miércoles, 18 de diciembre de 2013

De los otros papeles de José Requejo






De los otros papeles de José Requejo 
Agustín García Calvo



NOTA DEL EDITOR. Después de la 3.a edición de las Cartas de negocios de José Requejo, «Lucina» 1981, donde daba cuenta, en apéndice, de los últimos avatares del autor y su locura (que, por cierto, no ha terminado todavía con él en estos trece años, y por el contrario, los nuevos tratamientos parecen haberla vuelto más normal y conforme con su persona: ya lo explicaré algún día), sigo sin encontrar vagar, entre mis propios ajetreos, para dar a luz algunos al menos de los escritos que, por obra de las graciosas manos de sus hermanas y de su amiga Roselyne, según allí contaba, yacen en mi custodia. A la espera de mejores tiempos, adelanto la publicación de algún papel que otro, según me llegan demandas de aficionados al estilo de Requejo; y, como hace tres años hice con la «Carta a Celsito» en la revista Un ángel más, así ahora aquí, en Compás de Letras, cediendo a la amable petición que doña Ana Vian me hace, saco este par de notas a propósito de las clases tradicionales de la sociedad. Téngase presente que estos escritos datan de por el año '60, y por tanto de los últimos en que esa clasificación social tenía una real vigencia o por lo menos, en la disputa de las ideas, podía con buena razón escitar el interés de José Requejo, apenas rebasados sus veinte años, y hacerse motivo de sus debates y reflexiones. Es cierto que, de entonces para acá, esa clasificación ha perdido en la Sociedad del Bienestar su vigencia y su sentido, remplazada por mejores trucos para el …? la gente; pero pienso que, con todo, hay en las actualidades pasajeras un vislumbre de la eternidad, y que así puede que estas notas del infeliz Requejo sigan teniendo algo que decir a los lectores.



POR CIERTO que uno es un burgués, hijo de burgués (por más campesino que mi padre fuese) y burgués hasta la punta del rabo, si se empeñan.
Ahora bien, la verdad es que uno sólo tiene conciencia de ser burgués en cuanto se da cuenta de que no es un proletario y de que no es un aristócrata: escluido de esos dos cerrados y definidos recintos del ser, uno se queda por ahí errando, vago, indeciso y vacilante, sin saber muy bien lo que uno es; y, como le dicen que eso es justamente lo que es ser burgués, acaba por decirse «Bueno, pues seremos un burgués: ¿qué remedio nos queda, si se tiene que ser algo?».
El ser proletario consiste en la condición social y económica. El ser aristócrata, más aún: en la nacencia. Son cosas las dos que o se son o no se son, que o se tienen o no se tienen: se nace y no se hace: se es por fuerza (fuerza del dinero o fuerza de la sangre), y no hay fuerza humana que lo gane ni lo uno ni lo otro. Ni aquéllos de mis amigos y cofrades de burguesía que se afiliaron al comunismo o se dieron a trabajar en obras sociales hasta el agotamiento conquistan por ello la pertenencia a la clase ascendente, que sólo la miseria y la pasión involuntaria de la esplotación otorgan, ni los nuevos ricos pueden con todo su dinero y el pago de los mejores colegios para sus hijos comprar esa elegancia no buscada, ese natural señorío, que de la gracia de Dios y no de la humana voluntad depende.
Qué me separa del proletario, creo que lo comprendo aceptablemente: es, sobre todo, mi libertad, esto es, mi incapacidad para la acción: mi posibilidad de elegir, de dudar, de ver el pro y el contra, de tirar por la izquierda o por la derecha: toda esta ilusión de libertad, toda esta indefinición, todo este no ser nada fijo, que al proletario le son negados implacablemente, una implacable negativa que pone en sus manos el arma de la revolución.
Lo que me separa, a su vez, del noble, y hasta del hijodalgo, y me hace ser, sin embargo, un hijo de nadie, un hideputa, puede que no sea tan claro a primera vista, pero, escarbando un poco en la esencia de este no ser nada que es el ser burgués, creo que podemos también hallarle una breve formulación que lo revele: es, pues, esencialmente esta capacidad para el arrepentimiento, que al aristócrata le está formalmente denegada: «Procure siempre acertalla / el honrado y principal; pero, si la acierta mal, / defendella y no emendalla». Esto, en cambio, de andar siempre con el temor de haber metido la pata, o casi de estarla metiendo en el momento, esta facilidad para dar la razón a cualquier cliente, que al hortera se le recomienda, para cantar el mea culpa en todas las esquinas, para reconocer todo lo que no se ha conocido nunca, para pedir perdón a troche-moche (¿se ha visto conde ni albañil alguno que sepan pedir perdón a nadie?), este andar queriendo escribir la vida con una goma de borrar tras de la oreja, ¿no es la esencia misma del ser burgués?
Sí, pues que ello es otra manera de no ser nada, en cuanto a cada momento se está dispuesto a dejar de ser lo que se es y a ser otra cosa cualquiera, ¿no?
La inseguridad respecto al futuro, que de la clase ascendente me separa, se equipara felizmente con esta inseguridad respecto al pasado, respecto a mis orígenes y fundamentos, que me hace ser un hijo de nadie, un Don Nadie yo mismo; que es lo que se llama ser burgués, porque los otros así lo llaman.

* * *

Otro día tendré que esplicarme cómo todo esto se compadece con la cualidad de testarudez o tenacidad, que suele serme tenazmente atribuida, y cómo no sólo se compadece con ello, sino que viene a ser el envés de la misma moneda: pues ¿quién sino quien tiene pocos escrúpulos de fidelidad a sí mismo puede probar a ser fiel a alguna otra cosa?

* * *

La virtud o areté del caballero estriba en el portarse como tal: que lo que da la sangre, cada gesto lo confirme. La virtud del proletario es, de modo análogo, la conciencia de sí mismo, de su clase, y la acción consecuente con tal conciencia. ¿Cuál podrá ser la virtud del burgués, si es que tiene que tener alguna? .
Pero sí, efectivamente: el burgués tiene también la pretensión de una forma de virtud peculiar suya, que consista precisamente en la absoluta infidelidad a sí mismo.
Podría describirse así: la aproximación progresivamente acelerada de la penitencia a su pecado.
Esto es: si me arrepiento de un pecado cometido antaño, podré tal vez todavía hogaño reparar en parte sus consecuencias, borrar, indemnizar y hacerme perdonar en lo posible; si, por una metódica ejercitación del arrepentimiento, llego a tener la agilidad de volverme contra mí mismo al día siguiente de mi mala acción, probablemente el mal podrá ser mucho más eficazmente aminorado y borrarse por ende la mancha del pecado más impecablemente; si todavía progreso más en mis ejercicios y adquiero la costumbre de arrepentirme de todo lo que cometo inmediatamente después de cometerlo, ni que decir tiene que casi siempre mis pecados serán inocuos y casi desapercibidos.
Y, pasando al límite, cuando el arrepentimiento llegue a coincidir con el momento mismo de la comisión de mi pecado, está claro que ni siquiera cometeré pecado alguno; es decir, que no haré nada. Esa será la forma de mi virtud.
Tales consideraciones se hace un burgués acerca de sus posibilidades de areté, olvidado de que lo que es relativo por esencia ¿cómo diablos podrá hacerse absoluto nunca?
Que la operación de «paso al límite» es un invento esencial de la ciencia burguesa; o de la Ciencia sin más: pues esa rectificación interminable que la Ciencia es, es burguesa por esencia.

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