, es como si no tuvieran razón, porque piensan tener cada uno la suya, lo mismo que de la razón se dice, se puede decir de esa cosa misteriosa, irracional del sexo.
La mayoría de ellas, la mayoría democrática de las mujeres, en efecto, no participan de todo lo que el coño viene diciendo acerca de sí mismo. Pero ¿por qué? Precisamente por lo mismo, porque lo tienen, porque ellas lo tienen, porque es de ellas; es decir, es una posesión, es algo sometido al alma: es (¿habéis visto cómo dicen en los trenes «objetos personales», que no debe uno dejarse olvidados?), pues es un objeto personal, es precisa­mente esa cosa maravillosa que es un objeto personal. Y, claro, evidentemente, puede ser las maravillas y las infinitudes que sea el coño, pero, convertido en un objeto personal, la verdad es que acaba por no tener mucho interés ni librar a la propietaria de ninguna de las condenas que son comunes a la humanidad.

Es precisamente en eso, en la sumisión a la personalidad, donde pienso que se desanuda esa paradoja de que, siendo el coño lo que él dice, las mujeres, en la mayoría de los casos y en la mayoría de los momentos, ni ellas mismas puedan reconocer la verdad profunda de lo que aquí se está diciendo, tratando de ra­zonar la irracionalidad.

Me acerco a terminar (casi termino) haciendo constar que, a pesar de lo que pase con la mayoría de las mujeres, sigue siendo razonable esto que el sexo de por sí, el femenino, está diciendo de sí mismo: es una amenaza de infinitud, de indefinición, de pérdida, para el Poder, para toda la sociedad establecida.
¿Es una aparición de la muerte? No: otra cosa. Esta dialéctica conviene analizarla. Fijaos bien en que ‘muerte’ hay que escribirlo siempre propiamente entre comillas simples; ‘muerte’ es una idea, siempre, necesariamente, puesto que la muerte es futura: otra no se conoce. La muerte es futura: la verdadera, la de uno, es futura siempre. Por tanto, es una idea. Ahora bien, frente a la idea de ‘muerte’, no se puede contraponer la idea de ‘vida’ entre comillas simples, porque la idea de ‘vida’ es lo mismo que la idea de ‘muerte’: ambas son ideas y, por tanto, muerte.
Frente a la idea de ‘muerte’ o de ‘vida’, que da lo mismo, lo único que se contrapondría sería la vida, sin comillas, la vida no sometida a nombre, no definida. Esto es lo que amenaza en el sexo: no la muerte, sino precisamente esa pérdida en la infini­tud; no la muerte de la vida, sino la muerte del ser, es decir, el derrumbamiento de la seguridad de cada uno en sí mismo y, por tanto, de todo el Estado en general.
Eso es lo que ahí aparece, y eso es lo que el coño os tenía que decir, pensando que en todo lo que haya algo de revelación, de levantamiento de los disimulos o formas de engaño establecidos por el Poder, hay una simiente de acción, de rebelión. La reve­lación es necesariamente rebelión. Y ya supongo que sabéis con­tra qué, aunque sigáis, como yo, sin saber muy exactamente qué es aquello que se levanta contra el Poder.

Agustín García Calvo - Santander, 1986





2 comentarios:

  1. Una tarde, hace unos cuantos de años, al volver de un curro en que me había metido, una pequeña fábrica, andaba en una habitación que tenía alquilada o así... y me ponía a escuchar radio 3. Apareció por allí esta voz, sin escritura aún, del coño hablando por otra boca. De otra boca hablando por el coño. Al ir escuchándola, como si nada, -creo recordar que andaba pintando algo- me dejó para el resto enamorao de que se puede hablar. Era lo que yo hubiera dicho pero no me salía! Ya andaba uno medio mayorcito y metido a duras penas en su vida, pero -alegría!- como si nada se podía decir, y ni un punto de pensar en autores o filosofías! nada. Escuchar esa voz, y dejar para siempre de creer en nombres, como ya sentía, de manera que me fijé cuando dijeron el nombre propio aquel y allá me fuí, dejé el trabajillo, y a eso de las Filologías me fui, que venía yo de las Ingenierías y me había retirado ya de ello. Y a cuaquier lao donde pudiera escucharse lo que de mucho antes ya estaba escuchando sin darme cuenta. ¿A alguien le parecerá esto -solo- una cosa de mi Historia personal? Pues que le vayan dando con la Suya! Gracias Huga, por traérmelo de nuevo este recuerdo tan vivo!

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    1. de nada y gracias a ti

      Que bien hablas y con tu emocion me recuerdas a mí y al maestro lo vivo de Agustin.

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