Entro a tratar aquí de algo sagrado. «Sagrado»
quiere decir, como a muchos de vosotros os suena, desconocido. Lo sagrado es lo
desconocido, lo que no se sabe. De forma que, sea lo que sea lo que habéis
pensado que pueda haber bajo títulos como «Sexo», «Sexualidad», mi intención es
hablar justamente de ello como desconocido y, por tanto, como sagrado, con ese
respeto irrespetuoso que lo sagrado me merece y en contra de la falta de
respeto con que de ordinario se le trata.
Es desconocido; es sagrado.
Bien querría que mi boca acertara en este rato a darle voz y razón al coño,
esa boca que no habla. Que no habla nunca: cuando otras bocas hablan por él, no
es él el que habla. El intento es que el coño pudiera hablar, el coño mismo, y
que esto sirviera para llegar a darle en cierto modo voz y razón.
Frente a esto, está la falta
de respeto habitual, el intento constante de disimular lo desconocido, de hacer
creer que no es desconocido, de hacer creer que se sabe. Y que, por tanto, se
puede manejar y contar. Las muestras de esa falta de respeto son innumerables.
Esta misma sesión o cursillo en el que estamos es una muestra: es una falta de
respeto, y es una pretensión de disimulo de aquello que amenaza como
desconocido. Se piensa que bajo título de Filosofía
y sexualidad u otro
cualquiera tenemos un tema, un objeto, del que podemos hablar, al que podemos
reducir a lo conocido.
Pero las muestras de falta
de respeto son innumerables: la manera en que se trata eso que se llama cuerpo
(empezando por llamarlo cuerpo ya), en que se le trata a trozos
en la medicina, en la vida corriente, en que se llega realmente cada vez más a tener los órganos y los miembros, a
poseerlos, y, por tanto, poder hacer donación de riñones, de hígado, de ojos,
de lo que sea, esa fragmentación y esa pretensión de poder manejar a trozos y
por entero eso a lo que pedantescamente se llama cuerpo, es una de las más
flagrantes faltas de respeto de aquello desconocido que querría que hablara un
poco por mí.
También el empleo para las
cosas sexuales de nombres médicos, de cultismos grecolatinos nacidos en la
medicina y que sirven como una especie de anestesia para aquello amenazante
que pudiera haber por debajo de los nombres, esas cosas de decir pene, coito, y nombres por el estilo, son de
por sí ya una muestra del intento de aniquilación de esa amenaza de lo sagrado,
de lo desconocido, lo que querría que estuviera hablando por mí, en cambio.
Es curioso que esa
pretensión de la denominación, del dominio por la denominación y especialmente
por la denominación pedantesca, medicinal, grecolatina, tiene una raigambre que
no sólo se da en la literatura tradicional de los represores, de los confesores
(de los confesores, sobre todo, del momento de florecimiento del
confesionario, en el xvii y
por ahí), sino también en la propia literatura galante. Se da por supuesto en
las recetas y la casuística de confesionario: evidentemente, si el confesor
sabe ya de antemano cuáles son los pecados que se pueden cometer y los tiene
catalogados de alguna manera, si puede determinar si, por ejemplo, realizar el
coito en la parte exterior del campanario constituye sacrilegio o no, o si la
introducción del miembro viril hasta cierto punto constituye coito completo o
no lo constituye, si puede hacer eso, es que ya se sabe todo: todo está ya manejado
y sabido de antemano: se está anulando cualquier posibilidad de que surja lo
imprevisto, lo desconocido. Pero también con el diálogo galante de los mismos
siglos y los anteriores, hasta culminar en La
philosophie dans le boudoir, también
en este género no puede faltar
esa pedagogía de la denominación: una lista de nombres medicinales,
grecolatinos, pedantescos, que se le ofrece, por ejemplo, a Eugenia, a la
aprendiza de amor, en la propia filosofía del boudoir. Todos esos intentos, por un lado y
por otro, son intentos, como veis, de domesticación, de anulación de lo
desconocido, de conjura de la amenaza que en ello puede haber para los hombres.
No quiero hablar mucho de
los grandes procedimientos de anulación de eso desconocido, que son las
instituciones primordiales del matrimonio y de la prostitución. En otra parte
ya he hablado de cómo el matrimonio, institución que no sólo se refiere a las
formas consagradas por la Iglesia o por el Estado, sino a cualquier formación
del tipo de eso que suele llamarse pareja, constituye un intento sobre todo de
domesticación de lo no sabido, un cambiazo por el cual, a costa de perder
aquella posible amenaza de vida que en el amor había, se nos da una cierta
seguridad, una cierta domesticidad. La prostitución es complementaria: lo que
se paga, aquello que se puede comprar y vender, es, por excelencia, lo sabido.
Ninguna prueba hay para el concepto mejor que la del número. Si, en efecto,
puedo pagar por un servicio, es que ya sé lo que estoy pagando. El dinero es la
prueba del saber. Y, por tanto, en el matrimonio como en la prostitución, se da
lo uno y lo otro, en el matrimonio y la prostitución, en sus formas más
arcaicas o en las formas más desarrolladas que en nuestra época dominan.
En fin, si encontráis en las
propias proclamaciones de los muchachos estos decenios pasados, algunas del
tipo «Haced el amor», «Faites l’amour, pas la guerre», esa expresión misma de
«hacer el amor» (que, entre nosotros, es un galicismo introducido a través del
lenguaje eufemístico de las señoras más bien, pero que ha tenido su éxito), esa
expresión misma encierra mucho de lo que estoy queriendo sugeriros como
procedimientos de anulación de lo desconocido, de domesticación, de
falsificación: hacer el amor implica que realmente es algo que se hace, es
decir, una acción; es decir, en definitiva, un trabajo: es algo que depende de
la voluntad, es algo que está sometido a las facultades llamadas superiores; y lo que está sometido a
las facultades llamadas superiores (la voluntad, la deliberación), es algo que
está sometido a las facultades superiores de la sociedad, al Estado, al
Capital. Hacer el amor implica deshacer cualquier posibilidad de que pase algo,
que pase algo que yo no pueda dominar, y que, por tanto, el Estado no pueda
dominar: que pase algo imprevisto, desconocido, incontable. Cuando se dice
«Faites l’amour, pas la guerre», se ve el engaño en el que los que así
proclamaban caían: es un típico caso de la paloma perdida por haber abandonado
a la serpiente, que debe acompañarla siempre, según la recomendación del
Evangelio. Se cae ahí, por buena voluntad, por ingenuidad, en un engaño que
hace olvidar que justamente la guerra, la guerra de los sexos o como queráis
decir, es esto en lo que estamos, y que no se puede hacer esa contraposición de
hacer el amor, no la guerra, porque hacer el amor quiere decir intervenir ya
activamente en esta guerra que consiste sobre todo en la anulación, en la
domesticación, de aquello desconocido, que bajo nombre de sexo, nombre de amor, o de cualquier otra manera podía
estar latiendo por ahí debajo.
Por desgracia, sucede que
esto no es una mera proclamación verbal: sucede que la jodienda, el coito con
su nombre más medicinal, se convierte, en efecto, en la mayor parte de los casos,
en un hacer, en algo voluntario, en algo dominado y que paga la pérdida de
cualquier amenaza de paraíso para conseguir a cambio eso: el dominio, la
sumisión, y, por tanto, la seguridad para vivir: el disimulo de lo desconocido
y la tranquilidad respecto a que nada del otro mundo está pasando cuando se
hace eso que se llama hacer el amor: que eso también está dentro, que no se va
a descubrir ni nos va a pasar nada verdaderamente nuevo y extraño.
Pues bien, aquí también,
como os decía, estamos en un caso de intento de disimulo. Venís aquí,
sabiéndolo más o menos, a que se os tranquilice respecto a la cuestión, a que
se os asegure, a que de manera más o menos científica o más o menos heterodoxa
se os diga que se sabe qué es eso de lo que estamos hablando, que el sexo, la
sexualidad, queden convertidos también en
un objeto, un objeto de saber, de investigación, y, por tanto, en algo inocuo,
algo que no nos pueda sorprender y hacernos nunca mayor daño.
Quiero, a este propósito,
recordar a Freud (al que recordaré unas cuantas veces más a lo largo de esto)
de una manera ambigua: porque el psicoanálisis no era una ciencia, era en
cierto modo lo contrario de la Ciencia: era una disolución: era algo que ponía
en peligro precisamente esa integridad o estructura del alma humana (o del yo,
con un nombre más moderno), mientras que ya desde el propio Freud esa
disolución o descubrimiento peligroso se acompaña de intentos más o menos
afortunados de volver a la asimilación, a la domesticación. En ese sentido,
pues, recuerdo un precioso ensayo de sus últimos años que se llamaba Análisis terminable e interminable, en el cual muestra de una manera
muy clara cómo después de haber levantado las capas sucesivas impuestas por la
sociedad y por las convenciones, al fin se llega a lo que él dice la roca viva,
que es la animalidad, aquello que está por debajo de todo eso. Pero esa roca
viva es en verdad un mar, el mar sin fondo; y en cambio, esa roca viva que
pretende ser la animalidad, la vida, cualquier nombre, en verdad no es más que
la Biología. Lo que encuentra Freud debajo de todo eso se llama la vida o la
animalidad, pero es, en verdad, la Biología: lo que encuentra es la Ciencia: lo
que el psicoanálisis piensa encontrar cuando ha agotado su labor negativa,
destructiva, creativa, de levantamiento de ocultaciones y convenciones, esa
roca viva, suelo firme que piensa encontrar, sólo lo es gracias a que no es en
verdad el mar sin fondo, ni la vida, ni nada de eso, sino Biología, Ciencia.
Lo que ahí debajo encuentra Freud es otra vez la Ciencia y la fe en la Ciencia.
El cree saber algo de aquello porque la Ciencia se lo dice, porque hay una
Ciencia (Biología, Anatomía, Zoología y demás) que le explica bien qué es eso
del animal, qué es eso de la vida. No es sino un caso de la falsificación
constante, por la cual, dado el dominio social de aquello a que se alude como
Naturaleza, para nosotros la tierra se convierte en Geografía, y así también el
cuerpo en Anatomía, y así también la vida en Biología. Y cuando pensamos
encontrar algo firme, es gracias
a que encontramos, no ello, sino el saber de ello, el saber científico.
Vengamos, pues, a ver qué
diablos es esto a lo que suele llamarse en nuestros días sexo. Querría que la
figura que aquí tomáramos fuera justamente el revés de la figura de los sexólogos,
abundantes en nuestra época. Sexólogo encierra en el segundo término la
alusión al lenguaje y a la razón y como primer término, el sexo: se trata, en
verdad, de desarrollar una ciencia, un saber, no un razonamiento, sino una ciencia,
un saber, acerca de lo que el primer término tiene denominado como sexo. Querría
que aquí, por el contrario, fuera otra vez el sexo el que fuera lógos, que fuera la irracionalidad, lo
desconocido que está por debajo, lo que de alguna manera, al tomar voz de
razón, destruyera todas las -logias, todas las ciencias o saberes pretendidos
acerca de ello.
La historia de la palabra es
realmente muy interesante, y en medio de
la infinidad de tesinas inútiles que se hacen todos los días entre nosotros, tesinas y tesis,
he aquí una que sería, a mi parecer,
verdaderamente útil, que sería estudiar un poco más detenidamente de lo que yo
he podido hacerlo la historia de esta palabra.
Esta palabra latina empieza, evidentemente, queriendo denominar las clases
fundamentales, los dos sexos y la oposición entre ambos sexos. En latín antiguo
la palabra no tiene otro sentido más que ése: sexus quiere decir «uno de los dos
sexos», o, como el otro término, secus, que a veces aparece en los autores
arcaicos (muliere ac airile
secus), el sexo, es decir, la
división o clase, viril y mujeril, masculina y femenina. Inútil buscar en la
antigüedad más usos de la palabra.
Si me permitís por un
momento un paréntesis lingüístico, pienso que es bastante razonable pensar que
podemos arreglarnos con una sola raíz, que se escribiría seH (-H para designar una aspirante
perdida desde la prehistoria, una de las que a veces se llaman laringales),
para explicar al mismo tiempo el prefijo de separación sè- que se usa en latín, y al mismo
tiempo el adverbio secus, que quiere decir «por separado»,
«separadamente», y también, lo que para mí sería lo mismo (un uso nominal de
ese adverbio), el nombre secus a que antes he aludido y el otro
derivado, que es el que ha tenido éxito en nuestras lenguas, sexus. Todos vendrían de lo mismo, de la
idea de «separación».
En la época moderna, la
palabra, pienso que a mediados del xvii (pero
aquí, repito, llamo a la realización de esa tesina o tesis útil, que no está
hecha), el nombre empieza a usarse para aludir precisamente a una de las dos
clases, como si una de las dos clases fundamentales de la Sociedad fuera el
sexo por antonomasia, el sexo por escelencia. En autores de fines del xiii y todavía en el xix,
franceses especialmente, podréis encontrar que «le sexe» es el femenino, naturalmente. El
sexo es lo femenino; y así debió la cosa seguir funcionando, al menos durante
un siglo, hasta que sólo —pienso yo— después de mediados del siglo pasado
empiezan las primeras apariciones con este significado que hoy queremos darle a
la palabra.
Evidentemente, este
significado de «sexo», «sexualidad», que a nosotros tanto nos suena hoy y bajo
Cuya bandera venimos a este seminario, es una derivación de ese estadio
intermedio en que sexo quiere decir el sexo femenino: el
sexo, la sexualidad, son, naturalmente, como esta incursión etimológica nos
muestra, las mujeres: es lo femenino lo que es el sexo y lo que es la
sexualidad. Y esto, naturalmente, es independiente de cualquier forma que las
relaciones humanas puedan adoptar: homosexuales, heterosexuales, da igual:
sigue siendo válido en general que el sexo no es otra cosa que lo femenino.
Naturalmente, este último
significado, esta última evolución semántica de la palabra sexo, sólo se
explica como correlativa del previo desarrollo de la palabra amor en el sentido que podemos
distinguir como «Amor con mayúscula». Solamente apoyándose en esta evolución de
la palabra (desconocida, por supuesto, de los antiguos) que separa un Amor con
mayúscula, el amor de verdad, el amor de toda una vida, el amor único, etc.,
etc., podemos explicarnos que la palabra sexo llegue a tener un sentido que es
rigurosamente contrapuesto y complementario: quiere decir «hacer lo mismo, que
le pase a uno lo mismo que en el Amor, pero sin Amor», sin Amor verdadero.
Así es como sigue valiendo
la palabra en nuestros días. Seguimos llamando sexo con más o menos asco o con
más o menos exaltación a aquello que precisamente es lo mismo que en el Amor,
pero sin Amor de verdad. La evolución semántica es paralela a aquella que hace que la noción
misma de «cuerpo» se desarrolle, empezando esta vez ya desde los antiguos, como
correlativa e inmediatamente después de que se ha
desarrollado la noción de «alma»:
veis bien el paralelo y no tengo por qué insistir en ello. Así como el cuerpo
se desarrolla por imitación de y en contraposición con el alma, así esto que
llamamos sexo hoy día se desarrolla en contraposición con y por imitación de
aquello que se llama el Amor verdadero.
Entre los dos se arreglan
para impedir cualquier aparición de eso desconocido que querría que estuviera
hablando por mí. El pecado contra el amor sin mayúscula ni minúscula es
justamente la separación; y en este pecado estamos incurriendo todos los días:
esta insistencia en la separación entre lo que es Amor de veras y lo que es
sexo es justamente el fundamento de todas las nuevas y más poderosas formas de
represión. Permitidme que emplee, aunque sea un poco entre comillas, este
término: «pecado». Ese es el pecado contra el amor, que quiere decir el pecado
contra lo desconocido, contra lo imprevisible, contra la vida. Hay un pasaje de
una de las cartas de Freud a Fliess, a los últimos
años del siglo, o los primeros de éste que ha atormentado a los editores
bastante, y a los comentadores; es un momento en que aparece el nombre de lo
femenino: aparece lo femenino en la carta, y Freud en el manuscrito lo dota de tres cruces seguidas. Estas tres cruces son las que han sido objeto de
mucho comentario y tormento para los editores: ¿Cuál es el sentido de esas tres
cruces que acompañan a lo femenino? Algunos de los editores dicen, con razón,
que Freud se hace cruces. No es imposible: es normal que un signo de tres
cruces represente gráficamente el persignarse (ya sabéis, así, con las tres
[el orador se persigna]) y que esto se dé en un judío no sería tampoco un
inconveniente grave; probablemente la gesticulación del persignarse y su
simbología es independiente del carácter de judío o no que Freud tuviera. En todo caso, hay
ahí una especie de signo supersticioso para alejar el maleficio, para alejar de
alguna forma algo que se siente como demoníaco, como amenazante. En el momento
de trazar esas tres cruces Freud es bien consciente de algo que después,
durante largo tiempo, hasta los últimos años, va a olvidar, que es eso de lo
desconocido y, por tanto, peligroso, que pueda haber detrás del término de «lo
femenino».
Vamos a fijarnos un poco en
qué es entonces eso desconocido, peligroso, amenazante, que en lo femenino
pueda haber, siendo lo femenino, como antes he mostrado, el sexo propiamente
dicho, siendo de aquello que ahora llamo femenino de lo que se alimenta la
nueva noción de «sexo» entre nosotros. Tenemos que conocerlo a través de su
forma de presentación histórica; esto desconocido, esto peligroso, se nos presenta
como dominado; por tanto, entre las otras formas de dominio, como sabido o
pretendidamente sabido; ya que no hay forma de dominación que no se acompañe de
o esté fundada en la pretensión de saber. No hay poder sin mentira; no hay
poder sin ejercicio de esta falsificación del saber.
Las mujeres, pues, lo
desconocido, son en su aparición histórica el sexo dominado. Son el primer
ejemplo de la dominación. Os voy a decir unos cuantos tópicos que no por serlo
dejan de ser verdaderos. Son el primer ejemplo, el primer caso de dominación. Son
la primera forma de dinero, según la vieja concepción de Engels. Son la primera
forma de dinero, es decir, el intento más flagrante de reducir la cosa
desconocida, incontable, innumerable a concepto, a representación abstracta de
las cosas, que eso es lo que es el dinero; y las mujeres son, evidentemente, la
primera forma de dinero; como la contraposición de los dos sexos es la primera
lucha, la primera forma de la lucha de clases, es decir, de esa separación bajo
la cual trata constantemente de ocultarse la amenaza de lo desconocido.
En una obra de teatro que
saqué hace unos años que se llama Iliupersis, donde se cuenta (se cuenta no,
porque es una obra de teatro: se hace, se representa) la noche de la caída de
Troya, con Eneas y demás y sus mujeres, y donde el coro es el coro de las muchachas troyanas danzando entre las
llamas del incendio, hay un momento, una parábasis o interrupción de la acción,
en que las muchachas troyanas se quitan sus disfraces, dejan de serlo, se
convierten en lo que son, en las vicetiples, y se dedican a recitar unas
cuantas cosas a propósito de esto. Os voy a repetir uno de los trozos de lo que
estas muchachas o vicetiples dicen:
«Dijo el Inspector del Alma: “A toda hija
de papá
es la
envidia de ser hombre lo que la hace ser mujer”:
que ella
descubre que le falta el aparato del poder,
que ella
lo ve, que no lo tiene lo que se tiene que tener;
conque se
ve vacío ella y agujero y soledad,
y en lugar
de ser lo que es, es el revés de lo que es;
y que por
eso lo que busco es compensar y satisfacer
con lo que
sea mi vacío y falta constitucional.
Con
repollo, con perifollo, con picaporte o sacudidor,
con el
amor del gran pispajo y, gozo final, con un bebé,
tanto
mejor si nace entero y apto para mear de pie;
sólo con
esos consoladores puedo vivir a medias bien;
pero si
no, ¿qué soy?: un pozo de odio, envidia, ingratitud;
quiero
capar a mis hermanos, como capada yo que estoy,
y al que
de todos más envidio a ése... lo amo de verdad.
Eso decía
el cipotillo, como cipote que era él,
sin pensar
que a mí tres pitos me interesa mi interior
y que la
flor de dentro y fuera toda florece a flor de piel.
Pero al
Doctor y al sexo fuerte les decimos ¿saben qué?
Ea, niñas,
¿qué decimos a todo el sexo del Doctor?
[El orador, en nombre de las vicetiples, le
hace al público cuatro veces el gesto de la higa.]
Fue la
envidia en el principio: es verdad, y tan verdad
que antes
de esa envidia, hubo otra envidia del revés,
más
tenebrosa, más inmensa, más profunda que la mar.
Y si
me dicen “¿Quién envidia?”, “El que puede”, les diré;
porque
sólo los potentes impotentes pueden ser.
Y si
preguntan los señores “¿Y qué tenemos que envidiar?”,
a esa
pregunta, yo, señores, aunque pudiera responder,
no
respondo, por modestia, y por amor a la verdad.»
Voy a aprovechar un poco
estos versos, estas recitaciones de estas mujeres algo desmandadas de la Iliupersis. La relación con el poder, esta
aparición histórica del sexo desconocido y peligroso como dominado y
domesticado, no puede desconocerse nunca. La discusión durante largos años de
Freud contra Adler a este propósito es algo que no puede desconocerse; pero en
lo que no voy a insistir mayormente. Me interesa más mostraros un poco algunos
ejemplos de cómo aparece entre los hombres el terror, o la angustia, o la
extrañeza, o la aversión, frente al coño, frente a cualquier aparición más o
menos descuidada de aquello desconocido, que pueda estarles diciendo, sin
decir, algo por esa boca que no habla. Las apariciones son innumerables, y
tampoco voy a pararme mucho a grandes distingos sobre esos sentimientos a los
que he aludido con esa serie de palabras: aversión, terror, angustia y demás.
Una de las apariciones más
triviales es la del fetichismo, esencialmente masculino como sabéis. Frente á
otras interpretaciones de Freud, que aquí desbarra mucho (él piensa siempre que
en todo fetichismo se anda buscando de alguna manera o echando de menos el pene
de la madre; no sabe uno para qué diablos podría a uno servirle el pene de su
madre, pero en fin...), frente a eso, creo que una interpretación sana del
fetichismo es lo que dice la expresión popular «andarse por las ramas». Este
andarse por las ramas, tan característico de la masculinidad y que se muestra
en formas algo más extremas en el fetichismo, es una de las apariciones
indirectas, pero muy clara, de esa especie de terror, angustia, etc. de la que
he hablado.
Piensa Freud, cuando el
psicoanálisis trata de volver sobre la teoría, que el descubrimiento por parte
del niño de las zonas genitales (por decirlo con el nombre más pedante que se
me ocurre y más insultante) femeninas, y las de la madre en especial, es algo
como el descubrimiento de una falta. El niño ve que no lo tiene, como dicen
esas mujeres. Es falso, pienso. He recogido unos cuantos datos de niños a lo
largo de estos años. Los niños, en primer lugar, descubren el sexo femenino no
como una falta, sino como una herida, como una especie de hachazo.
Uno de los niños, de 9 años,
declara la repugnancia o aversión a mirar el coño de su hermanita, algo más
pequeña, porque es, literalmente, «como una herida». Es precisamente como una
herida.
Es curioso que esta herida,
efectivamente, va a sangrar con la pubertad, va a realizar de alguna manera esa
especie de temor infantil; y no hay probablemente entre todos los animales hembras
que podamos imaginar ninguna cosa tan escandalosa como la menstruación humana;
y que tantos latidos todavía de desconcierto pueda presentarles a muchos
hombres, ¿no? Recuerdo todavía cómo mi buen maestro Tovar, una vez, criticando
otra de las obras de teatro, el Feniz, se sentía, en medio de las
alabanzas por la obra, muy escandalizado de una escena en que Feniz se reboza
con la sangre menstrual de la mujer con la que está haciendo esa cosa que se
dice hacer el amor. Ese terror de la sangre persiste. Fijaos en que la sangre
es precisamente el elemento de Marte, es la guerra, pero aparece ahí, en
las mujeres, de una manera típicamente contradictoria. Los niños, con la
pubertad, por el contrario, van a dar leche; por el contrario leche.
Me conformo con esto para la
aparición como herida, y
paso a otra cosa que, en cambio, aparece mucho más desarrollada en el
psicoanálisis tradicional, en Freud: es la aparición como Medusa. El coño, y
especialmente velloso, apareciéndose como un objeto de descubrimiento
terrorífico para el niño, tiene, como cabeza de Medusa, la virtud de dejar a
los hombres petrificados cuando aparece: aquello que después encuentra una
especie de redención cuando Palas Atenea se la coloca sobre el pecho, formando
parte de la égida, de la armadura de esa virgen guerrera, de esa hija perfecta
de Zeus, que es Palas Atenea. Todo esto, efectivamente, es un simbolismo muy
rico del que sólo voy a sacar algunos hilos. Evidentemente, la aparición del
coño velludo, especialmente del de la madre, es traumática para el niño, es
profundamente terrorífica, se lo confiese o no (la represión puede ser más
temprana o más tardía), en primer lugar, porque la mujer, el otro sexo, es
esencialmente la desnuda, la carente de vello, es el caso justamente más
alejado de la animalidad en la visión corriente,
porque carece mucho más, está mucho más avanzada, diríamos, en el progreso de
alejamiento de la animalidad que los hombres del sexo masculino en cuanto mucho
más carente de vello, habiendo perdido mucho más el pelo de la dehesa, como se
dice. Por tanto, la aparición del coño velludo es la aparición del vello del
animal, pero precisamente en la desnuda, en el caso que se siente como más
avanzado de humanidad.
Cuando Freud se ocupa de los
contornos de Medusa, de esos vellos, naturalmente, según la aberración
inevitable, piensa que los puede equiparar a pequeños penes que andan danzando
por ahí; también los pelos se convierten en penes. Esto es una mentira, pero,
como muchas de las de Freud, una mentira muy útil, muy ilustrativa. Es evidente
que uno puede comparar más bien ese contorno de Medusa, aterrador, con una
multitud de clítoris agitándose (recordad la aparición de anémonas en el mar y
otras apariciones semejantes, ¿no?): penes, vergas masculinas, pero rodeando al
centro, al que no llegan. Comparad con esto la imagen de los manuales de
Biología que nos acompañan desde pequeños, la imagen del óvulo único rodeado de
millones de espermatozoides que intentan entrar allí. Órganos como clítoris,
perpetuamente fluctuantes en torno, o como pequeñísimas vergas que tratan de
entrar, sería más bien la interpretación del terror, de la angustia, que ante
esa visión puede surgir.
En todo caso, esto nos
coloca cerca de otra de las apariciones de las formas de terror más
tradicionales, que tiene mucho que ver con ella: es el gesto de hacer la higa,
que ustedes me han visto hacer ahora mismo al recitar el trozo de la Iliupersis. Es un ejemplo bueno de cómo la
aparición del terror, siendo ya ella un disimulo, siendo un conjuro, trata a su
vez de disimularse y confundir. Hay un texto de Rabelais, que creo que Freud
mismo recoge y usa, en que un diablo huye delante de una mujer que se levanta
las faldas y le muestra el coño, sin más: el coño directamente aparece como un
motivo de huida para el demonio; y si ese demonio es un demonio masculino, es
un representante, es decir, del terror masculino, entonces la imaginación de
Rabelais es muy exacta en ese caso.
En todo caso, hay una mala
interpretación respecto al gesto de hacer la higa. Su forma más corriente es
ésta [el orador hace el gesto, con el dedo medio agitándose sobre los otros
replegados por el pulgar]. Muchos de vosotros puede que hayáis caído en el error,
es decir, pensar que esto representa un poco ridículamente un pene que trata de
mostrarse en erección, amenazando. Es muy claro que no es así: esto, lo mismo
que esta forma [hace el gesto con la punta del pulgar asomando entre índice y
medio replegados] que aparece algunas veces también, es una representación del
coño, y la cosa aparece mucho más clara cuando se le opone al gesto de corte de
manga, que éste sí, evidentemente, éste sí [hace corte de manga] que es un
gesto fanfarrón y vanaglorioso, representación del pene en erección y
amenazando. Frente a esto, este otro es una representación del coño, y ambos
gestos vienen desde siglos inmemoriales presentándonos así los actos de la guerra
de los sexos.
Pero es importante que
hombres y mujeres desconozcan una cosa tan sencilla como ésta, hasta el punto
de que aseguraría que una buena parte de vosotros no lo había visto así, siendo
tan evidente. Esto es una representación del coño con un clítoris temblante,
y, por tanto, amenazando en el sentido que puede amenazar a los hombres la
cosa.
Pero el disimulo del conjuro
mismo es, como os digo, sumamente interesante también a nuestro propósito. He
aquí, por cierto, otra tesina o tesis útil frente a las mil inútiles que se
podrían hacer. Esta ya la recomendé una vez a un muchacho, que no la pudo
llevar a cabo por motivos verdaderamente trágicos y terribles, pero vuelvo
ante ustedes a recomendarla; creo que nadie se haya molestado en estudiar
estos gestos tan importantes, incluso la confusión que aparece, por ejemplo en
aquella escena del Libro de
Buen Amor en que el patán se
enfrenta al predicador para hacer por gestos una discusión teológica, y en
donde muchos de los gestos que aparecen, evidentemente, pueden reducirse al
gesto de hacer la higa.
Esto se hacer la higa, es decir que la relación con el
higo es clarísima, por otra parte, y es evidente que el higo, como la granada, son símbolos tradicionales
del coño, y no de otra cosa; es, por tanto, tanto más sorprendente que la
verdadera esencia de este conjuro no se haya puesto más claramente de relieve.
Pero el terror masculino
frente al coño, naturalmente, no se refiere sólo a las apariciones formales o
pictóricas, sino a las funcionales sobre todo: el terror masculino es el
terror a la cuantía innumerable.
El sexo dominante sabe que
es el dominante precisamente gracias a su limitación. El ser se funda en el
número. En eso que llaman las señoras hacer el amor se sabe muy bien que hay
una desigualdad tremebunda entre los sexos en principio: los hombres son
limitados, numéricos; el más atlético de todos los que se pongan a hacer el
amor, queda, por así decir, encerrado dentro de números que se cuentan con los
dedos de la mano, y generalmente sobran casi todos. Frente a esto, en el otro
lado no es que haya mucho sólo: es que no hay ningún motivo de limitación: se
siente que no hay ningún motivo de limitación más que, en todo caso, el puro
agotamiento, que no se podría llamar cansancio, porque el cansancio parece
correlativo del trabajo, y se supone que en este caso no se trataría de
trabajo.
Este terror de la
innumerabilidad del placer, o como se le quiera llamar, de la otra parte es,
evidentemente, una de las constantes que más aparecen del terror masculino.
Recuerdo Mesalina presentada por Juvenal: «Al fin, cansada, pero no rendida (se
refiere a una noche de Mesalina —estas fantasías masculinas—, que se había ido a hacer de
prostituta por algún sitio), pero no saciada de hombres», que dice, si no
recuerdo mal, el hexámetro de Juvenal. Pues esta aparición bajo múltiples
formas de la innumerabilidad es,
efectivamente, uno de los motivos más claros de terror.
Esto tiene mucha relación
con otra aparición del objeto de terror en que querría pararme un momento, que
se refiere a las formas de la masturbación y a las formas de la imaginación en
los dos sexos. La masturbación femenina es típicamente una masturbación ciega,
sin relación con imaginaciones, al menos precisas, de escenas ni de órganos ni
de partes del varón. Esta masturbación femenina, ciega, a lo mejor ha sido
precedida en la primera /infancia por una masturbación no ciega de la niña (no
he tenido tiempo de repasar un ensayo de la primera época de Freud que se llama
Pegan a un niño donde «pegan a un niño» aparece como una especie de fantasía
masturbatoria de niñas; no lo recuerdo con mucha exactitud, pero sé que era,
más o menos, así). Haya estado o no precedida de esa fase, la masturbación
femenina se presenta de ordinario, bajo múltiples testimonios, como
ciega. Eso deja a los hombres fuera. Algo de eso sienten: se les excluye del
verdadero momento de placer, o de abandono, o de arrobo, o de delicia, o de
delirio, o de pérdida en la vida, que a las mujeres les pueda corresponder y
que se daría precisamente ahí.
Esa exclusión, ese
desprecio, ese dejarlo fuera a uno, se siente muy bien, sobre todo porque,
como se sabe, la masturbación masculina es esencialmente imaginativa,
tenazmente presa en la imagen de una mujer, de órganos femeninos, etc., ¿no?;
pictórica; de manera que la contraposición no puede menos de sentirse por parte
del sexo dominante como una exclusión.
En general, la imaginación
en el sexo dominado (y ésta es tal vez una de las formas más escandalosas en
que aparece la dominación) es una imaginación sumergida, por así decir, una
imaginación dormida. Para cumplir con las funciones que dentro de la Sociedad
Patriarcal se le asignan (y toda sociedad es patriarcal, no lo olvidéis) como
sexo dominado, la mujer tiene que carecer de imaginación respecto a lo erótico,
respecto a lo amoroso. Es curioso que esta sumersión de la imaginación femenina
sea precisamente la preparación para el «Al que quiero es a ti», es decir,
para la llegada del Amor verdadero y del centrarse justamente en uno solo. Otra
vez la imagen biológica del óvulo con los espermatozoos, el momento en que de
los infinitos espermatozoos hay uno solo que entra, que adquiere una muerte
privilegiada, una muerte distinta de la de todos los demás y que, así, queda
sometido a las tareas de procreación junto con el óvulo; esto lo digo a
propósito de cómo la imaginación indistinta, vaga, inasible, que no puede dar
lugar a imaginerías visuales conscientes (esto es lo que quiere decir «sumergida»),
precisamente la preparación para el establecimiento de la imagen única,
férreamente impuesta en el alma femenina, del verdadero Amor, del único al que
se ama.
Todo esto frente a la
imaginación masculina, que, fijaos bien, es una imaginación consciente, por
supuesto, y ya dedicada más bien a trozos: se goza, también en el llamado
coito, pero sobre todo en la masturbación, con trozos de ella; se la separa, se
la analiza en la imaginación. Es la forma de imaginación más
contrapuesta que se puede imaginar a la femenina sumergida.
La imaginación femenina está acompañada de una especie de amnesia.
Sobre esto volveré ahora. En todo caso, deseo que quede bien claro esto: es el
hecho mismo de que el placer sea ilimitado en principio, sin fin, lo que lo
excluye de una imaginería consciente, la cual implicaría ideas, y, por tanto,
limitaciones. Es, por tanto, en esta percepción de lo vago, indefinido, por
tanto sumergido, de la imaginación femenina, donde encuentro otra de las
fuentes de terror para el sexo dominante y que es dominante precisamente por
ser limitado.
Ceso aquí en la enumeración
de apariciones diversas de terror, angustia,
aversión, repugnancia, etc., frente al coño que a los hombres pueda amenazar. Quiero
contraponerlas con lo venial, banal,
ridículo, del correlativo que podría ser el terror femenino ante la picha o la
verga, o cualquier cosa que se quiera llamar el órgano del poder, el aparato
del poder.
La cosa es, en comparación, ridícula, venial y superficial, y a este
propósito, como veis, entro en una discusión con toda aquella teoría de la inuidia penis que rige una buena parte del
análisis freudiano también.
Testimonios: por ejemplo, una niña de 4 años sentada en la cama con una
amiguita algo mayor, y señalando la verga del padre dormido, la verga medio
fláccida, dice: «Pitito, ¡qué guapo! Yo quería tener uno, pero...»
(encogimiento de hombros). Esto es todo lo más terrible que he encontrado en
cuanto a invidia penis en el análisis de niñas que he
podido recoger por todas partes; más allá de eso no he llegado: «Pitito, ¡qué
guapo! Yo quería tener uno, pero...». Esta es la cosa.
La actitud se parece a la
del chiste de las dos monjas —perfectamente inocentes— que ven al jardinero
meando contra una tapia, de forma que una de ellas le dice a la otra: «Mire
usted, hermana, qué cosa tan práctica». Esa es la alabanza y la envidia que se
puede sentir. Efectivamente, es una cosa práctica.
Es una cosa práctica para
efectos de la micción y para otros efectos más terribles, que son aquellos a
los que antes he aludido al hablar de «hacer el amor», es decirr la transformación de aquello
desconocido, incontrolable, imprevisto, en un acto, y, por tanto, en un
trabajo. Es, realmente, práctico: es un órgano práctico. Pero con esto van
envueltas también formas de inversión con respecto a la picha o la verga y a
su tratamiento por los dos sexos opuestos de las que tendré que hablar todavía
más tarde.
¿Qué más hay en las mujeres
que se pudiera equiparar, aparte de esa venial apreciación por lo práctico del
aparato del poder, que se pudiera comparar con el terror masculino ante el
coño? Bueno, de lejos, más de lejos, se podrían encontrar algunas cosas. Testimonio
de Viviana, de 17 años: Una y otra vez, deseo de «volver a meterse dentro» (de
la madre, se entiende; en su caso no había ningún amor especial por su madre en
concreto): deseo de volver a meterse dentro de la madre. ¿Qué era ese terror?
Es un terror, evidentemente, de este mundo: es un terror del destino que le
espera. Es decir, el destino de la sumisión al imperio del sexo dominante, que
es el establecimiento del Amor mayúsculo, con el cual, evidentemente, van
ligadas todas las pérdidas del placer anterior a la entrada en sociedad,
anterior a la madurez así llamada, la madurez social, que podían estarle
ofrecidas a la niña y a la muchacha. Es terror, más bien, ante eso.
Hay también una hipocresía
de las mujeres: es la atribución al padre (por ejemplo, los cuentos más o menos
justificados de violación por el padre, que también en los registros de Freud,
y después, se encuentran en muchas ocasiones): es una atribución hipócrita: es
un halago, al mismo tiempo que una inculpación; es característica, justamente,
de la situación ambigua de la niña o la muchacha medio sometida. Efectivamente,
por un lado halaga al poderoso: «El es el que tiene la culpa de que yo me haya
perdido o que yo sea desgraciada, o lo que sea», y al decir que tiene la culpa,
naturalmente, le hago un reconocimiento de poder, una zalema.
Lo más importante, tal vez,
es la amnesia respecto al placer, respecto al propio placer desconocido,
innumerable y vago, a que antes he aludido. Una vez vi una película
pornográfica con pretensiones. Se trataba de que una muchacha, Claudine Bécary,
se había prestado a presentarse a sí misma como documento: entre muchas escenas
verdaderamente poco graciosas y poco incitantes de coitos y así, había una
magnífica y larga masturbación por parte de Claudine, después de la cual venía
con el director una conversación, y entonces ella respondía..., primero, no
volvía (en fin, los múltiples orgasmos; después volveré sobre eso del orgasmo),
no volvía en sí; la llama el director: «¿Estás ahí, Claudine?», y dice: «Sí,
pero ahora tengo que olvidarme». Tengo que olvidarme
—quiere decirse— para el trato, para seguir hablando.
La amnesia respecto a los
momentos se placer más peligrosos de infinitud que en las mujeres puedan darse
es un hecho que uno puede recoger con frecuencia. Realmente se olvidan. Hacen
como si no. Reconocen que aquello no es compatible con este mundo.
El propio Freud, en una de
sus cartas a Fliess, recoge el caso de la muchacha de veinte años amante de un
banquero de sesenta que tenía muchas de esas cosas, orgasmos, en una misma
relación: cinco, seis, etc.; y por la cual el banquero le consulta a Freud; y
le consulta, sobre todo, precisamente por el fenómeno de amnesia: ella tiene
como desmayos o pérdidas, de los cuales una otra vez se encuentra testimonio:
en definitivo, huidas de la realidad, reconocimiento de la incompatibilidad de
aquello con esto. Freud, por cierto, en esa carta profetiza de una manera muy
malintencionada: dice: «El la casará, y será anestética (entonces no se decía
“frígida” y cosas de ésas) con su marido». No se da cuenta de que esa profecía
solamente se cumplirá precisamente en
el caso de que se trate de una sumisión al poder; que, efectivamente, el
matrimonio y la sumisión al marido quiera decir una sumisión, con la cual es
evidentemente incompatible aquello que todavía, por descuido, podía dársele en
la relación extravagante con el banquero de sesenta años. Pero esa desviación
de Freud en esa profecía es también reveladora, como —repito— casi todas las
que en Freud podemos encontrar.
Esa especie de huida es lo
más que puedo encontrar que revele también algo semejante al terror masculino,
pero ya veis que, lejos de ser un terror frente a la picha, frente al aparato
del poder, es, por el contrario, un reflejo de terror frente al propio sexo,
frente al sexo de una misma, lo que aparece.
En lo que os voy a entretener
ahora, para irme acercando a terminar, es en el fenómeno, muy importante, de
las inversiones o de las vueltas del revés con las que muchos de estos
fenómenos o apariciones se presentan en nuestra sociedad.
Por ejemplo, la relación del
sexo con la procreación, con la genitalidad. Sabemos que el truco para conjurar
el peligro del sexo amenazante de infinitud de las mujeres es ligarlo con la maternidad,
convertirlas en madres, pensar de antemano: «Lo que desean realmente es un
niño, lo que quieren es ser madres». El procedimiento es tan tradicional, tan
repetido, que apenas tengo que insistir en él.
Bueno, pues ya veis cómo
esto es la inversión de lo que se da de hecho. Es en el hombre en el que el
placer está ligado así necesariamente con la genitalidad, con la procreación.
Es en el hombre en el que el supuesto orgasmo se liga con la eyaculación y, por
tanto, con la procreación. En cambio, el placer de las mujeres es gloriosamente
inútil, no vale para nada. No sabemos si las hembras de los animales sienten
algún placer (¿cómo vamos a saberlo?, claro, no estamos dentro de los animales.
Sobre esto del espejo de los animales volveré más tarde), pero en todo caso, en
las mujeres el placer es inútil; y es curiosa la fábula, que dura hasta la Edad
Moderna bien avanzada y que entre los antiguos recoge, por ejemplo, Lucrecio,
del semen femenino, la creencia de que para la procreación tenía que darse una
especie de confluencia de los dos semina, del semen masculino y del
femenino; es decir, como si los flujos femeninos tuvieran que tener algo que
ver necesariamente con la procreación, como los flujos masculinos.
Esta es, como veis, una
necesidad de ocultación, de disimulo, que tiene que ver con la vuelta del revés
de que hablo. Es, por desgracia para nuestro sexo, el masculino, donde la
paternidad está ligada al placer, el placer condenado a la amenaza de la paternidad,
mientras que en las mujeres el placer no está ligado a nada, no sirve para
nada; es, parece, un lujo de la naturaleza.
Otra de las formas de
inversión tiene relación con esto: es la del axioma jurídico del «Pater incertus, mater certissima»; lo que también se dice en español,
con el refrán: «Los hijos de mis hijas, nietos míos son; los de mis hijos, lo
serán o no»: toda esa obsesión respecto a la verdad, o más bien realidad, de la
paternidad que acompaña toda la historia del sexo masculino. El pater es incertus en el sentido de que, en efecto,
los espermatozoides que rodean al óvulo son sin fin, en principio. ¡Cualquiera
sabe cuál es el que llega a ser el verdadero culpable o responsable de la
paternidad!, etc. Pero esto es un recubrimiento del hecho de que la esencia de
ser pater es ser certus precisamente; el pater, la paternidad, es lo que es certum, es decir, definido, definitorio,
limitado por tanto, como todo ser y toda definición exige; mientras que es la
mujer la que es incerta, en el sentido de indefinida,
ilimitada. He aquí cómo hasta en el esquema jurídico, pues, podemos descubrir
una forma de inversión.
Inversión en el
psicoanálisis: presentación del “clítoris” (“clítoris”, palabra, otra vez,
medicinal; apenas hay en el lenguaje popular, por más que los busque, términos
lo bastante extendidos: la pepitilla, decían algunas veces por allá en mi
tierra, ¿no? No hay
término popular: a ese troceamiento sólo el lenguaje medicinal y pedantesco
puede llegar), interpretación del clítoris: es una verga pequeñita, es un pene
raquítico. Vamos a ver cómo esta interpretación consiste en una inversión de la
verdad. Lo que en verdad puede compararse con la picha, no es, por supuesto, el
clítoris: es el todo, el cuerpo entero de las mujeres. Esta es la verdad: el
clítoris es como un pretexto, una de las muchas posibilidades o puntos que
pueden servir: pero lo que es objeto del placer, de la perdición en el placer
es, evidentemente todo el cuerpo.
Es decir que, como ya alguna
vez se ha vislumbrado, el sexo masculino tiene un representante para el amor:
la verga, la picha, tiene un representante suyo y él está desdoblado. El
hombre está desdoblado: el resto del organismo sirve, ya se sabe, para lo que
está mandado, para el trabajo, para la guerra; está hecho para eso; y luego
tiene un pequeño representante, un representante cuya insignificancia se mide por
centímetros, y la fanfarronería masculina se aferra a esos pocos centímetros
como si fuera una cosa del otro mundo, ¿no?; pero, del otro lado, no son unos
pocos centímetros: es todo el metro y medio o más del cuerpo humano el que puede corresponder como
órgano de placer, como órgano
hecho para el
amor.
La manera en que en
la masturbación misma los hombres tratan a su propio aparato es una forma más
de comprobar hasta qué punto la equiparación es entre eso y el cuerpo total de
la mujer; y que, por tanto, la reducción del clítoris a pene es una
falsificación interesante, reveladora.
Es curioso que con respecto
a la verga se da una paradoja, que es que es por un lado el órgano
aparentemente destinado al amor, destinado al placer, pero al mismo tiempo es
el que por su propia constitución convierte ese placer en un arar, según la
metáfora tradicional, en un trabajo, en un propiamente hacer el amor. Esas son
las dos caras antitéticas que, de pasada, entre paréntesis, quería hacer notar
con respecto a la verga, al sexo masculino, al otro sexo.
Pasamos a las nociones
últimamente desarrolladas de orgasmos y demás, nociones verdaderamente traidoras
contra el sexo femenino, raíz de mucha de su perdición en la mayor parte de las
mujeres. Recuerdo el testimonio de otra muchacha (18 años) despreciando el
placer de los hombres, es decir, dando la vuelta a la situación tradicional,
con otra inversión típica: «No sé cómo les puede gustar eso». Ella,
implícitamente, comparando con el verdadero objeto de disfrute que podía ser
la mujer, el sexo («No sé cómo
les puede gustar eso. No sé qué interés pueden tener»), ella quería dar la
vuelta a lo que está dado vuelta de ordinario: porque se supone que son los
hombres los que buscan eso, los que buscan el placer. ¿Por qué? Pues porque lo
pagan. ¿Qué testimonio hay más evidente de que es uno el que lo busca y el que
lo quiere sino el que lo pague? Que lo pague con el matrimonio, que lo pague
con el trato de la prostitución, es igual, pero lo busca y lo paga. Así es
como se supone que son los hombres los que disfrutan de las mujeres, es decir,
al revés de lo que esa muchacha quería decir dándole la vuelta a la cosa.
En realidad, la sumisión de
la mujer a los orgasmos —únicos, plurales, sucesivos— es una sumisión a las
formas de placer masculinas. Es ahí donde ha nacido toda esa noción de la
frigidez que domina entre nosotros. El orgasmo se convierte, como muchas veces
para los hombres, en algo que hay que perseguir, como un fin, como un premio,
como una paga. Entonces, el placer está perdido; el placer desconocido,
imprevisto, está perdido; aquello se convierte en un trabajo: la imposición de
lo teleológico anula cualquiera de las posibilidades que el sexo por
excelencia, el femenino, podía tener en sí.
Respecto al placer de las
mujeres, vuelvo otra vez un poco sobre el espejo de los animales, porque esto
es otra de las apariciones de la inversión, de la vuelta del revés, que me
parecen interesantes. La recordáis que hace unos siete u ocho años Mary Sherfey[1] sacó un estudio acerca de la
insaciabilidad de las monas, una cosa bastante insólita y un estudio —creo
recordar— que era modestamente aterrador para los lectores masculinos, en cuanto
que podían, efectivamente, ver a las mujeres en las monas.
Pero me importa aquí una
inversión de ámbito mucho más amplio y de gran importancia, que es la inversión
misma del tiempo, de la idea de evolución. ¿Qué es eso de los animales?, ¿qué
es eso de la roca viva que al principio os decía que Freud pensaba encontrar
debajo de las convenciones sociales?
Los animales son para
nosotros objetos de la Ciencia. Las monas y los monos no nos son nunca
conocidos directamente, sino como objetos de una Zoología, de una Biología; de
ahí que pueda haber un engaño;
¿por qué tenemos que suponer que las monas, por ejemplo, eran insaciables y que
luego las mujeres, con la evolución, se han hecho menos insaciables, más
fácilmente sometibles que las monas de Mary Sherfey? Podemos, igualmente, con
la misma razón, suponer del revés; podemos suponer que la mujer es el único
animal verdadero, Eva en el paraíso, el único animal de verdad, el único animal
capaz de la pérdida en el placer, en esa infinitud de la que vengo hablando; y
que los animales son degeneraciones: los monos descienden de los hombres, las
monas de las mujeres, y las monas de Mary Sherfey son un estadio ya muy
degenerado de la capacidad de las mujeres para el placer sin fin; esa supuesta
insaciabilidad no es más que un recuerdo en la degeneración, y las yeguas, y
las burras y los animales cada vez más abajo, cada vez más degenerados, cada
vez más alejados de esa posibilidad que al único animal verdadero, a la mujer,
se le ofrecía. Tanta razón hay para esto como para la visión evolutiva normal
que la Ciencia y la ideación habitual nos ofrecen. Hay, probablemente, una
inversión del tiempo en toda esa idea del progreso y de la evolución, y, por si
sí o por si no, siempre conviene corregirla, al menos, dándole la vuelta,
poniendo del revés lo que está del revés, para ver si así queda del derechas.
Ceso
también con esto de las formas de inversión (podría encontrar otras muchas)
bajo las que el hecho aparece: el hecho, es decir, esa amenaza constante del
sexo de las mujeres, del sexo sin fin, ilimitado, sin un fin, incontrolable,
imprevisible.
Terror
primariamente para los hombres; secundariamente para las mujeres sometidas. Se
plantea ahora la curiosa cuestión de por qué, diciendo esto que digo del coño,
o más bien diciendo el coño esto que está diciendo por mi boca, si es que
acierto, se da, sin embargo, que la mayoría de las mujeres, no sólo es que sean
más o menos frígidas y que, como decía honestamente en su canción Georges Brassens,
«el 95 % de las veces la mujer se aburre follando», con un cómputo
probablemente bastante razonable, no sólo que sean frígidas (y lo son por lo
que antes he dicho, por la razón teleológica, por el establecimiento del placer
como un fin, como algo que hay que perseguir; la sumisión, por tanto, a la ley
del trabajo), no sólo que sean más o menos frígidas, en contra de todo lo que
vengo diciendo del infinito sexo femenino, sino que además sean, en general,
también bastante gilipollas, tanto más o menos como los hombres, y con
frecuencia superando la cuota; no tal vez, en general, tan pedantes ni brutales
como puedan ser los tipos de este sexo, pero gilipollas sí.
A lo mejor
la noción de “gilipollez” no os parece lo bastante técnica. Yo voy a precisarla
dentro de lo posible. “Gilipollez” quiere decir asimilación de las ideas
impuestas desde Arriba, pero asimilación en el sentido de que se las toma como
ideas y gustos personales de cada uno. Esto pienso que es una definición
de la gilipollez bastante acorde con el uso habitual. Y es evidente que de la
condena a esto no se escapan ni las mujeres ni los hombres. Pero este misterio
de cómo es que, siendo el sexo femenino esa cosa que ha estado él mismo
diciendo todo este rato, las mujeres en su mayoría sean así, no es mayormente
tampoco misterioso. Como Heráclito dice respecto a que, por un lado, la razón
es de todos, pero, por otro lado, hoy por hoy, los más, la mayoría, es como si
no tuvieran razón, porque piensan tener cada uno la suya, lo mismo que de la
razón se dice, se puede decir de esa cosa misteriosa, irracional del sexo.
La mayoría
de ellas, la mayoría democrática de las mujeres, en efecto, no participan de
todo lo que el coño viene diciendo acerca de sí mismo. Pero ¿por qué?
Precisamente por lo mismo, porque lo tienen, porque ellas lo tienen, porque es
de ellas; es decir, es una posesión, es algo sometido al alma: es (¿habéis
visto cómo dicen en los trenes «objetos personales», que no debe uno dejarse
olvidados?), pues es un objeto personal, es precisamente esa cosa maravillosa
que es un objeto personal. Y, claro, evidentemente, puede ser las maravillas y
las infinitudes que sea el coño, pero, convertido en un objeto personal, la
verdad es que acaba por no tener mucho interés ni librar a la propietaria de
ninguna de las condenas que son comunes a la humanidad.
Es
precisamente en eso, en la sumisión a la personalidad, donde pienso que se
desanuda esa paradoja de que, siendo el coño lo que él dice, las mujeres, en la
mayoría de los casos y en la mayoría de los momentos, ni ellas mismas puedan
reconocer la verdad profunda de lo que aquí se está diciendo, tratando de razonar
la irracionalidad.
Me acerco a terminar (casi
termino) haciendo constar que, a pesar de lo que pase con la mayoría de las mujeres,
sigue siendo razonable esto que el sexo de por sí, el femenino, está diciendo
de sí mismo: es una amenaza de infinitud, de indefinición, de pérdida, para el
Poder, para toda la sociedad establecida.
¿Es una aparición de la
muerte? No: otra cosa. Esta dialéctica conviene analizarla. Fijaos bien en que
‘muerte’ hay que escribirlo siempre propiamente entre comillas simples;
‘muerte’ es una idea, siempre, necesariamente, puesto que la muerte es futura:
otra no se conoce. La muerte es futura: la verdadera, la de uno, es futura
siempre. Por tanto, es una idea. Ahora bien, frente a la idea de ‘muerte’, no
se puede contraponer la idea de ‘vida’ entre comillas simples, porque la idea
de ‘vida’ es lo mismo que la idea de ‘muerte’: ambas son ideas y, por tanto,
muerte.
Frente a la idea de ‘muerte’
o de ‘vida’, que da lo mismo, lo único que se contrapondría sería la vida, sin
comillas, la vida no sometida a nombre, no definida. Esto es lo que amenaza en el sexo: no la muerte, sino
precisamente esa pérdida en la infinitud; no la muerte de la vida, sino la
muerte del ser, es decir, el derrumbamiento de la seguridad de cada uno en sí mismo
y, por tanto, de todo el Estado en general.
Eso es lo que ahí aparece, y
eso es lo que el coño os tenía que decir, pensando que en todo lo que haya algo
de revelación, de levantamiento de los disimulos o formas de engaño
establecidos por el Poder, hay una simiente de acción, de rebelión. La revelación
es necesariamente rebelión. Y ya supongo que sabéis contra qué, aunque sigáis,
como yo, sin saber muy exactamente qué es aquello que se levanta contra el
Poder.
Agustín García Calvo - Santander, 1986
Agustín García Calvo - Santander, 1986
Una tarde, hace unos cuantos de años, al volver de un curro en que me había metido, una pequeña fábrica, andaba en una habitación que tenía alquilada o así... y me ponía a escuchar radio 3. Apareció por allí esta voz, sin escritura aún, del coño hablando por otra boca. De otra boca hablando por el coño. Al ir escuchándola, como si nada, -creo recordar que andaba pintando algo- me dejó para el resto enamorao de que se puede hablar. Era lo que yo hubiera dicho pero no me salía! Ya andaba uno medio mayorcito y metido a duras penas en su vida, pero -alegría!- como si nada se podía decir, y ni un punto de pensar en autores o filosofías! nada. Escuchar esa voz, y dejar para siempre de creer en nombres, como ya sentía, de manera que me fijé cuando dijeron el nombre propio aquel y allá me fuí, dejé el trabajillo, y a eso de las Filologías me fui, que venía yo de las Ingenierías y me había retirado ya de ello. Y a cuaquier lao donde pudiera escucharse lo que de mucho antes ya estaba escuchando sin darme cuenta. ¿A alguien le parecerá esto -solo- una cosa de mi Historia personal? Pues que le vayan dando con la Suya! Gracias Huga, por traérmelo de nuevo este recuerdo tan vivo!
ResponderEliminarde nada y gracias a ti
EliminarQue bien hablas y con tu emocion me recuerdas a mí y al maestro lo vivo de Agustin.